(ZENIT Noticias / León, Guanajuato, México, 22.05.2025).- San Bartolo de Berríos, México — Una noche que comenzó con festividades terminó en horror cuando hombres armados, presuntos miembros del crimen organizado, abrieron fuego en un pequeño pueblo mexicano, asesinando a siete jóvenes, algunos de ellos menores de edad, en un brutal ataque que ha conmocionado a la Iglesia local y reavivado la indignación nacional por la persistente ola de violencia en México.
El derramamiento de sangre se desató en la madrugada del 19 de mayo en la plaza principal de San Bartolo de Berríos, una comunidad rural enclavada en el estado de Guanajuato. Según informes, las víctimas se reunieron al final de una celebración parroquial por el Día de las Madres. En lugar de regresar a casa con recuerdos de alegría, las familias despertaron con un profundo dolor.
La Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) emitió un conmovedor comunicado lamentando a las víctimas y condenando la masacre como otro trágico ejemplo del deterioro de la seguridad en el país. “Nos unimos al dolor de las familias que hoy lloran la pérdida de sus seres queridos”, dijeron los obispos. “Abrazamos a la Arquidiócesis de León, cuya tierra está manchada una vez más con sangre inocente”.
Las autoridades locales informaron que la policía fue enviada al lugar aproximadamente a las 2:36 a. m. tras reportes de disparos. Al llegar, los agentes encontraron un vehículo acribillado a balazos y los cuerpos sin vida de siete hombres. Los agresores habían desaparecido, dejando tras de sí devastación e interrogantes aún sin respuesta.
Para el arzobispo Jaime Calderón Calderón de León, la masacre fue más que un acto de terror: fue una violación del espacio sagrado de la comunidad. “Individuos armados de un cártel llegaron y abrieron fuego sin piedad”, dijo. “Esto ocurrió al final de una celebración parroquial. Es una afrenta no solo a la vida humana, sino a la dignidad espiritual de nuestro pueblo”.
Los obispos no se anduvieron con rodeos al abordar lo que describieron como una emergencia nacional. “No podemos permanecer indiferentes ante la espiral de violencia que asola a tantas comunidades de nuestro país”, declararon. “Esta masacre, una entre tantas, señala la desintegración de nuestro tejido social y la persistencia de la impunidad”.
Su declaración fue a la vez un lamento y un llamado a la acción. Los obispos instaron a las autoridades de todos los niveles —municipales, estatales y federales— a cumplir con su deber constitucional de brindar seguridad y justicia, lamentando que “no podemos acostumbrarnos a la muerte violenta ni permitir que la impunidad se convierta en la norma”.
El mensaje también trascendió el ámbito gubernamental, llegando a la sociedad civil y a la propia Iglesia. Los ciudadanos mexicanos, dijeron los obispos, deben resistir la indiferencia y la desesperación, comprometiéndose en cambio con una cultura de paz desde la base, arraigada en la vida cotidiana: familias, barrios, escuelas y comunidades de fe.
“La violencia no se vencerá solo con la fuerza”, decía la declaración. “Requiere una transformación cultural que recupere la sacralidad de cada vida humana”.
Dentro de la Iglesia, las parroquias fueron llamadas a convertirse en oasis de paz y esperanza, baluartes contra la marea de la muerte. «Sean testigos de esperanza, agentes de reconciliación y artífices de paz», animaron los obispos, enfatizando que las comunidades de fe deben proclamar con convicción: el mal no tiene la última palabra.
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