«La caridad –escribió– nos urge de tal manera que no podemos rechazar el trabajo: consolar a un triste, ayudar a un pobre, un enfermo que visitar, un favor que agradecer, una conferencia que dar; dar un aviso, hacer una diligencia, escribir un artículo, organizar una obra, y todo esto añadido a las ocupaciones de cada día, a los deberes cotidianos. Si alguien ha comenzado a vivir para Dios en abnegación y amor a los demás, todas las miserias se darán cita en su puerta. Si alguien ha tenido éxito en el apostolado, las ocasiones de apostolado se multiplicarán para él. Si alguien ha llevado bien las responsabilidades ordinarias, ha de estar preparado para aceptar las mayores. Así nuestra vida y el celo por la gloria de Dios nos echan a una marcha rápidamente acelerada, que nos desgasta, sobre todo porque no nos da el tiempo para reparar nuestras fuerzas físicas o espirituales… y un día llega en que la máquina se para o se rompe. ¡Y donde nosotros creíamos ser indispensables se pone otro en nuestro lugar!». «Con todo esto, ¿podríamos rehusar? ¿No era el amor de Cristo lo que nos urgía? y darse a los hermanos, ¿no es darse a Cristo?». Imponente este latido que selló su fecunda vida.
Nació en Viña del Mar, Chile, el 22 de enero de 1901. Al morir su padre cuando él tenía 4 años, y viendo mermados sus bienes económicos, la familia se mudó a Santiago. Allí vivieron con estrechez, alojados por sus parientes; aprendió bien lo que significa la pobreza. Compartía con su madre la generosidad con los desheredados, en una solidaridad que identifica justamente a los que nada tienen, siempre dispuestos a donar lo único que les queda, como la viuda del evangelio. Estudió con beca en el colegio San Ignacio regido por los jesuitas. Allí se integró en la Congregación Mariana. Con 15 años sintió la llamada al sacerdocio y quiso emprender los estudios eclesiásticos en la Compañía. Nuevamente, y como los recursos eran tan deficientes, le recomendaron un compás de espera. Pero le apremiaba el amor de Cristo y escribía a su querido amigo Manuel Larraín, que se convertiría en prelado de Talca:«Reza, pero con toda el alma, para que podamos arreglar nuestras cosas y los dos cumplamos este año la voluntad de Dios». Había recibido una buena formación que aprovechó graduándose con brillantez. Y en 1918 inició derecho en la Pontificia Universidad Católica.
Su sensibilidad hacia los marginados, en una época marcada por la emigración, le llevó a emprender un intenso apostolado de acentuado cariz social. Recibió ayuda del Patronato de Andacollo perteneciente al barrio Mapocho, una zona precaria de Santiago. Combinando sus obligaciones como estudiante universitario, de forma inteligente se ocupaba de los que sufrían formas diversas de exclusión implicando a sus compañeros. A través de sus acciones impregnadas de caridad evangélica, que impulsó por amor a Cristo, un inmenso rayo de luz se abrió paso en medio de la poderosa urbe en la que tantos desoían la voz de los más débiles. Se involucró de lleno en organizaciones estudiantiles siempre con objeto de apoyar al indefenso, y en medio de su intensa actividad culminó derecho de forma tan brillante que obtuvo la unánime distinción de la Universidad Católica de Chile.
En 1923 ingresó en la Compañía de Jesús. De nuevo su amigo Manuel fue confidente de esos cruciales instantes de su vida, que le inundaron de alegría: «Querido Manuel: Por fin me tienes de jesuita, feliz y contento como no se puede ser más en esta tierra: reboso de alegría y no me canso de dar gracias a Nuestro Señor porque me ha traído a este verdadero paraíso, donde uno puede dedicarse a Él las 24 horas del día. Tú puedes comprender mi estado de ánimo en estos días; con decirte que casi he llorado de gozo». Hizo el noviciado en Chillán y luego pasó por Córdoba, Argentina. También estuvo en Barcelona, España, y en la ciudad belga de Lovaina donde fue ordenado sacerdote y obtuvo el doctorado en pedagogía y en psicología. Tras su regreso a Chile en 1936 ejerció la docencia en el colegio San Ignacio, la Universidad Católica y el Seminario Pontificio. Simultáneamente, impartía conferencias y retiros. Retomó el apostolado social y defendió a los desfavorecidos ninguneados por la prepotencia y racismo de las clases altas que los repudiaba. Alberto tenía gran carisma entre los jóvenes. Se desvivía por ellos y cosechaba los frutos de su acogida y comprensión. Alegre y entusiasta, les instaba a «chiflarse» por Cristo.
En 1941 fue designado asesor de la Acción Católica juvenil de Santiago, misión extendida luego a todo Chile. Le dedicó tres intensos años hasta que ciertas desavenencias con el obispo auxiliar de la capital le indujeron a presentar su renuncia. El prelado juzgaba progresista la formación que proporcionaba a los jóvenes. El santo acogió impoluto los juicios y decisión del obispo. Tan apiadado estaba por los que malvivían en las calles, niños y adultos, que en 1944 después de impartir un retiro en la Casa del Apostolado Popular y recibir allí mismo las primeras donaciones de las mujeres que le escucharon, fundó el Hogar de Cristo. Diariamente recorría los suburbios para recoger a los pobres que hallaba al paso. El centro fue bendecido al año siguiente por monseñor José María Caro, arzobispo de Santiago. En 1948 creó la Acción Sindical Chilena secundado por un grupo de universitarios. Así pensaba hacer circular la doctrina social de la Iglesia. En 1950 se atrevió con las publicaciones impresas de carácter periódico creando la revista Mensaje para transmitir el pensamiento cristiano; le avalaba su experiencia profesional en El Diario Ilustrado. Fue autor de varias obras de temática humanista y social. En mayo de 1952 sufrió un infarto pulmonar y en el hospital clínico de la universidad católica le diagnosticaron cáncer de páncreas. Desde allí siguió evangelizando hasta que murió el 18 de agosto de ese año. Juan Pablo II lo beatificó el 16 de octubre de 1994. Benedicto XVI lo canonizó el 23 de octubre de 2005.