Contrastantes cegueras

IV Domingo de Cuaresma

Share this Entry

I Samuel 16, 1. 6-7. 10-13: “David es ungido como rey de Israel”

Salmo 22: “El Señor es mi pastor, nada me faltará”

Efesios 5, 8-14: “Levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz”

San Juan 9, 1-41: “Fue, se lavó y volvió con vista”

Doña María suspira y deja volar su imaginación hasta donde se encuentran sus hijos. Sentada en el quicio de su humilde vivienda pasa las horas en oscuridad y silencio. Ella, como muchos de los indígenas que habitan la zona de los Altos de Chiapas, se ha quedado completamente ciega a causa del tracoma, “enfermedad de la extrema pobreza”. Si bien la cifra de enfermos ha disminuido en la última década, continúa siendo un problema de salud pública, como lo afirma el investigador Héctor Ochoa. ¿Vivir en la oscuridad por olvido, descuido e irresponsabilidad? Parece la condena de muchos de ellos. Doña María no vive con amargura su ceguera: “le he dado mucha luz a mis siete hijos, que ahora son maestros y se dedican a enseñar allá, en las ciudades”. La visitan muy de vez en cuando, pero ella tiene iluminado su corazón porque ha sabido dar luz. Entonces comprendemos que puede haber mucha luz en el interior de un ciego y mucha oscuridad en el corazón del orgulloso.

Nuevamente nos sorprende san Juan con una escena, penosa y ridícula al mismo tiempo, presentándonos cegueras contrastantes. Tras la curación del ciego de nacimiento se esconde una irónica realidad que descubre el camino del ciego hacia la luz y de los “sabios” hacía la oscuridad. No narra los detalles de una mera curación, nos revela un camino lleno de signos y simbolismos encubierto en los personajes, sus actitudes y sus palabras. Aparece Cristo como la verdadera luz y los demás personajes representando las diferentes actitudes y propuestas que se pueden adoptar frente a la luz. Si miráramos el lado “oscuro” de la narración, tendríamos que presentar diferentes tipos de ciegos de aquel y de nuestro tiempo.

Los primeros ciegos que aparecen son los discípulos buscando el pecado en la enfermedad. ¿Por qué juzgar siempre de pecado todo lo que no entendemos? ¿Por qué echar pesadas cargas sobre quien ya de por sí está sumido en la miseria? El Antiguo Testamento presentaba la enfermedad siempre ligada al pecado; el bienestar o la desgracia se estimaban como signo de una conducta buena o mala. Los discípulos de Jesús, hijos de su tiempo, también tienen esta concepción y de ahí brotan sus preguntas. Jesús rechaza radicalmente esta visión. Presenta a un Dios misericordioso y compasivo, lejos de las venganzas y revanchas. Hoy también tenemos distorsiones de la imagen de Dios y aun hay quienes, abusando de la fe o credulidad de los sencillos, se aprovechan y medran con supuestas amenazas, con curaciones fabricadas o con miedos contagiosos. Nada más lejano del Dios que nos presenta Jesús: Dios amor, Dios misericordia, Dios padre. Quizás nuestro gran pecado sea haber distorsionado la imagen de Dios.

Ciegos son los padres cuando se desentienden del hijo: “edad tiene”. Pecado de los padres es no responder por los hijos, pecado de los padres, abandonarlos a su suerte. Y no me refiero al natural crecimiento de los hijos y a la progresiva enseñanza para asumir sus propias responsabilidades. Grave deber la educación de los hijos. En el relato no se aprecia que quieran que el hijo asuma la responsabilidad, sino el temor de los padres a asumir su propia responsabilidad ante el peligro de las consecuencias. ¿No será un retrato de nuestro tiempo? ¿No tendremos que acusarnos de negligencia y omisión frente a muchas responsabilidades que tenemos en la formación de los niños y adolescentes? ¡Cuántos jóvenes caminan en soledad y no porque ya tengan edad, sino por descuido de los padres! En el campo de la fe, no se pueden imponer ritos y preceptos sin haber enseñado el camino de la fe. Pero un camino sólo se puede transmitir si se ha andado. ¿Cómo se educa en la fe en nuestras familias? ¿No nos quedamos sólo en normas y recomendaciones? ¿No faltará un encuentro profundo con Jesús?

Como ciegos también aparecen los vecinos y los testigos del acontecimiento: ven “pero no ven”; saben “pero de lejos y sin compromiso”. Su reacción es desconcertante y extraña. Conocen desde afuera, están mal informados, tienen juicios poco sólidos y no se interrogan más allá. La respuesta del ciego: “Ese hombre que se llama Jesús…”, su testimonio y el signo que han visto, los deja maravillados externamente, pero no se cuestionan en su interior. Así se convierten (o nos convertimos) en ciegos a los que no les interesa ver, ni en profundidad ni en extensión, porque desconcierta o porque, al aceptar el signo, uno tiene que mirarse a sí mismo en profundidad. Muchos católicos así caminamos: junto a Jesús, admirándolo, queriéndolo, pero no dejando que llegue a loprofundo de nuestro corazón y así permanecemos en nuestras tinieblas. Abandonamos a su suerte a los que sufren enfermedad, agresión o discriminación. ¿Para qué meternos en problemas? ¡Viva la santa indiferencia!

Ceguera, oscuridad y obstinación de los fariseos, de los sabios, ven la realidad y la deforman deliberadamente; ciegos que con actitudes inamovibles rechazan a los otros y atan a las personas; ciegos que utilizando su poder, su sabiduría o sus medios, confunden, engañan y cautivan a los más pequeños. Ciegos que llaman al mal, bien; y al bien, mal. Ciegos, amigos de las tinieblas, que esconden la luz, que impiden ver a los demás, que prefieren la ignorancia del pueblo, que someten, que confunden, que distorsionan la luz. A veces los montajes de nuestra sociedad, su organización y su estructura, sus propias luces, nos impiden ver con hondura los acontecimientos de la historia, es una ceguera estructural que disfraza los problemas sociales, políticos, económicos y religiosos. No hay peor ciego que el que no quiere ver, pero no hay ciego más perverso que el que roba la luz al otro. ¿No seremos de estos ciegos?

Juan nos presenta también un lado luminoso en su narración: por una parte Jesús, verdadera Luz, y por otra el camino de fe seguido por el “ciego”, el único que parece ver en toda la narración. El ciego de nacimiento personifica el proceso de fe de cualquier creyente. No hay conversión auténtica sin un encuentro personal con Cristo. Ser cristiano significa experimentar vivamente a Jesús, luz del mundo, y por medio de Él entrar en comunión con Dios Padre. Para llegar a conocer Cristo se impone un camino no exento de dificultades. Los católicos nos hemos acostumbrado a una fe de tradición y se requiere una experiencia fuerte de Jesús en nuestras vidas. ¿Por qué no arriesgarnos a encontrarnos con Jesús? ¿Por qué no librarnos de todas las ataduras y prejuicios y dejarnos iluminar en lo más profundo por su luz? Nada perdemos: solamente se iluminará nuestro interior. Hoy también a nosotros Jesús nos dice: “Ve a lavarte”. Tenemos que quitarnos las cataratas que nos impiden mirar a Jesús y mirar el rostro de Jesús en los hermanos.

Gracias Padre por tu Hijo Jesús que ilumina toda nuestra vida. Condúcenos por el camino de la luz para, dejando nuestra ceguera, lleguemos a la iluminación de Cristo y caminemos como hijos de la luz. Amén.

Share this Entry

Enrique Díaz Díaz

Apoye a ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación

@media only screen and (max-width: 600px) { .printfriendly { display: none !important; } }