Pío XII calificó a Ludovico como «otro Felipe Neri... precursor de san Juan Bosco... perfecto emulador de san José Cottolengo». Nació en Brescia, Italia, el 11 de septiembre de 1784. Su ilustre familia, los Poncarali, pertenecía a la nobleza. Eran dueños de grandes posesiones. Pero los utópicos ideales de la Revolución Francesa, portando aires triunfales, penetraron en la ciudad y arrasaron los derechos de muchos ciudadanos. En 1797 miembros del ejército tomaron bajo su mando el palacio Poncarali y firmaron el manifiesto «Juramos vivir libres o morir».
Sin darse ínfulas de nada, ni comprometerse con idílicos principios, únicamente con la sencillez de la verdad por bandera, Ludovico se había adentrado en el drama de los pobres. Ya conocía el asfixiante ambiente de las fábricas y lo que cuesta el aserto bíblico de ganarse el pan con el sudor de la frente. Había sido el primogénito de cinco hermanos, y todos los ojos estaban puestos en él, sin adivinar entonces lo que iba a depararle la vida. A lo largo de los años, otras personas tendrían en cuenta sus cualidades y virtudes al punto de encomendarle altas misiones eclesiásticas. En esa época abastecía su alma cada mañana en la iglesia de San Lorenzo con el más excelente manjar: la Eucaristía. Mientras tanto, los que proclamaron la libertad esclavizaron al pueblo. Les privaron de bienes gratuitos que movimientos eclesiales proporcionaban a los desamparados, suprimieron escuelas, centros benéficos e incluso el seminario.
En una de las posesiones familiares Ludovico realizaba obras de misericordia. Compartía los conocimientos que tenía con los chavales de su edad que no pudieron costearse estudios. Además, les enseñaba el catecismo. Su sensibilidad por estos jóvenes desamparados fue aumentando y, con ella, su amor al sacerdocio. En 1805 perdió a su padre, que falleció profundamente apenado por las desavenencias con uno de los hijos. Cuando Ludovico ofició su primera misa en 1807 percibió con aflicción la ausencia de este díscolo hermano, que estaba casado. La lectura de un libro hizo que Ludovico tomase el sendero que guiaría el resto de su existencia: Sobre las influencias morales escrito por Schedoni. Fue providencial. Con lucidez su autor ponía de relieve lo ya conocido: si a los chicos se les deja a su aire, no se les exige la escolarización, y se ponen a su alcance puertas abiertas a la indisciplina y a la inmoralidad, el camino hacia el delito está en marcha. Lo dice el refrán: «quien siembra vientos, cosecha tempestades». Así que Ludovico tomó la resolución de implicarse por completo en la tarea de restaurarlos.
En noviembre de 1809 murió su madre dejándole gran pesar. Sin tiempo que perder, impulsó un centro parroquial para los muchachos del entorno. A otros los rescató de las calles conquistándolos con una simple limosna y el gozo reflejado en su semblante. Les allanó el camino disponiendo un hogar donde acogerlos, un «Oratorio». Los pilares de su capacitación en prácticos oficios (carpintería e imprenta) comenzó en Brescia. Su iniciativa fue bendecida por el prelado Gabrio María Nava, que tenía gran debilidad por este colectivo marginal. Conocía la trayectoria del beato, que ya era popularmente denominado «el cura de los chicos pobres». En 1812 lo designó secretario suyo. Seis años más tarde le nombró canónigo confiándole la rectoría de la Basílica de San Bernabé. Además, le encargó la fundación del «Instituto privado de beneficencia». Era una «Escuela de Oficios» de carácter gratuito. En 1821 recibió el nombre de «Pío Instituto de San Bernabé». Sus destinatarios eran jóvenes sin hogar ni recursos que, desde el punto de vista profesional, saldrían de sus aulas bien preparados para entrar en el mundo laboral. Y, desde la perspectiva espiritual, listos para lidiar con un ambiente poco sano y, por tanto, cristiano.
Otra de las obras emprendidas por Ludovico fue la «Escuela Tipográfica», una novedad en Italia al tratarse de la primera escuela gráfica que se abría, convertida después en editorial. Fue ampliada en 1841 para otro grupo de sordomudos. Y como su entusiasmo y creatividad no tenían fronteras, en diez años logró que los jóvenes pudieran elegir entre un interesante abanico de profesiones: tipografía, encuadernación de libros, papelería, etc. Los oficios a los que podrían aspirar serían igualmente extensos: plateros, cerrajeros, carpinteros, torneros, zapateros... Era un gran logro por el cual en 1844 fue condecorado por el emperador de Austria, quien le concedió el título de Caballero de la Corona de Hierro. Su destino fue un cajón; hubiera preferido ayuda para sus chicos.
Para que subsistiera esta formidable labor caritativo-social precisaba personas generosas, entregadas, con empuje. Sobre todo, que tuviesen entre sus objetivos altos ideales espirituales. Ludovico pensaba en esa opción cuando eligió entre los muchachos a los que juzgaba cumplían esos requisitos, y fundó con ellos la Congregación de los Hijos de María Inmaculada, erigida canónicamente en 1847. Comenzaban a verse los frutos de su religioso tesón: «Debemos sembrar con confianza; no importa si los frutos no se ven». Ese mismo año emitió los votos perpetuos. Su incesante entrega prosiguió hasta el fin de sus días. Aunque sus chicos le sugerían que descansase alguna vez, su invariable respuesta era «descansaremos en el cielo». Ese momento le sorprendió en Saiano, lugar cercano a Brescia. A pesar de su delicado estado de salud había acudido allí para liberar a sus muchachos de los atropellos provocados por los austriacos insurrectos que integraban la revuelta «de los Diez Días». Llegó el 24 de marzo de 1849 y murió el 1 de abril diciendo: «Queridos míos... adiós». Era Domingo de Ramos. Poco antes pudo transmitirles esta consigna: «Tened fe, no os desaniméis. Dios, desde el cielo, rige y dispone el destino de los hombres. Haced siempre el bien a todos y amad a Jesús y a nuestra Madre, la Virgen Inmaculada». Juan Pablo II lo beatificó el 14 de abril de 2002.