No existe ningún integrante de la vida santa que haya puesto en duda, ni siquiera someramente, la grandeza de la Iglesia fundada por Cristo; esta flaqueza no anida en sus corazones. Habrán podido atravesar situaciones complejas, sufrir ciertos desaires infligidos por alguno de sus miembros, pero han tenido claro, sin tener que detenerse a reflexionarlo, que existe una clara disociación entre estos deslices de mayor o menor gravedad causados por personas concretas, y la Iglesia como tal, que es santa. Lucharon por ella unidos a los pontífices del momento y se avinieron a padecer las contrariedades que les salieron al paso sabiendo que sobre sus hombros debía descansar el preciado legado que Cristo había ofrecido al mundo. Incontables hombres y mujeres de todos los siglos han mostrado fehacientemente su fidelidad, y muchos la han llevado al extremo entregando de forma literal su vida, como hizo Miguel Kozal, un martirio al que en no pocas ocasiones, como le sucedió a él, les han conducido razones de índole política.
Nació el 25 de septiembre de 1893 en una localidad polaca cercana a Poznan. Su infancia se caracterizó por una inclinación natural a lo religioso. Sus padres inculcaron a su numerosa prole el amor a Dios. Como se había criado en una familia pobre, sabía lo que era la abnegación y el valor del esfuerzo. Fue uno de esos alumnos ejemplares que a veces pueblan las aulas, y se integró activamente en la organización católica clandestina «Asociación Tomás Zen». Inquieto por la injerencia del estado alemán en la educación, puso sus dotes al servicio de la defensa de ésta, y fue nombrado presidente de la organización. En 1914 ingresó en el seminario Leonium de Poznan, aunque la Primera Guerra Mundial le obligó a recluirse en Gniezno, donde concluyó los estudios eclesiásticos. Fue ordenado sacerdote en 1918. Ejerció un ejemplar ministerio pastoral como párroco en distintos lugares. Fue prefecto de una escuela femenina de humanidades, director espiritual del seminario mayor de Gniezno y su rector, pese a no contar con la titulación académica pertinente.
En junio de 1939 Pío XII le encomendó la sede de Wloclawek, a la que fue enviado como obispo auxiliar. Era un lugar altamente comprometido y peligroso, ya que el Führer desplegaba desde allí todo su poder militar con objeto de invadir Rusia. De hecho, el 1 de septiembre los nazis ocuparon Polonia. Y las gentes, aterradas por la situación, acudían al beato en busca de consuelo. Para los fieles las dificultades aún eran mayores, y Miguel no estaba dispuesto a encajar el trato injusto y discriminatorio que recaía sobre todos ellos. Habían cercenado de raíz las actividades pastorales, clausuradas las publicaciones católicas, se apoderaron de los bienes patrimoniales de la Iglesia y fueron encarcelando a los sacerdotes. En estas penosas condiciones, Miguel seguía asistiendo a todos y negándose a abandonar la ciudad, pese a que así lo reclamaban las autoridades.
Su enérgica oposición a la intervención nazi, que despojó a la Iglesia de todo derecho, y su insistente defensa de la fe y de la libertad, amén de su negativa a aceptar las directrices que le dieron, supuso su arresto domiciliario por parte de la Gestapo en noviembre de 1939. Con él detuvieron a otros compañeros sacerdotes. Ya entonces fue sometido a torturas y lo mantuvieron aislado. Pero su fe era imbatible y al proseguir la obligada reclusión domiciliaria en Lad, como tenía cerca a otros seminaristas y sacerdotes del Instituto Salesiano, volvió a reconstruir el seminario dentro de la clandestinidad. Precisamente allí haría entrega a Dios de su vida, pensando en la Iglesia y en su amada Polonia.
Los nazis fueron diezmando el clero en los campos de concentración, y Miguel contemplaba impotente y lleno de aflicción la tragedia que acontecía ante sus ojos. Ni siquiera los esfuerzos diplomáticos de la Santa Sede fueron capaces de trocar un ápice la sinrazón del ejército invasor. A primeros de abril de 1941 siguió los pasos de los sacerdotes que le habían precedido en el martirio. Fue deportado al campo de concentración de Inowroclaw. Las torturas le causaron graves lesiones en los miembros inferiores y en la oreja izquierda. Y a finales de ese mismo mes y año fue enviado al campo de concentración de Dachau. Le esperaban otros años de periódicos suplicios. Finalmente, cuando ya estaba aquejado de tifus, el 26 de enero de 1943 uno de los médicos le aplicó una dosis de veneno en el brazo, y este mártir de la fe entregó su alma a Dios. Un integrante del grupo de médicos, dijo: «Así será más fácil el camino a la eternidad». Su cuerpo fue incinerado en el horno crematorio de Dachau el 30 de enero de 1943. Es uno de los miles de mártires polacos que testificaron su fe dando su vida. Fue beatificado por Juan Pablo II el 14 de junio de 1987.