II Crónicas 36, 14-16. 19-23: “La ira del Señor desterró a su pueblo; su misericordia lo liberó”
Salmo 136: “Tu recuerdo, Señor, es mi alegría”
Efesios 2, 4-10: “Muertos por los pecados, ustedes han sido salvados por la gracia”.
San Juan 3, 14-21: “Dios envió a su Hijo al mundo para que el mundo se salve por Él”
Era una imagen muy antigua pero los constantes retoques, la polilla y los descuidos, la habían transformado en una escultura agresiva, hiriente y ensangrentada hasta la exageración. El escultor con paciencia y sabiduría, con amor y delicadeza fue descubriendo primero la imagen original. Quitó capas de pintura embadurnada, lijó por aquí y por allá, y después, restaurando, retocando y afinando las líneas y los detalles, logró rescatar la bella imagen sobria, doliente pero amorosa, que despierta sentimientos, inspira amor y una profunda comprensión de Jesús en su entrega plena. ¡Cuántas añadiduras le hemos puesto a la imagen de Jesús! ¿Cómo descubrir su verdadera imagen?
Iniciamos este domingo con una lectura fuerte sobre la cólera de Dios y algunos se quedan allí, sin profundizar el verdadero sentido de Dios que ofrece la Escritura. Esto nos pasa con mucha frecuencia: nos forjamos imágenes deterioradas o parciales de Dios y con ellas vivimos. Cuando alguien dice no creer en Dios, le pregunto por qué y la respuesta invariablemente va dirigida a imágenes distorsionadas de Dios: castigador, injusto, lejano e inhumano. O bien, encuentra sus razones en la forma de vivir de algunos de los que nos decimos creyentes. Sin embargo es fácil descubrir en su corazón un deseo de verdad, de justicia y de preocupación por el bien común que lo llevan a rechazar lo que considera un atropello a la persona. El evangelio de este día, nos ilustra sobre la verdadera imagen de Dios, discutida entre un intelectual, un conocedor de la ley, como es Nicodemo, y Jesús que vive plenamente la experiencia de Dios, su Padre. Nicodemo acostumbraba visitar a Jesús “de noche”, que algunos juzgan por miedo o respeto humano a sus compañeros jefes de los judíos. Pero que también podría entenderse de alguien que viene “desde la noche” hacia la luz. Uno que a tientas, busca salir de las tinieblas o al menos está decidido a tener un poco de luz porque la que posee no le parece suficiente. Quizás pretendía discutir de teología y de leyes, pero Jesús prefiere hablar de vida y experiencia, y lo lleva al centro de su mensaje: “En verdad, en verdad te digo, si uno no nace de lo alto…” Un nacimiento nuevo, una nueva forma de vivir, una nueva forma de creer.
Jesús habla no del Dios del temor, sino de la experiencia amorosa: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único…”. El centro de toda nuestra fe y la gran noticia de toda la historia es que Dios ama al mundo. O como dice San Pablo: “Dios nos dio la vida en Cristo y por pura generosidad suya hemos sido salvados”. Con frecuencia olvidamos que el amor de Dios es universal y que alcanza a la humanidad entera, a nosotros y al mundo en que vivimos. Y con mayor frecuencia olvidamos también que el objeto de este amor es que el mundo tenga vida y que también cada uno de nosotros tengamos vida en plenitud. Creer no es asumir una serie de verdades, de dogmas o argumentos. Creer es experimentar el amor. No es el temor sino el amor. Si logramos experimentar este amor incondicional de Dios, nuestra vida se transforma en alegría y dinamismo. Es triste constatar que muchos de los creyentes de hoy, llevamos la fe como a rastras, pesadamente, y no somos capaces de descubrir y experimentar nuestra fe como fuente de vida auténtica. Nos conformamos con ir viviendo a medias. Ni el miedo, ni la condena, ni la muerte, ni el querer ganar con esfuerzo algo que no podemos, pertenece al querer de Dios. La voluntad de Dios es que tengamos vida en abundancia y vida verdadera.
Entonces, ¿por qué la cruz? ¿Qué sentido puede tener mirar a un crucificado en nuestra sociedad asediada por el placer, el confort y el máximo bienestar? La cruz habla de un amor golpeado pero victorioso; humillado pero rodeado de gloria; traicionado y siempre fiel. No olvidemos que el crucificado es un justo que lo ha hecho todo por amor. Cuando los cristianos adoramos la cruz no ensalzamos el sufrimiento, la inmolación ni la muerte; sino el amor, la cercanía y la entrega de un Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el fondo. El “ser levantado en alto” no es la expresión de un poder dominador, sino la consecuencia de una entrega plena al amor. El creyente encuentra su salvación “mirando” en dirección de la cruz de Cristo. Pero ser fiel al Crucificado no es buscar con masoquismo el sufrimiento, sino saber acercarse a los que sufren, solidarizándose con ellos hasta las últimas consecuencias. Descubrir la grandeza de la cruz no es encontrar un fetiche y unirnos en su dolor, sino saber percibir la fuerza liberadora que se encierra en el amor cuando es vivido en toda su profundidad. Por eso los Obispos en Aparecida nos recuerdan que Cristo ha venido para que todos los pueblos en Él tengan vida y vida plena.
La vida plena no es vida fácil y sin problemas: es vida con Jesús y sus opciones. No habrá vida plena mientras se consuman los niños de hambre con sus vientres abultados, aunque recemos mucho y tengamos muchas cruces en el pecho. No habrá vida plena mientras los campos y las selvas sean saqueados impunemente llenando las manos y las arcas de unos cuantos. No habrá vida plena mientras los bienes alcancen solamente para pocos, dejando a los muchos más, con las migajas y las sobras. De la cruz vivida con amor brota un compromiso serio: que nuestros pueblos tengan vida. Nos lanza a la lucha por una justicia verdadera y a abrir el corazón para compartir lo poco o mucho que tengamos a fin de que los demás puedan disfrutar un poco de vida. Sin la cruz del amor y del compartir, la plenitud de vida para todos sería sólo un sueño. Quizás hoy es urgente recordar, en medio de los pueblos maltratados, atemorizados y ensangrentados, que a una vida “crucificada”, vivida con el mismo espíritu de amor, fraternidad y solidaridad con que vivió Jesús, sólo le espera RESURRECCIÓN.
¿Cómo experimento en mi vida ese amor inmenso y siempre fiel de Dios? ¿A qué compromiso me lleva el contemplar la cruz de Jesús? ¿Qué estoy haciendo para que los que están cerca de mí y todos los pueblos tengan vida plena?
Dios nuestro, que en la cruz de tu Hijo Jesús has dejado el signo más hermoso del amor, enséñanos a vivir con tal entrega nuestra fe, que nos lleve a construir un mundo nuevo donde haya la vida plena que Tú quieres para todos los humanos. Amén