Jesús Resucitado © Cathopic

Monseñor Enrique Díaz Díaz: «Paz y perdón»

II Domingo de Pascua

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Hechos 5, 12-16: “Crecía el número de los creyentes en el Señor”

Salmo 117: “La misericordia del Señor es eterna. Aleluya»

Apocalipsis 1, 9-11, 12-13. 17-19: “Estuve muerto y ahora, como ves, estoy vivo para siempre”

San Juan 20, 19-31: “Ocho días después, se les apareció Jesús”

“Para aprender a andar en bicicleta, necesitas hacer como en la vida: con equilibrio, con armonía, sin detenerse, sin descuidar atrás, pero mirando siempre delante”, son las palabras alentadoras de Francisco que intenta enseñar a su pequeña hija que, con nervios y angustia, no logra dar sus primeros pedalazos y una y otra vez está a punto de caer. El miedo la atemoriza, deja de avanzar y al quedarse quieta pierde el equilibrio y abandona los manubrios. “No te puedes detener. Si el miedo te paraliza te caerás. Necesitas dejarte llevar por el movimiento. Después, cuando ya hayas aprendido a perder el miedo, podrás estar casi sin moverte en equilibrio. Como en la vida: el que tiene equilibrio y armonía puede estar en paz”

El saludo de Jesús a los discípulos es un regalo y un mandato. Si por algo se caracteriza nuestro mundo es por la pérdida de paz y de armonía. Vaga el hombre moderno cargando con sus seguridades que lejos de protegerlo, parecen hacerlo cada vez más débil e inseguro. Se cierran las puertas, se evaden las preguntas, se ocultan los datos personales, y sin embargo cada día nos sentimos más expuestos. Perdemos la paz. El saludo de Jesús a sus discípulos, que también tenían cerradas sus puertas, es: “La paz esté con ustedes”. El temor, que cerraba las puertas y el corazón, al escuchar estas palabras se disipa y contemplan al Resucitado. Para darles confianza y afirmarlos en su presencia, Jesús presenta las marcas del dolor en sus manos y en su costado. Las marcas de la cruz de Jesús son señales de su entrega, de su muerte, pero también son señales de su resurrección. No les habla a sus discípulos como un ángel que no hubiera padecido, tampoco nos habla a nosotros desde un mundo etéreo o angelical donde no pudiéramos tener miedo. Nos habla desde el dolor de nuestra propia realidad para invitarnos a tener la verdadera paz, esa que nadie nos puede arrebatar, esa que es armonía interior y que sólo Jesús nos puede dar. ¿No les bastan las palabras? Por eso muestra las cicatrices. Las heridas del dolor sufrido son las señales del que ahora está vivo, que invita a superar los miedos y las angustias y a reconstruir la comunidad. Son los mismos signos sobre los que ahora debemos reconstruir la comunidad: a partir de la realidad, del dolor de los hermanos, de las cicatrices y del perdón compartido. No podemos estar ajenos  a los sufrimientos y no podemos despreciar el dolor de quienes los han padecido, se tiene que mirar, sanar y compartir. También se tiene que compartir el perdón y la mesa para hacer creíble la Resurrección.

Hay un soplo que recrea. Jesús al soplar y darles el Espíritu, les confiere a los discípulos la misión de dar vida y llevar su paz. Es el mismo “soplo” divino que al inicio de la historia (Gn 2,7) infunde en el hombre de barro animación y vida. Con aquel aliento el hombre se convirtió en ser viviente, con este soplo del Resucitado el discípulo se recrea y recibe una nueva misión. Desde la resurrección de Cristo el hombre lucha por una nueva vida, una nueva dignidad, una nueva humanidad, libre de temores, de egoísmos y de muerte. Creer en la resurrección es comprometerse por una vida más humana, más digna y más feliz. Con su soplo, Jesús deja atrás las traiciones y el abandono de sus discípulos, nos les hace ningún reproche, ninguna alusión, simplemente los “renueva” y los acepta. La venganza y el rencor no figuran entre las señales del Resucitado. Para un mundo de revanchas, desquites y ajustes de cuentas, es una novedad la propuesta de Jesús: la cadena de la violencia sólo se supera con el verdadero perdón que renueva y recrea. El perdón liquida los conflictos y suscita esperanzas tanto en el que perdona como en el que es perdonado. Pero tenemos que abandonarnos al soplo del Espíritu, sólo caminando a su impulso podemos mantener el equilibrio. No podemos quedarnos estáticos contemplando las cicatrices porque caemos en el abismo de la duda, la desesperación y el rencor. Sólo la paz y el perdón nos darán la verdadera dimensión humana y divina de la persona.

Tomás, al estar ausente, nos da la oportunidad de reconocer las dificultades de una fe que se basa sólo en las palabras de los demás. Es cierto, podemos creer por lo que los otros dicen, pero nunca será una fe firme, se requiere el encuentro con el Resucitado. Nuestra fe quedará vacía y convencional, como una costumbre religiosa sin vida, como inercia y formalismo externo, si no experimenta un encuentro con Jesús. Las puertas cerradas y las actitudes defensivas no son las características de una fe viva. Tampoco lo son el conformismo y la indiferencia ante las cicatrices de Cristo manifestadas en el sufrimiento de los pequeños y de los abandonados. El encuentro con el Resucitado transforma a las personas, las reanima, las llena de alegría y paz verdadera. Nos libera del miedo y la cobardía, nos abre nuevos horizontes y nos impulsa a anunciar la Buena Nueva y  a buscar la transformación de nuestro mundo. Las señales de los clavos en las manos y la herida del costado, son los signos de la presencia de Jesús en medio de los suyos, son el camino de amor que Jesús ha recorrido para dar vida. Necesitamos no encoger la mano, sino tocar estas heridas de Jesús que despierten nuestra fe. La verdadera fe nos hará recorrer el mismo camino de Jesús: en el dolor del mundo se encuentra la Resurrección. Los pobres y olvidados son signos de vida que nos harán exclamar: “¡Señor mío y Dios mío!”.

¿Cómo es mi fe? ¿Es de miedos y rencores? ¿Me abro al impulso del Espíritu? ¿Me hace mirar el dolor de los demás y transformarlo en vida? ¿Me impulsa a vivir en comunidad y a transformar mi entorno en un ambiente de armonía y reconciliación? ¿Cómo es mi encuentro con Cristo Resucitado?

Padre de eterna misericordia, concédenos una fe que asuma el riesgo de seguir a Jesús, muerto y resucitado, una fe que no sea evasión sino compromiso, una fe que crezca y se fortalezca en la comunidad. Amén

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Enrique Díaz Díaz

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