Ojos al cielo, pies en la tierra y corazón en adoración: el Papa y los reyes magos

Homilía en ocasión de la solemnidad de la Epifanía del Señor.

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 06.01.2024).- Por la mañana del sábado 6 de enero, el Papa Francisco estuvo presente en la concelebración eucarística en la solemnidad de la Epifanía de Jesús, también conocida como la fiesta de los reyes magos. Ofrecemos la traducción al castellano de la homilía del Papa con negritas y encabezados agregados por ZENIT.

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solemnidad de la Epifanía del Señor 2024

Los Magos parten en busca del Rey que ha nacido. Son la imagen de los pueblos en camino en busca de Dios, de los extranjeros que ahora son conducidos al monte del Señor (cf. Is 56,6-7), de los lejanos que ahora pueden oír el anuncio de la salvación (cf. Is 33,13), de todos los perdidos que escuchan la llamada de una voz amiga. Porque ahora, en la carne del Niño de Belén, la gloria del Señor se ha revelado a todas las naciones (cf. Is 40,5) y «todo hombre verá la salvación de Dios» (Lc 3,6). Es la peregrinación humana, de cada uno de nosotros, de la distancia a la cercanía.

Los Magos tienen los ojos dirigidos al cielo, pero los pies en la tierra y el corazón postrado en adoración. Repito: los ojos dirigidos al cielo, los pies en la tierra, el corazón postrado en adoración.

1º Los magos tienen los ojos dirigidos al cielo

En primer lugar, los Magos tienen los ojos dirigidos al cielo. Están habitados por un anhelo de infinito y su mirada se dirige a los astros celestes. No viven mirando la punta de los dedos de los pies, replegados sobre sí mismos, prisioneros de un horizonte terrenal, arrastrándose resignados o quejosos. Levantan la cabeza, para esperar una luz que ilumine el sentido de sus vidas, una salvación que viene de lo alto. Y entonces ven surgir una estrella, más brillante que todas, que les atrae y les pone en camino. Esta es la llave que abre el verdadero sentido de nuestra existencia: si vivimos encerrados en los estrechos confines de las cosas terrenas, si marchamos de cabeza como rehenes de nuestros fracasos y nuestros remordimientos, si estamos hambrientos de bienes y consuelos mundanos -que hoy están ahí y mañana ya no estarán- en lugar de ser buscadores de luz y de amor, nuestra vida se apaga. Los Magos, que también son extranjeros y aún no han encontrado a Jesús, nos enseñan a mirar hacia arriba, a tener la mirada dirigida al cielo, a levantar los ojos a los montes de donde nos vendrá la ayuda, porque nuestra ayuda viene del Señor (cf. Sal 121, 1-2).

Hermanos y hermanas, ¡la mirada dirigida al cielo! También nosotros necesitamos mirar hacia arriba para aprender a ver la realidad desde lo alto. Lo necesitamos en el camino de la vida, para estar acompañados por la amistad con el Señor, por su amor que nos sostiene, por la luz de su Palabra que nos guía como una estrella en la noche. Lo necesitamos en el camino de la fe, para que no se reduzca a un conjunto de prácticas religiosas o a un hábito externo, sino que se convierta en un fuego que arda dentro de nosotros y nos haga ser buscadores apasionados del rostro del Señor y testigos de su Evangelio. Lo necesitamos en la Iglesia, donde, en lugar de dividirnos según nuestras ideas, estamos llamados a volver a poner a Dios en el centro. Lo necesitamos para abandonar las ideologías eclesiásticas, para encontrar el sentido de la Santa Madre Iglesia, el habitus eclesial. Ideologías eclesiásticas, no; habitus eclesial, sí. El Señor, y no nuestras ideas o proyectos, debe estar en el centro. Volvamos a partir de Dios, busquemos en Él el valor para no detenernos ante las dificultades, la fuerza para superar los obstáculos, la alegría de vivir en comunión y armonía.

2º Los magos tienen los pies en la tierra

Los Magos no sólo miran a la estrella, a las cosas altas, sino que también tienen los pies en la tierra. Se ponen en camino hacia Jerusalén y preguntan: «¿Dónde está el que ha nacido, el Rey de los judíos? Hemos visto salir su estrella y hemos venido a adorarle» (Mt 2,2). Una sola cosa: los pies unidos a la contemplación. La estrella que brilla en el cielo los pone en camino por los senderos de la tierra; levantando la cabeza hacia lo alto son impulsados a descender hacia abajo; buscando a Dios son enviados a encontrarlo en el hombre, en un Niño acostado en un pesebre, porque Dios que es lo infinitamente grande se ha revelado en esto pequeño, infinitamente pequeño. Se necesita sabiduría, se necesita la asistencia del Espíritu Santo para comprender la grandeza y la pequeñez en la manifestación de Dios.

Hermanos y hermanas, ¡los pies en la tierra! El don de la fe no se nos da para quedarnos mirando al cielo (cf. Hch 1,11), sino para recorrer los caminos del mundo como testigos del Evangelio; la luz que ilumina nuestra vida, el Señor Jesús, no se nos da sólo para ser consolados en nuestras noches, sino para abrir atisbos de luz en la espesa oscuridad que envuelve tantas situaciones sociales; Al Dios que viene a visitarnos no lo encontramos quedándonos quietos en alguna bella teoría religiosa, sino sólo poniéndonos en camino, buscando los signos de su presencia en las realidades cotidianas y, sobre todo, encontrando y tocando la carne de nuestros hermanos y hermanas. Contemplar a Dios es hermoso, pero sólo es fecundo si nos arriesgamos, el riesgo del servicio de llevar a Dios. Los Magos buscan a Dios, al gran Dios, y encuentran a un Niño. Esto es importante: encontrar a Dios en la carne, en los rostros que pasan a nuestro lado cada día, especialmente los de los más pobres. Los Magos nos enseñan que el encuentro con Dios nos abre siempre a una esperanza más grande, que nos hace cambiar nuestro estilo de vida y transformar el mundo. Benedicto XVI decía: «Si falta la verdadera esperanza, buscamos la felicidad en la embriaguez, en lo superfluo, en el exceso, y nos arruinamos a nosotros mismos y al mundo. […] Por eso se necesitan hombres que alimenten una gran esperanza y, por tanto, posean un gran coraje. La valentía de los Magos, que emprendieron un largo viaje siguiendo una estrella, y supieron arrodillarse ante el Niño y ofrecerle sus preciosos dones» (Homilía, 6 de enero de 2008).


3º Los magos tienen el corazón en adoración

Por último, pensamos también que los Magos tienen el corazón postrado en adoración. Contemplaron la estrella en el cielo, pero no se refugiaron en una devoción desvinculada de la tierra; se pusieron en camino, pero no vagaron como turistas sin rumbo. Llegaron a Belén y, al ver al Niño, «se postraron y le adoraron» (Mt 2,11). Luego abrieron sus cofres y le ofrecieron oro, incienso y mirra. «Con estos dones místicos dan a conocer quién es aquel a quien adoran: con el oro declaran que es Rey, con el incienso que es Dios, con la mirra que es mortal» (San Gregorio Magno, Homilía X sobre la Epifanía, 6). Un rey que vino a servirnos, un Dios que se hizo hombre. Ante este misterio, estamos llamados a doblar el corazón y las rodillas para adorar: adorar al Dios que viene en pequeñez, que habita la normalidad de nuestros hogares, que muere por amor. El Dios que, «mientras se manifestaba en la inmensidad de los cielos con los signos de las estrellas, se hizo encontrar […] en un estrecho refugio; débil en la carne de un niño, envuelto en ropas de bebé fue adorado por los Magos y temido por los malvados» (San Agustín, Discursos, 200). Hermanos y hermanas, hemos perdido el hábito de la adoración, hemos perdido esta capacidad que nos da la adoración. Redescubramos el gusto por la oración de adoración. Reconozcamos a Jesús como nuestro Dios, como nuestro Señor, y adoremos. Hoy, los Magos nos invitan a adorar. Hoy falta adoración entre nosotros.

Hermanos y hermanas, como los Magos, levantemos los ojos al cielo, salgamos en busca del Señor, inclinemos el corazón en adoración. Miremos al cielo, pongámonos en camino y adoremos. Y pidamos la gracia de no perder nunca la valentía: la valentía de ser buscadores de Dios, hombres de esperanza, intrépidos soñadores que se asoman al cielo, la valentía de la perseverancia en recorrer los caminos del mundo, con el cansancio del verdadero viaje, y la valentía de adorar, la valentía de mirar al Señor que ilumina a todo hombre. Que el Señor nos conceda esta gracia, sobre todo la gracia de saber adorar.

Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.

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Redacción Zenit

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