Pesimismo, optimismo o esperanza

reflexiones de Felipe Arizmendi Esquivel, Obispo de San Cristóbal de Las Casas

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VER

Hay personas muy pesimistas; todo lo ven negro, tétrico, negativo. En los demás sólo ven defectos, deficiencias y errores. En los propios padres nada valoran que sea digno de agradecer y de recordar con cariño. En los gobernantes y en los políticos sólo descubren corrupción y mentira; ninguno es confiable. En el sistema económico y social, nada es favorable, benéfico y rescatable, todo es injusticia y opresión. En la jerarquía eclesial, resaltan sólo pederastia, oscurantismo, intrigas, negocios e infidelidad al Evangelio; y que, por tanto, es mejor no pertenecer a una iglesia o religión, pues todas son lo mismo…

Por lo contrario, hay personas ingenuas que no descubren las intenciones ocultas y perversas de algunos movimientos y de sus líderes. No perciben el veneno mortal de este sistema neoliberal, que es injusto de por sí, pues beneficia sólo a los que tienen dinero y poder, excluyendo como estorbos a los pobres, a los indígenas y migrantes. No advierten el peligro de contaminación, destrucción y muerte, que dejan los proyectos de explotación minera que no respetan el aire, los ríos y los montes. No caen en la cuenta de la uniformización que pretende imponer la globalización, y que destruye las características peculiares de cada pueblo.

Pesimismo y optimismo sin fundamento pueden generar personas amargadas, violentas y agresivas, o “tontos útiles” para perpetuar situaciones, como si nada pudiera cambiar, como si no quedara más remedio que vivir el momento, sin importarnos la suerte de los otros y la lucha por otro mundo mejor.

PENSAR

En Papa Francisco nos ofrece unas pautas para no dejarnos invadir ni por el oscuro pesimismo, ni por el dulzón optimismo, pues algunos, “desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como el más preciado de los elixires del demonio. Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo apostólico.

La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar. Los males de nuestro mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en medio de la cizaña. Aunque nos duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el mayor realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor generosidad.

Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad» (2 Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica” (EG 83-85).

ACTUAR

Preguntémonos: ¿Qué hay de bueno y qué hay de negativo en los programas oficiales, en el mundo moderno, en el sistema económico, en tu familia, en tu pueblo o ciudad, en tu Iglesia? ¿Qué puedo hacer para no dejarme ofuscar ni por el amargo pesimismo, ni por el ingenuo optimismo, sino luchar para que haya más justicia, armonía y luz de esperanza?

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Felipe Arizmendi Esquivel

Nació en Chiltepec el 1 de mayo de 1940. Estudió Humanidades y Filosofía en el Seminario de Toluca, de 1952 a 1959. Cursó la Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, España, de 1959 a 1963, obteniendo la licenciatura en Teología Dogmática. Por su cuenta, se especializó en Liturgia. Fue ordenado sacerdote el 25 de agosto de 1963 en Toluca. Sirvió como Vicario Parroquial en tres parroquias por tres años y medio y fue párroco de una comunidad indígena otomí, de 1967 a 1970. Fue Director Espiritual del Seminario de Toluca por diez años, y Rector del mismo de 1981 a 1991. El 7 de marzo de 1991, fue ordenado obispo de la diócesis de Tapachula, donde estuvo hasta el 30 de abril del año 2000. El 1 de mayo del 2000, inició su ministerio episcopal como XLVI obispo de la diócesis de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, una de las diócesis más antiguas de México, erigida en 1539; allí sirvió por casi 18 años. Ha ocupado diversos cargos en la Conferencia del Episcopado Mexicano y en el CELAM. El 3 de noviembre de 2017, el Papa Francisco le aceptó, por edad, su renuncia al servicio episcopal en esta diócesis, que entregó a su sucesor el 3 de enero de 2018. Desde entonces, reside en la ciudad de Toluca. Desde 1979, escribe artículos de actualidad en varios medios religiosos y civiles. Es autor de varias publicaciones.

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