Discurso del Papa a los obispos del norte y noroeste de Brasil

Durante su visita “ad Limina Apostolorum”

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes 4 de octubre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió hoy a los obispos de las regiones Norte 1 y Noroeste de Brasil, a quienes recibió con motivo de su visita ad Limina Apostolorum.

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Queridos hermanos en el Episcopado,

Con mucha satisfacción os doy la bienvenida, Pastores de las regiones Norte 1 y Noroeste de la Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil, con ocasión de vuestra visita ad Limina Apostolorum. Agradezco a monseñor Moacyr Grechi por sus amables palabras y por los sentimientos expresados en vuestro nombre, al tiempo que os aseguro que os tengo presente diariamente en mis oraciones, pidiendo al Cielo que sustente y haga fecundos los esfuerzos que hacéis – muchas veces careciendo de medios adecuados – para llevar la Buena Nueva de Jesús a todos los puntos de la selva amazónica, conscientes de que «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4).

Dios puede realizar esta salvación por vías extraordinarias que solamente Él conoce. Sin embargo, si su Hijo vino, fue precisamente para mostrarnos, con su palabra y su vida, los caminos ordinarios de salvación, y Él nos mandó a transmitir esta revelación a los demás con su propia autoridad. Siendo así, no podemos eludir este pensamiento: los hombres podrían salvarse por otras vías, gracias a la misericordia de Dios, si no se les anuncia el Evangelio; pero ¿podría yo salvarme si por negligencia, miedo, vergüenza o por seguir ideas falsas, dejara de anunciar?

A veces nos encontramos con esta objeción: imponer una verdad, aunque sea la verdad del Evangelio, imponer un camino, aunque sea el de la salvación, no puede ser sino una violación de la libertad religiosa. Me complace transcribir la respuesta pertinente e instructiva que dio a ello el papa Pablo VI: “Sería ciertamente un error imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda hacer —sin coacciones, solicitaciones menos rectas o estímulos indebidos— (131), lejos de ser un atentado contra la libertad religiosa, es un homenaje a esta libertad, a la cual se ofrece la elección de un camino que incluso los no creyentes juzgan noble y exaltante. (…) Este modo respetuoso de proponer la verdad de Cristo y de su reino, más que un derecho es un deber del evangelizador. Y es a la vez un derecho de sus hermanos recibir a través de él, el anuncio de la Buena Nueva de la salvación” (Exort. ap. Evangelii nuntiandi, 80).

«¡Ay de mí, si no anunciase el Evangelio!» (1 Co 9,16) exclamaba el Apóstol de los gentiles. El deseo de anunciar el Evangelio nace de un corazón enamorado de Jesús, que anhela ardientemente que más personas puedan recibir la invitación y participar en el banquete de las Bodas del Hijo de Dios (cf. Mt 22,8-10). De hecho, la misión es el desbordamiento de la llama de amor que se inflama en el corazón del ser humano, que, al abrirse a la verdad del Evangelio y dejarse transformar por ella, pasa a vivir su vida – como decía san Pablo – «en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). En consecuencia, la llamada a la misión no es algo destinado exclusivamente a un restringido grupo de miembros d la Iglesia, sino un imperativo dirigido a cada bautizado, un elemento esencial de su vocación. Como afirmó el Concilio Vaticano II: la «vocación cristiana es, por su propia naturaleza, vocación al apostolado” (Decr. Apostolicam actuositatem, 2). En este sentido, uno de los compromisos centrales de la V Conferencia del Episcopado Latino-Americano y Caribeño, que tuve la alegría de iniciar en Aparecida, en 2007, fue el de despertar en los cristianos la conciencia de discípulos y misioneros, rescatando la dimensión misionera de la Iglesia al convocar una “Misión Continental».

Al pensar en los desafíos que esta propuesta de renovación misionera supone para vosotros, Prelados brasileños, me viene a la mente la figura del Beato José de Anchieta. A causa de su incansable y generosísima actividad apostólica, no exenta de graves peligros, que hizo que la Palabra de Dios se propagase tanto entre los indios como entre los portugueses – razón por la cual desde el momento de su muerte recibió el epíteto de Apóstol de Brasil – puede servir de modelo para ayudar a vuestras Iglesias particulares a encontrar los caminos para emprender la formación de los discípulos misioneros en el espíritu de la Conferencia de Aparecida (cf. Documento de Aparecida, 275).

Con todo, los desafíos del contexto actual podrían llevar a una visión reduccionista del concepto de misión. Esta no puede limitarse a una simple búsqueda de nuevas técnicas y formas que hagan a la Iglesia más atractiva y capaz de vencer la competencia con otros grupos religiosos o con ideologías relativistas. La Iglesia no trabaja para ella misma: está al servicio de Jesucristo; existe para hacer que la Buena Nueva sea accesible para todas las personas. La Iglesia es católica justamente porque invita a todo ser humano a experimentar la nueva existencia en Cristo. La misión, por tanto, no es más que la consecuencia natural de la propia esencia de la Iglesia, un servicio del ministerio de la unión que Cristo quiso llevar a cabo en su cuerpo crucificado.

Esto debe llevar a reflexionar que la desaparición del espíritu misionero tal vez no se deba tanto a limitaciones y carencias en las formas externas de la acción misionera tradicional como al olvido de que la misión debe alimentarse de un núcleo más profundo. Este núcleo es la Eucaristía. Esta, como presencia del amor humano-divino de Jesucristo, supone continuamente el paso de Jesús a los hombres que serán sus miembros, que serán ellos mismos Eucaristía. En suma, para que la Misión Continental sea realmente eficaz, esta debe partir de la Eucaristía y llevar a la Eucaristía.

Amados hermanos, al volver a vuestras diócesis y prelaturas, os pido que transmitáis a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, catequistas y fieles, el saludo afectuoso del Papa, que piensa en todos y reza por todos con gran afecto y firme esperanza. A la intercesión del Beato José de Anchieta, que encontraba en el Sagrario el secreto de su eficacia apostólica, confío vuestras personas, vuestras intenciones y propósitos pastorales, para que el nombre de Cristo esté siempre presente en el corazón y en los labios de cada brasileño. Con estos sentimientos os acompañan mi oración y mi Bendición Apostólica.

[Traducción del original portugués por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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