(ZENIT Noticias / Nueva York, 21.05.2025).- El 19 de mayo, la Fundación Camino a la Paz reconoció décadas de dedicación diplomática del Cardenal Parolin al otorgarle su prestigioso premio anual, un gesto que, en palabras del propio Cardenal, reconoció no solo su mérito personal, sino también el perdurable testimonio moral de la Santa Sede.
Fundada en 1991 por el Arzobispo Renato Raffaele Martino durante su etapa como Observador Permanente del Vaticano ante las Naciones Unidas, la fundación fue concebida como un puente entre la fe y la diplomacia internacional. La ceremonia de entrega de premios de este año, celebrada en Nueva York, estuvo impregnada de un sentido de continuidad: llegó en un momento en que el papel de las voces espirituales en los foros globales parece más frágil y más necesario que nunca.
El Cardenal Parolin aceptó el honor no como un galardón aislado, sino como un reconocimiento colectivo a la labor que realiza diariamente la Secretaría de Estado del Vaticano, «en nombre del Romano Pontífice, al servicio de un mundo más justo y reconciliado». Aprovechó el momento no para destacarse a sí mismo, sino para repasar un legado profético que se extiende a lo largo de seis décadas de compromiso papal con las Naciones Unidas.
El año 2025 marca un triple hito: sesenta años desde el discurso pionero de Pablo VI ante la Asamblea General de la ONU en 1965, treinta desde la segunda visita de Juan Pablo II y diez desde que el Papa Francisco se presentó ante líderes mundiales para instar a una conversión ecológica y ética. Las palabras del Cardenal Parolin invitaron a la reflexión sobre cada uno de estos momentos papales, no como discursos aislados, sino como una narrativa espiritual inscrita en la conciencia de la diplomacia global.
La súplica de Pablo VI: «¡No más guerra, nunca más guerra!», pronunciada durante el capítulo más precario de la Guerra Fría, fue recordada como una piedra angular de la política exterior moral. Las conmovedoras reflexiones de Juan Pablo II, moldeadas por su historia personal de opresión y totalitarismo, fueron citadas como una confrontación con las capacidades más oscuras de la humanidad. Benedicto XVI, el Papa erudito, fue recordado por articular los fundamentos filosóficos de los derechos humanos universales, verdades «que no están sujetas a las arenas movedizas del consenso», como recordó Parolin. Y el desafío de Francisco a la «cultura del descarte» y su énfasis en la justicia ambiental fueron subrayados como particularmente proféticos en el clima actual de crisis ecológica y fragmentación social.
El mensaje del cardenal, sin embargo, miraba tanto hacia el futuro como hacia el pasado. Con la reciente elección del Papa León XIV, defensor del desarme y la dignidad, Parolin destacó la continuidad de la misión de paz de la Iglesia. Señaló cómo el llamado del nuevo Papa a «una paz sin armas» y su elección del nombre papal señalan una evocación deliberada de la doctrina social de la Iglesia en respuesta a las tecnologías deshumanizantes actuales y la creciente desigualdad global.
Sin embargo, el cardenal Parolin también fue franco sobre los límites de la diplomacia. Los tratados y las resoluciones, dijo, son solo el andamiaje. El verdadero edificio de la paz se construye “en la transformación oculta de los corazones humanos”, en cómo las naciones aprenden a defender la dignidad de los más débiles, a escuchar más que a dictar, a actuar con valentía moral en lugar de por conveniencia política.
La velada no fue meramente ceremonial. Fue una invitación a recordar que la Iglesia Católica, a través de su misión permanente ante la ONU y sus amplias gestiones diplomáticas, no tiene ejército ni influencia económica, sino una tradición de insistencia moral. Y en Parolin, muchos ven no solo a un estadista hábil, sino también a un custodio de esa tradición: un hombre que encarna la búsqueda incansable, a menudo silenciosa, del Vaticano por una paz arraigada en la justicia.
Al concluir, el cardenal Parolin instó amablemente a las Naciones Unidas a continuar su propia transformación, no solo en su estructura, sino también en su alma. “La renovación”, dijo, “debe ser tanto moral como institucional. Y los frutos de esa renovación no se verán en comunicados de prensa, sino en vidas salvadas, en la dignidad restaurada, en un mundo con menos miedo a la palabra paz”.
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