(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 25.03.2022).- En el contexto del curso anual que organiza la Penitenciaria Apostólica para los jóvenes seminaristas que se preparan para la ordenación sacerdotal (y algunos clérigos), el Papa tuvo un encuentro con el grupo de participantes de la edición 2022 de este curso (la mayoría procedentes de los diferentes colegios presentes en Roma) en el Aula Pablo VI del Vaticano. El Papa habló de unos 800. Acompañaba a los participantes el cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, así como el regente, los prelados, funcionarios y personal de la Penitenciaria.
El Papa inicio indicando la buena salud que mostraba este curso, sobre todo si se considera que sobre la confesión hoy “una mentalidad muy extendida tiene dificultades para comprender la dimensión sobrenatural, o incluso quiere negarla. Siempre, siempre la tentación de reducirlo. La confesión es un diálogo. Y el diálogo no puede reducirse a tres o cuatro consejos psicológicos para seguir adelante, eso es quitarle lo esencial al Sacramento”.
El Papa recomendó a todos los confesores, aprovechando el periodo de cuaresma, “releer y meditar la Nota sobre el Foro Interno y la inviolabilidad del sello sacramental, publicada por la Penitenciaría Apostólica en 2019. Toca aspectos de gran actualidad y, sobre todo, nos ayuda a redescubrir lo precioso y necesario que es, también en nuestros días, el ministerio de la Reconciliación, que hace visible y realiza la misericordia de Dios”.
Recordando una expresión usada en una entrevista reciente (en la que el Papa afirmó que «el perdón es un derecho humano»), el Papa mencionó:
“Todos tenemos derecho a ser perdonados. Todos nosotros. De hecho, es lo que más anhela el corazón de toda persona, porque, al fin y al cabo, ser perdonado es ser amado por lo que somos, a pesar de nuestras limitaciones y nuestros pecados. Y el perdón es un «derecho» en el sentido de que Dios, en el Misterio Pascual de Cristo, lo ha otorgado de manera total e irreversible a toda persona dispuesta a aceptarlo, con un corazón humilde y arrepentido. Al dispensar generosamente el perdón de Dios, los confesores cooperamos a la curación de las personas y del mundo; cooperamos a hacer realidad ese amor y esa paz que todo corazón humano anhela tan intensamente; con el perdón contribuimos, si se me permite decirlo, a una «ecología» espiritual del mundo”.
A continuación el Papa se centró en tres dimensiones esenciales del ministerio del confesor o tres rostros del amor. Ofrecemos la traducción íntegra al español de esta parte del discurso.
1) La acogida
La acogida debe ser la primera característica del confesor. Es lo que ayuda al penitente a acercarse al Sacramento con el espíritu adecuado, a no permanecer replegado en sí mismo y en su propio pecado, sino a abrirse a la paternidad de Dios, al don de la Gracia. La acogida es la medida de la caridad pastoral, que habéis madurado en el camino de la formación al sacerdocio, y es rica en frutos tanto para el penitente como para el propio confesor, que vive su paternidad, como el padre del hijo pródigo, lleno de alegría por el regreso de su hijo. ¿Tenemos esta acogida y esta alegría? La serenidad de un confesor que sabe acoger, ya sea de día o de noche: «Siéntate», y deja hablar. Crear un clima de paz, incluso de alegría.
2) La escucha
El segundo elemento es la escucha. Escuchar -como sabemos- es más que oír. Requiere una disposición interior hecha de atención, voluntad, paciencia. Hay que dejar los propios pensamientos, los propios esquemas, para abrir realmente la mente y el corazón a la escucha. Si, mientras la otra persona habla, ya estás pensando en qué decir, qué responder, entonces no le estás escuchando a él o ella, sino a ti mismo. Este es un mal vicio: el confesor que se escucha a sí mismo: «¿Qué voy a decir?». Él sale purificado, pero ¿y tú? Sales pecador, porque no realizas tu servicio de escucha para perdonar. En algunas confesiones no hay que decir nada o casi nada -quiero decir como consejo o exhortación- sólo hay que escuchar y perdonar. Escuchar es una forma de amor que hace que la otra persona se sienta verdaderamente querida.
Y otra cosa que me gustaría decir sobre la escucha: por favor, eliminen toda la curiosidad. A veces hay penitentes que se avergüenzan de lo que dicen, no saben cómo decirlo, pero asienten. El Penitenciario Mayor nos enseñó una cosa buena: cuando entendemos la cosa, decir: «Entiendo, sigue, una cosa más…». Ahórrate el dolor de decir las cosas que no saben decir, y no caigas en la curiosidad de preguntar: «¿Y cómo fue? ¿Y cuántas veces?». ¡Por favor! No eres un torturador, eres un padre amoroso. La curiosidad es del diablo. «No, tengo que saberlo para valorar si perdono…». ¡Si Jesús te tratara así!
Y ¡cuántas veces la confesión del penitente se convierte también en un examen de conciencia para el confesor! A mí me pasó. Seguro que a ti también te ha pasado. Ante ciertas almas fieles, nos preguntamos: ¿tengo esta conciencia de Jesucristo vivo? ¿Tengo esta caridad hacia los demás? ¿Esta capacidad de cuestionarme a mí mismo? Escuchar implica una especie de vaciado: vaciarme de mi ego para acoger al otro. Es un acto de fe en el poder de Dios y en la tarea que el Señor nos ha encomendado. Sólo por la fe los hermanos abren su corazón al confesor; por tanto, tienen derecho a ser escuchados con fe, y con esa caridad que el Padre reserva a sus hijos. ¡Y esto genera alegría!
3) Acompañamiento
La tercera palabra clave es el acompañamiento. El confesor no decide en lugar del fiel, no es el dueño de la conciencia del otro. El confesor se limita a acompañar, con toda la prudencia, el discernimiento y la caridad de que es capaz, el reconocimiento de la verdad y de la voluntad de Dios en la experiencia concreta del penitente. A veces dice una o dos palabras, pero con razón, y no da una homilía dominical. El penitente quiere salir lo antes posible, lo entendemos. Di las palabras adecuadas para acompañarlo, siempre. Siempre es necesario distinguir la conversación propiamente confesional, que está ligada al sello, del diálogo de acompañamiento espiritual, que también está reservado, aunque de forma diferente.
Y sobre esto me gustaría aclarar algo. Tengo entendido que en algunos grupos, en algunas asociaciones, está entrando en escena una relativización del sigilo sacramental. Por ejemplo, dicen: el sigilo es el pecado, pero entonces todo lo que viene después del pecado o antes del pecado, se puede decir. ¡No! Y hay algunos grupos que apoyan esto; y luego el confesor le dice a los superiores las otras cosas. No. El sigilo es desde el momento en que se empieza hasta el momento en que se termina. ¿Pero si en el medio has hablado de esa cosa…? Nada, todo está sellado. Para estar seguro de esto,quiero que los confesores sean todos especialistas en escuchar. ¿Y si saliera algo que incluso el penitente quisiera saber? Tienes que pedir permiso sobre lo que has dicho en la confesión: «Cuéntame otra vez o dime si puedo hablar de ello». Sé claro. Algunos teólogos pueden decir: «Pero no es así, es más amplio». Es doctrina común -¡al menos en este Pontificado! – que el sigilo va desde el momento inicial hasta el final. Y esta es la doctrina a seguir, sin entrar en esos matices «de aquí para allá», que luego sirven para gobernar mal.
El confesor tiene siempre como objetivo la llamada universal a la santidad (cf. Lumen gentium, 39-42), y acompaña discretamente hacia ella. Acompañar significa cuidar de la otra persona, caminar junto a ella. No basta con indicar un destino si no se está dispuesto a recorrer juntos incluso una corta distancia. Por muy breve que sea la conversación confesional, a partir de unos pocos detalles ya queda claro cuáles son las necesidades del hermano o de la hermana: estamos llamados a responder a ellas, acompañándoles sobre todo a la comprensión y aceptación de la voluntad de Dios, que es siempre el camino hacia el mayor bien, el camino hacia la alegría y la paz.
Los sacerdotes también se deben confesar, dice el Papa
Queridos hermanos, doy gracias al Señor con vosotros por el ministerio que ejercéis, o que pronto se os confiará -pues aquí hay diáconos-, un ministerio al servicio de la santificación del Pueblo fiel de Dios. Y tú también, por favor, ve a confesarte. Vas a pedir perdón por tus pecados, ¿no es así? Esto es muy saludable. Es bueno que los confesores lo hagamos. Te recomiendo que habites con gusto el confesionario, que acojas, escuches, acompañes, sabiendo que todos, pero realmente todos, necesitan el perdón, es decir, sentirse amados como hijos por Dios Padre. Las palabras que decimos: «Te absuelvo de tus pecados», significan también «tú, hermano, hermana, eres valioso, eres precioso para Dios; es bueno que estés ahí». Y esta es una medicina muy poderosa para el alma, y también para la psique de todos.
La misericordia del confesor debe ser como la de Dios: sin límites
Y me gustaría volver a un detalle que mencioné antes. Dos testimonios. Mencioné este detalle con respecto a la dificultad de decir los pecados, de modo que el penitente dice una pequeña parte, pero entendemos que la cosa es mayor. Por eso es necesario detenerse, no torturar al penitente: «Entiendo, sigue». «Pero debo, soy juez, debo juzgar». ¿Lo has entendido? Perdona lo que has entendido. Punto y aparte. A veces es cierto que es un juicio, pero de misericordia. Hay una hermosa ópera pop que hicieron hace tres o cuatro años, uno de esos grupos de músicos de la juventud de hoy, con esta música que no entiendo, pero dicen que es hermosa. Es una ópera sobre la Parábola del Hijo Pródigo. Después de toda la historia, en la parte final, el pobre hijo, ya manchado por tantos pecados, por tantas cosas, incluso derrotado por todas esas cosas, siente la necesidad de volver al Padre y le dice a un amigo: «Pero no sé si mi padre me recibirá…». Y cantan esto: «¿Me recibirá? ¿Me recibirá?». El amigo le da un consejo: «Manda una carta a tu padre y dile: ‘Padre, quiero arrepentirme y decírtelo a la cara, pero tengo miedo de venir a ti, si serás capaz de recibirme o no… Quiero venir sólo para pedirte perdón, no merezco que me llames hijo, sólo por esto». Y siguiendo el consejo de su amigo, escribió lo siguiente: «Si estás dispuesto a hacerlo, pon un pañuelo blanco en la ventana, para que cuando me acerque a casa, vea el pañuelo y venga. Si no veo el pañuelo, volveré». Continúa el trabajo y el último acto es cuando el hijo entra en la calle que lleva a la casa. Mira la casa: está toda llena de pañuelos blancos, ¡toda llena! En otras palabras, la misericordia de Dios no tiene límites. La misericordia de un confesor es la misma. ¡Piensa en los pañuelos blancos! Esto es precioso, me ha gustado.
Dios testimonios: el día que el Papa se robó un crucifijo y hasta el papa necesita ser confesado
A continuación, dos testimonios de dos confesores que he conocido. ¡Uno, uno bueno, un pequeño Sacramentino, un buen tipo, murió a los 92 años! Era el confesor de todo el clero de Buenos Aires. Todo el mundo acudía a él, muchos laicos… Él era así. Un gran confesor. Incluso como provincial – era provincial de su Orden – siempre encontraba un lugar en la basílica donde vivía para escuchar confesiones. Cuando era provincial, iba a confesarme con él -para no confesarme con un jesuita, para que no se enteraran de las cosas- y siempre me decía: «Está bien, está bien… ¡Vamos, adelante! Y te perdonaría. Un domingo de Pascua -ya era Vicario General- bajé a la secretaría para ver si había algún fax -en aquella época aún no existía el correo electrónico-, vi un fax a las 23.30 horas, justo antes de empezar la Vigilia Pascual: «A las 20.30 horas ha fallecido el Padre Aristi a los 93 años de edad». Solía ir a comer con los curas de la casa de reposo, en Semana Santa y Navidad, y pensaba: después de comer me voy para allá. Y así lo hice. Entré en la basílica, no había nadie, el ataúd estaba abierto. Dos ancianas rezaban el Rosario. Me acerqué al ataúd. No hay flores. «Pero tú, que has perdonado los pecados de todos… ¿Así?». Salí, fui a la carretera, hay algunas floristerías allí, compré las flores, volví. Y cuando estaba arreglando las flores, vi el Rosario y tuve una gran tentación y caí: le robé el Crucifijo del Rosario. Se fue sin el Crucifijo. En ese momento dije: «Dame la mitad de tu misericordia», pensando en Elías y Eliseo y en toda esa historia. Le pedí esa gracia. Y llevo esa cruz aquí dentro, siempre conmigo, y le pido al Señor que me dé misericordia. Me gustaría compartir esto.
El otro es un capuchino, de 96 años ya, un gran confesor. Sigue haciéndolo. Se encuentra en el Santuario de Nuestra Señora de Pompeya en Buenos Aires. Siempre hay una cola delante del confesionario: laicos, sacerdotes, obispos, monjas, jóvenes, ancianos, pobres, ricos, todos. Un verdadero río de gente. Y este hombre vino a verme aquí, al principio, porque tenía una reunión. Este hombre, cuando yo era arzobispo, tenía entonces 86-87 años, vino a verme y me dijo:
– «Quítame esta tortura que tengo»
– «¿Por qué?»
– «Sabes que siempre perdono, perdono todo, perdono demasiado»
– «Por eso la gente te busca»
– «Sí, pero a veces siento el escrúpulo»
– «Y dime, ¿qué haces cuando sientes el escrúpulo de haber perdonado demasiado?»
– «Voy a la capilla y le pido perdón al Señor y le digo: ‘Señor, perdóname, hoy he perdonado demasiado’. Pero inmediatamente siento algo en mi interior: ‘Pero ten cuidado Señor, porque fuiste tú quien me dio el mal ejemplo'».
Son testimonios de grandes confesores. Hace unos meses encontré al Superior General de los Capuchinos, y me dijo: «Dígame, Santo Padre, si me necesita, le traeré a su amigo confesor». Como sabes, hasta el Papa necesita ser perdonado por las cosas malas que no puede decir a los demás. Una cosa hermosa, un hermoso testimonio. Tenéis ante vosotros el testimonio de los grandes confesores, de los que saben perdonar bien con sentido de la Iglesia, con justicia, pero con gran amor. Con mucho amor.
Jubileo 2025: un encargo a la Penitenciaria Apostólica
Se acerca el Jubileo de 2025. Aprovecho la ocasión para invitar desde ahora a la Penitenciaría, a cuyo cuidado se confía, por así decirlo, el «núcleo más profundo» de todo Jubileo, a disponer, de acuerdo con los demás organismos interesados, todo lo necesario para que el próximo Año Santo sea lo más fructífero posible. Y os animo a que utilicéis toda la creatividad que el Espíritu os sugiera, para que la misericordia de Dios llegue a todas partes y a todos: ¡el perdón y la indulgencia!
María y el perdón: rezar a ella para tener un corazón paternal y maternal
Y gracias por su servicio a la Misericordia divina, bajo la suave protección de María, Refugio de los Pecadores. Ella es Madre, y siempre busca salvar a sus hijos. Cuando tengan alguna duda, piensen en la Madre, como dice la leyenda en el país de la llamada «Madonna dei Mandarini», que es también la patrona de los ladrones. En el sur de Italia existe la leyenda de que la Virgen lo perdona todo, y que si le rezan a la Virgen, los salvará. Y se dice que la Virgen mira por la ventana la cola ante la puerta del Paraíso. Y San Pedro juzga quién entra y quién no. Y cuando la Virgen descubre a uno de estos devotos suyos, le hace una señal para que se esconda, porque seguramente San Pedro no le dejará entrar. Y cuando, más tarde, empieza a oscurecer, antes de que caiga la noche, la Virgen les hace entrar por la ventana. Reza a la Virgen para que te dé ese corazón paternal y también maternal, para perdonar e integrar a las personas en la Iglesia. Es el refugio de los pecadores.
Os bendigo a todos con todo mi corazón. Y, por favor, acuérdate de rezar también por mí, porque hoy yo también debo confesarme. Gracias.
Traducción del original realizado por el director editorial de ZENIT.