Deuteronomio 26 4-10: “Profesión de fe del pueblo escogido”
Salmo 90: “Tú eres mi Dios y en ti confío”
Romanos 10, 8-13: “Profesión de fe del que cree en Jesucristo”
San Lucas 4, 1-13: “El Espíritu llevó a Jesús al desierto; y ahí lo tentó el demonio”
Cada día aparecen nuevos fraudes, nuevas desviaciones… Y la desconfianza es mayor en nuestro pueblo. La corrupción que tanto se combate, aparece disimulada o descarada en todos los ámbitos de la vida. “El dinero corrompe el corazón, el poder enreda la cabeza y el placer doblega la voluntad”, es don Joaquín que desde su pequeño negocio, sobreviviendo a los impuestos, sorteando dificultades, sosteniéndose en medio de la violencia, trata de ser fiel a sus principios: “Primero Dios, pobre pero honrado. Todo este cochinero es porque nos hemos olvidado de Dios. No está en el corazón de muchas personas. Si no, ¿por qué tanta delincuencia?”
Las “tentaciones” de Jesús, que simbólicamente narra San Lucas y que para nosotros parecerían sin sentido, encierran en sí mismas los aspectos fundamentales de la idolatría: los rivales de Dios, prohibidos por el primer mandamiento; y la manipulación del Señor, condenada por el segundo.
Quizás parezca fuera de tiempo y de tono hablar de idolatría, como si sacáramos de un museo viejas piezas que sólo tendrían valor en el pasado. Pero si pensamos más en profundidad veremos que quien niega a Dios, se talla una imagen de un nuevo ídolo y así el hombre se inclina siempre, si no ante Dios, sí ante los muchos ídolos que se ha creado y ante los cuales se esclaviza: el dinero, el poder, el estado, el placer, el capital, la propia persona, etc.
La idolatría se convierte en un pecado muy actual pues el hombre, olvidándose de Dios, con diversas manipulaciones, se pone a sí mismo como el único centro y rechaza a Dios o lo convierte en amuleto al servicio del hombre. Siempre existirá el doble peligro de que surjan nuevos rivales de Dios o que intentemos rebajarlo a la categoría de ídolo.
“Todo será tuyo”. Si revisamos los mensajes de los profetas descubriremos que la actitud fundamental que diviniza los bienes de este mundo es la codicia, manifestada en las más variadas formas y expresada en diferentes posturas. Hay la codicia que no respeta la dignidad ni la vida del prójimo y se presenta como una injusticia directa.
El hombre de todos los tiempos se rinde ante la fascinación de las riquezas y justifica sus acciones en aras de tener más. Oprimir, robar, defraudar, condenar, apilar casas sobre casas, campos sobre campos, esclavizar a los pobres, a los niños, a las mujeres; aumentar artificialmente los precios de los productos, usar balanzas entrampadas, y una larga serie de artimañas, todas se justifican por la ambición de tener más y añaden injusticia sobre injusticia. Y lo más triste es que el corazón que se entrega a esta idolatría no se da cuenta, todo le parece justificable.
La codicia se mete en el corazón del hombre sin que él lo note y lo deja vacío, seco, sin sentimientos. Sólo entonces se entiende que se pueda ser capaz de preferir el dinero a la vida de los inocentes, que se esconda la comida aunque mueran los hambrientos con tal de tener unos dólares más, que se paguen salarios de miseria y se exprima al trabajador para obtener mejores ganancias. Indudablemente que hay pecados de las naciones y de las grandes empresas, pero nadie queda exento de esta tentación y todos tenemos que revisar nuestra actitud frente al dinero y la ambición. ¿Cómo está mi corazón frente al dinero? ¿He despreciado la dignidad de alguna persona o mi propia dignidad por dinero? Sólo en Dios el hombre encuentra su verdadero valor y reconocimiento.
“Que se convierta en pan”. Quizás más disimulada, hay otra clase de codicia que parecería no tratarse de una injusticia directa sino indirecta: el egoísmo. Que yo sacie mi hambre, que tenga derecho a los bienes que considero justamente obtenidos, que yo disfrute, que pueda darme a la gran vida sin preocuparme del desastre de mis conciudadanos pobres, parece legítimo y hasta deseable. Pero todas las personas que así viven, aunque no roben ni maten, también están dando culto a la riqueza. Lo hacen con su lujo y despilfarro, consideran sus comodidades lo único importante y ponen plena confianza en el ídolo que las proporciona. A todos nos puede seducir esta codicia que se mete por entre las rendijas del deseo de bienestar y la justificación de una propiedad privada que acaba renegando del hermano y esclavizándolo para ofrendarlo al dios de la riqueza.
Es la ofrenda del mundo moderno al confort, al progreso y a la moda. Esta tentación acaba penetrando hasta el corazón de los más pobres y se manifiesta en el agobio y angustia por la carencia de bienes. Es el deseo de tener más, de asegurar la comida, la bebida y el vestido, de tener certeza para el día de mañana, y hacerse esclavo de las riquezas. Es mirar el dinero como la única solución. Es la justificación del placer y del tener diciendo que no perjudicamos a nadie. Es ponernos como única razón, pero entonces ¿dónde queda Dios?
“Que tus pies no tropiecen”. La manipulación de Dios es también una idolatría muy actual, aunque quizás menos consciente. Ponemos a Dios de nuestro lado y buscamos justificar nuestras barbaridades, desde una guerra para poner paz, hasta la discriminación de quien no cree como nosotros. Nos sentimos “buenos” y nos creemos protegidos por Dios, lo manipulamos con nuestro culto y nuestras oraciones, pero no buscamos su voluntad y ni entendemos que el hombre sólo se encuentra a sí mismo cuando se entrega plenamente en manos de Dios. Es la religión de la prosperidad y del que busca ser feliz sin tener en cuenta a Dios ni a su hermano.
Hoy, en el primer domingo de cuaresma, Cristo con su respuesta a estas tentaciones nos hace la invitación a reconocernos criaturas de Dios, amados por Él, sostenidos por su fuerza creadora. La conversión es cambiar el centro de nuestra vida, dejar el egoísmo y la codicia de lado y poner como único centro a Dios. Convertirse es descubrir que la felicidad no está en el placer ni en el poseer, sino en el reconocimiento de que somos de Dios y que el amor compartido con los hermanos es nuestro destino y felicidad. Cristo, en sus tentaciones, nos enseña cómo vivir en total entrega a la voluntad de Dios.
Concédenos, Dios todopoderoso, que nuestra cuaresma sea un verdadero desierto donde nos encontremos a nosotros mismos, donde descubramos la inmensidad de tu amor y donde comprendamos que la verdadera conversión pasa por el encuentro con el hermano más pobre y desamparado. Amén.
Jesús orando en el huerto de los olivos
'Tentación', por monseñor Enrique Díaz Díaz
I Domingo de Cuaresma