CIUDAD DEL VATICANO, martes 25 de noviembre de 2008 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el Mensaje que el Santo Padre ha enviado hoy al Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, el arzobispo Gianfranco Ravasi, y a los participantes en la XIII Sesión pública de las Academias Pontificas con el tema «Universalidad de la belleza: estética y ética al contraste«.
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Al venerado Hermano
monseñor Gianfranco Ravasi
Presidente del Consejo Pontificio para la Cultura
Me es grato enviarle a Usted y al Consejo de Coordinación de las Academias Pontificas mi cordial saludo con ocasión de la Sesión pública anual, tradicional cita para dar relieve a las actividades promovidas con empeño y dedicación generosa por cada una de las Academias, y momento de encuentro y de compartir entre las distintas Instituciones, animadas por un objetivo común: servir a la persona humana, para hacer resaltar su esplendor y sus responsabilidades, su armonía y misión. Estoy contento de extender mi saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a los señores embajadores y a los representantes te cada Academia Pontificia reunidos para este acto solemne y familiar.
Para esta Decimotercera Sesión Pública de las Academias Pontificias, la Insigne Academia Pontificia de las Bellas Artes y Letras de los Virtuosos en el Panteón, que organiza este año el evento, ha elegido como tema Universalidad de la belleza: estética y ética al contraste, un argumento muy significativo para profundizar la relación, o mejor, el diálogo entre estética y ética, entre belleza y actuar humano, diálogo tanto más necesario cuanto más quizás olvidado o eludido.
La necesidad y urgencia de un renovado diálogo entre estética y ética, entre belleza, verdad y bondad, nos es vuelto a proponer no sólo por el actual debate cultural y artístico, sino también por la realidad cotidiana. A diversos niveles, de hecho, emerge dramáticamente la separación, e incluso la confrontación, entre las dos dimensiones, la de la búsqueda de la belleza, comprendida aunque reductivamente como forma exterior, como apariencia que perseguir a toda costa, y la de la verdad y la bondad de las acciones que se llevan a cabo para realizar un fin. De hecho, una búsqueda de la belleza que fuese extraña o separada de la búsqueda humana de la verdad y de la bondad se transformaría, como por desgracia sucede, en mero estetismo, y sobre todo para los más jóvenes, en un itinerario que desemboca en lo efímero, en la apariencia banal y superficial, o incluso en una fuga hacia paraísos artificiales, que enmascaran y esconden el vacío y la inconsistencia interior. Esta búsqueda aparente y superficial ciertamente no tendría una inspiración universal, sino que resultaría inevitablemente del todo subjetiva, si no incluso individualista, para terminar quizás incluso en la incomunicabilidad.
He subrayado muchas veces la necesidad y el empeño de un engrandecimiento de los horizontes de la razón, y en esta perspectiva, es necesario volver a comprender también la íntima conexión que une la búsqueda de la belleza con la búsqueda de la verdad y la bondad. Una razón que quisiera despojarse de la belleza resultaría disminuida, como también una belleza privada de razón se reduciría a una máscara vacía e ilusoria. En el encuentro con el clero de la diócesis de Bresanona, el pasado 6 de agosto, dialogando precisamente sobre la relación entre belleza y razón, hacía notar que debemos mirar a una razón muy amplia, en la que el corazón y la razón se encuentran, belleza y verdad se tocan. Si este empeño es válido para todos, lo es aún más para el creyente, para el discípulo de Cristo, llamado por el Señor a «dar razón» a todos de la belleza y de la verdad de la propia fe. Nos lo recuerda el Evangelio de Mateo, en el que leemos la llamada dirigida por Jesús a sus discípulos: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Debe notarse que en el texto griego se habla de kalà erga, de obras bellas y buenas al mismo tiempo, porque la belleza de las obras manifiesta y expresa, en una síntesis excelente, la bondad y la verdad profundas del gesto, como también la coherencia y la santidad de quien lo hace. La belleza de las obras de que habla el Evangelio señala más allá, a otra belleza, verdad y bondad que sólo en Dios tienen su perfección y su fuente últimas.
Nuestro testimonio, por tanto, debe nutrirse de esta belleza, nuestro anuncio del Evangelio debe percibirse en su belleza y bondad, y por ello es necesario saber comunicar con el lenguaje de las imágenes y de los símbolos; nuestra misión cotidiana debe convertirse en elocuencia transparente del amor de Dios para alcanzar eficazmente a nuestros contemporáneos, a menudo distraídos y absorbidos por un clima cultural no siempre propenso a acoger una belleza en plena armonía con la verdad y a bondad, pero siempre deseosos y nostálgicos de una belleza auténtica, no superficial y efímera.
Esto ha surgido también durante el reciente Sínodo de los Obispos, convocado para reflexionar sobre el tema La Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia. Diversas intervenciones han evidenciado el valor perenne de un «bello testimonio» para anunciar el Evangelio, subrayando la importancia de saber leer y escrutar la belleza de las obras de arte, inspiradas por la fe y promovidas por los creyentes, para descubrir en ellas un itinerario singular que acerca a Dios y a su Palabra.
En el Mensaje conclusivo, que se dirige a los Padres sinodales y a todos los creyentes, se reafirma la bondad y la eficacia de la via pulchritudinis, uno de los posibles itinerarios, quizás el más atrayente y fascinante, para comprender y alcanzar a Dios. En el mismo documento se recuerda la Carta a los Artistas de mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II, que invitaba a reflexionar sobre el íntimo y fecundo diálogo entre la Sagrada Escritura y las diversas formas artísticas, del que han surgido innumerables obras maestras. En esta ocasión quisiera sugerir que se vuelva a retomar esta carta, a los diez años de su publicación, para hacerla objeto de una renovada reflexión sobre el arte, sobre la creatividad de los artistas, y sobre el fecundo y a la vez problemático diálogo entre estos y la fe cristiana, vivida en la comunidad de los creyentes. Me dirijo particularmente a vosotros, queridos Académicos y Artistas, porque ésta es precisamente vuestra tarea, vuestra misión: suscitar la maravilla y el deseo de lo bello, formar la sensibilidad de las almas y alimentar la pasión por todo aquello que es expresión auténtica del genio humano y reflejo de la Belleza divina.
Queridos hermanos y hermanas, el Premio de las Academias Pontificias, instituido por mi venerado Predecesor el Papa Juan Pablo II, tiene una finalidad peculiar: suscitar nuevos talentos en los diversos campos del saber y animar la tarea de los jóvenes estudiantes, artistas e instituciones que dedican su catividad a la promoción del humanismo cristiano. Acogiendo, por tanto, vuestra propuesta formulada por el Consejo de Coordinación de las Academias Pontificias, en esta solemne Sesión Pública estoy verdaderamente contento de que se asigne el Premio de las Academias Pontificias al doctor Daniele Piccini, que se ha distinguido por su tarea sea en el estudio crítico de la poesía y de la literatura -particularmente en la italiana de los orígenes y del Renacimiento- sea por su militancia activa en el campo poético, expresada en algunas antologías significativas.
Estoy también contento de que, como signo de aprecio y ánimo, se ofrezca una Medalla del Pontificado al doctor Giulio Catelli, joven pintor, por su investigación artística, apreciada ya por la crítica del arte;
así como a la Fundación Stauròs Italiana, Onlus, por la realización del Museo de Arte Sacro Contemporáneo y por la organización de la Bienal de Arte Sacro, cita ya tradicional para los artistas que trabajan en el sector del Arte Sacro.
Quisiera finalmente manifestar a todos los académicos, y especialmente a los Miembros de la Insigne Academia Pontificia de las Bellas Artes y Letras de los Virtuosos en el Panteón, mi vivo aprecio por la actividad realizada, y expresar el augurio de un empeño apasionado y creativo, sobre todo en el campo artístico, para promover en las culturas contemporáneas un nuevo humanismo cristiano, que sepa recorrer con claridad y decisión el camino de la auténtica belleza. Con estos sentimientos os confío a cada uno de vosotros, como también vuestra preciosa obra de estudio e investigación creativa, a la protección maternal de la Virgen María, a la que con toda la Iglesia invocamos como Tota Pulchra, la Enteramente Bella, y de corazón le imparto a Usted, señor presidente, y a todos los presentes una especial Bendición Apostólica.
En el Vaticano, a 24 de noviembre de 2008
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]