Homilía de Benedicto XVI en vísperas del I domingo de Adviento

Tiempo de esperanza

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes 1 de diciembre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI el sábado pasado al presidir la celebración de las vísperas del primer domingo de Adviento en la Basílica de san Pedro del Vaticano.

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Queridos hermanos y hermanas:

Con esta liturgia vespertina, comenzamos el camino de un nuevo año litúrgico, entrando en su primer tiempo: el Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la primera Carta a los Tesalonicenses, el apóstol Pablo utiliza precisamente esta palabra: «venida», que en griego es «parusía» y en latín «adventus» (1 Tesalonicenses 5,23). Según la traducción común de este texto, Pablo exhorta a los cristianos de Tesalónica a mantenerse irreprensibles «para la venida» del Señor. Pero en el texto original se lee «en la venida», como si el adviento del Señor fuera, más que un punto futuro en el tiempo, un lugar espiritual en el que hay que caminar ya en el presente, durante la espera, y en el que es posible quedar preservados perfectamente en toda la dimensión personal. De hecho, esto es precisamente lo que vivimos en la liturgia: al celebrar los tiempos litúrgicos, actualizamos el misterio –en este caso la venida del Señor– para poder «caminar en él», por así decir, hacia su plena realización, al final de los tiempos, pero recibiendo ya la virtud santificadora, pues los tiempos últimos ya han comenzando con la muerte y resurrección de Cristo.

La palabra que mejor resume este estado particular, en el que se espera algo que tiene que manifestarse, pero que al mismo tiempo se entrevé y comienza a experimentar es «esperanza». El Adviento es por excelencia la estación espiritual de la esperanza y en él la Iglesia entera está llamada a convertirse en esperanza, para ella misma y para el mundo. Todo el organismo espiritual del Cuerpo místico asume, por así decir, el «color» de la esperanza. Todo el pueblo de Dios se pone en marcha atraído por este misterio: nuestro Dios es el «Dios que llega» y nos llama a salir a su encuentro. ¿Cómo? Ante todo con esa forma universal de esperanza y de la espera que es la oración, que encuentra su expresión eminente en los Salmos, palabras humanas en las que el mismo Dios ha puesto y pone continuamente en los labios y en los corazones de los creyentes la invocación de su venida. Detengámonos, por tanto, unos instantes en los dos Salmos que acabamos de rezar y que aparecen consecutivamente en el libro bíblico: el 141 y el 142, según la numeración judía. «Señor, te estoy llamando, ven de prisa, escucha mi voz cuando te llamo. Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde» (Salmo 141,1-2). Así inicia el primer salmo de las primeras vísperas de la primera semana del Salterio: palabras que al inicio de Adviento cobran un nuevo «color», pues el Espíritu Santo hace que resuenen siempre de nuevo en nuestro interior, en la Iglesia en camino entre el tiempo de Dios y los tiempos de los hombres. «Señor…, ven de prisa» (v. 1). Es el grito de una persona que se siente en grave peligro, pero es también el grito de la Iglesia que entre las múltiples insidias que la circundan, que amenazan a su santidad, esa integridad irreprensible de la que habla el apóstol Pablo, pero que sin embargo debe ser conservada para la venida del Señor. En esta invocación resuena también el grito de todos los justos, de todos los que quieren resistir al mal, a las seducciones de un bienestar inicuo, de placeres que ofenden a la dignidad humana y a la condición de los pobres. Al inicio de Adviento, la liturgia de la Iglesia lanza nuevamente este grito, y lo eleva a Dios «como incienso» (v. 2).

La ofrenda vespertina del incienso es, de hecho, símbolo de la oración, de la efusión de los corazones orientados a Dios, al Altísimo, así como «el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde» (v. 2). En la Iglesia ya no se ofrecen sacrificios materiales, como sucedía también en el templo de Jerusalén, sino que se eleva la ofrenda espiritual de la oración, en unión con la de Jesucristo, que es al mismo tiempo Sacrificio y Sacerdote de la nueva y eterna Alianza. En el grito del Cuerpo místico, reconocemos la voz misma de la Cabeza: el Hijo de Dios que ha cargado con nuestras pruebas y tentaciones para darnos la gracia de su victoria.

Esta identificación de Cristo con el salmista es particularmente evidente en el segundo Salmo (142). En él, cada palabra, cada invocación, hace pensar en Jesús durante la pasión, en particular su oración al Padre en Getsemaní. En su primera venida con la encarnación, el Hijo de Dios quiso compartir plenamente nuestra condición humana. Naturalmente no compartió el pecado, pero por nuestra salvación padeció todas las consecuencias. Al rezar el Salmo 142, la Iglesia revive cada vez la gracia de esta com-pasión, de esta «venida» del Hijo de Dios en la angustia humana hasta tocar fondo. El grito de esperanza de Adviento expresa, entonces, desde el inicio y de la manera más fuerte, toda la gravedad de nuestro estado, la extrema necesidad de salvación. Es como decir: nosotros no esperamos al Señor como una hermosa decoración en un mundo ya salvado, sino como un camino único de liberación de un peligro mortal. Y nosotros sabemos que Él mismo, el Liberador, ha tenido que sufrir y morir para sacarnos de esta prisión (Cf. v. 8).

En definitiva, estos dos Salmos nos ponen a salvo de cualquier tentación de evasión y de fuga de la realidad; nos preservan de una falsa esperanza, que querría pasar el Adviento y entrar en Navidad olvidando el carácter dramático de nuestra existencia personal y colectiva. De hecho, una esperanza digna de confianza y que no engaña sólo puede ser una esperanza «pascual», como nos recuerda cada sábado por la noche el cántico de la Carta a los Filipenses, con el que alabamos a Cristo encarnado, crucificado, resucitado y Señor universal.

Hacia Él dirigimos la mirada y el corazón, en unión espiritual con la Virgen María, nuestra señora del Adviento. Démosle la mano y entremos con alegría en este nuevo tiempo de gracia que Dios regala a su Iglesia para el bien de toda la humanidad. Como María y con su maternal ayuda, seamos dóciles a la acción del Espíritu Santo para que el Dios de la paz nos santifique plenamente y la Iglesia se convierta en signo e instrumento de esperanza para todos los hombres. ¡Amén!

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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