Monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo emérito de San Cristóbal de Las Casas, y responsable de la Doctrina de la Fe en la Conferencia del Episcopado Mexicano, ofrece su reflexión semanal, titulada “No apoltronarse”.
En ella habla sobre la necesidad de no acostrumbrarse a las comodidades, especialmente en la misión “¡No hay por qué pretender grandezas!”, describe, en la difusión de la Buena Nueva.
VER
El provincial de una congregación religiosa con presencia en Chiapas me compartió, con dolor y preocupación, que varios de sus frailes se resistían para ir a esos lugares distantes, pobres y marginados, porque ya se habían acostumbrado a la comodidad de la ciudad. Otros dos provinciales no tuvieron sacerdotes disponibles para ir a parroquias que atendían allá, y su misión se cerró. Cuando a veces he expresado en algunos presbiterios la necesidad de apoyar, con personal misionero, a diócesis pobres del país, he encontrado oídos sordos y corazones indiferentes, a pesar de que sus obispos les brindan el permiso y los apoyos necesarios. Hay disponibilidad para desgastarse en la pastoral en comunidades pobres y lejanas de su propio territorio, pero resistencia y temor a ir a lugares lejanos y desconocidos.
No por presumir, pero, siendo joven sacerdote, disfruté mi ministerio en comunidades campesinas e indígenas. Como vicario en Coatepec Harinas, atendiendo las regiones campesinas de Porfirio Díaz y Llano Grande, que con el tiempo fueron nuevas parroquias. Después Zacualpan, con una pobreza inolvidable, pues su población dependía del trabajo en una mina de plata, que estaba cerrada en esos años. Había que andar por barrancas y veredas, a caballo, en mula o a pie. Y luego, como párroco en San Andrés Cuexcontitlán, una comunidad indígena otomí muy marginada, donde a la pobreza se añadía mi desconocimiento de su cultura autóctona. Disfruté mucho esos años y los recuerdo con gratitud a Dios por esas oportunidades.
Sirviendo luego durante veinte años en la formación de futuros sacerdotes, era común que fuéramos con seminaristas a comunidades pobres, campesinas e indígenas, o a colonias urbanas marginadas, en apoyo evangelizador a las parroquias. Insistía a mi obispo que me diera permiso de ir como misionero, alguna temporada, a países centro o sudamericanos, pero nunca me lo concedió. Solo me autorizó ir, durante un mes, a Riobamba, Ecuador, a conocer la experiencia pastoral de Mons. Proaño, tanto con los indígenas como en la formación sacerdotal. Me envió a una comunidad pobrísima de los Andes, a unos cuatro mil metros de altura, con un frío pavoroso y una realidad totalmente distinta a la mía. ¡Cuánto me sirvió!
Y cuando fui enviado como obispo a Chiapas, la pobreza de esa región no fue el mayor problema. Nunca olvido que procedo de una familia sencilla y campesina. En mi pueblo, durante mi infancia, no había luz eléctrica, agua en las casas, escuela primaria completa, sino lodo y barro, una carretera de terracería que, en tiempo de lluvia, era imposible transitar, y muchas otras limitaciones. ¡No hay por qué pretender grandezas!
PENSAR
Jesús nos dijo: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos: bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos” (Mt 28,19-20). “Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Noticia a toda criatura” (Mc 16,15).
El Papa Francisco, en una reciente alocución dominical antes del Ángelus, dijo: “La Iglesia está llamada a ir a las encrucijadas de hoy, es decir, a las periferias geográficas y existenciales de la humanidad, esos lugares marginales, esas situaciones en las que se encuentran acampados y viven fragmentos de humanidad sin esperanza. Se trata de no apoltronarse en las formas cómodas y habituales de evangelización y testimonio de la caridad, y de abrir las puertas de nuestro corazón y de nuestras comunidades a todos, porque el Evangelio no está reservado a unos pocos elegidos. También los que viven al margen, incluso los rechazados y despreciados por la sociedad, son considerados por Dios dignos de su amor. Él prepara su banquete para todos: justos y pecadores, buenos y malos, inteligentes e incultos” (11-X-2020).
Así ratifica lo que tanto nos ha insistido en otros momentos, en particular en su Exhortación Evangelii gaudium, donde asume lo dicho por el Papa Juan Pablo II y por el episcopado latinoamericano en Aparecida: “La actividad misionera es la tarea primordial de la Iglesia…; representa aún hoy día el mayor desafío, el paradigma de toda obra de la Iglesia… No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos. Hace falta pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera” (15). “Todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (20).
ACTUAR
Que el Espíritu Santo nos ayude a seguir el ejemplo y el mandato de Jesús, para que, renunciando a la comodidad, la pereza, la indolencia, la apatía, la indiferencia, el miedo y el egoísmo, su Buena Nueva llegue por todas partes. Que asumamos, desde la vocación y situación personal, el reto de hacer, con nueva creatividad, algo más para que nuestro mundo sea un poco mejor.