Por Carmen Francisco M.
Si bien la educación es nuestra tarea de padres, muchas veces el camino para poder realizarla depende de la apertura de nuestro corazón a lo que nos ofrece ese hijo o hijos en particular.
Sin duda hay muchas alternativas y la primera es la herencia del método por el que nos educaron. A no ser que haya sido negativa y se tenga clara dónde no ir.
Después se presenta la moda en educación, que viene teñida con publicidad y en el mejor de los casos de reflexión histórica y cristiana. Sobre esta moda hasta los hijos están al tanto y nos aconsejan cómo podemos ser mejores padres.
En un tercer lugar, reconocemos especialmente en el silencio la viva inspiración, esa respuesta a la oración y a la gana ardiente de hacerlo diferente y mejor.
Con firmeza y ternura es conveniente acompañar como padres o tutores el crecimiento y desarrollo de nuestros hijos. Especialmente mientras afirman sus raíces y crecen derechos y firmes. Me he dado cuenta que esa firmeza y ternura es para nosotros también.
Pensamos que es demasiado arrojado poner en primer lugar una respuesta que sea educativa desde la inspiración de padres, desde la vocación, que en buenas cuentas Dios nos ha confiado.
Pensamos que “acoger” el enfado de un hijo, una falta de respeto, las riñas entre hermanos, las responsabilidades otorgadas y no cumplidas, el desgaño ante un plan familiar, las críticas, etc. es demasiado arriesgado. No nos da confianza ser amorosos ante tales faltas, ni frenar la moda, ni cuestionar la herencia.
Abandonarnos para acoger, aunque sea unos momentos y luego educar, cambia tanto… los gestos de sus caras, los brazos, la rigidez de la espalda de ese hijo que confía en sus padres para ser educado.
Acoger primero los conflictos del otro, nos abre el corazón desde la humildad al ofrecernos como padres y al reconocer que necesitamos de ese soplo para seguir aportando a su educación.