CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 1 junio 2008 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI en la noche de este sábado al rezar el Rosario en la clausura del mes de mayo, tradicionalmente dedicado a María.
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Queridos hermanos y hermanas:
Concluimos el mes de mayo con este sugerente encuentro de oración mariana. Os saludo con afecto y os doy las gracias por vuestra participación. Saludo, en primer lugar, al señor cardenal Angelo Comastri; con él saludo a los demás cardenales, arzobispos, obispos y sacerdotes que han participado en esta celebración nocturna. Saludo a los consagrados y a todos vosotros, queridos fieles laicos, que con vuestra presencia habéis querido rendir homenaje a la Virgen Santísima.
Hoy celebramos la fiesta de la Visitación de la Virgen María y la memoria del Corazón Inmaculado de María. Por tanto, todo nos invita a dirigir la mirada con confianza a María. Nos hemos dirigido a ella, también esta noche, con la antigua y siempre actual práctica del Rosario. El Rosario, cuando no es una repetición mecánica de fórmulas tradicionales, es una meditación bíblica que nos hace revivir los acontecimientos de la vida del Señor en compañía de la Virgen, conservándolos como ella, en nuestro corazón. En muchas comunidades cristianas, durante el mes de mayo, se da la bella costumbre de rezar de manera más solemne el Rosario en familia y en las parroquias. Que no decaiga esta buena costumbre, ahora que termina el mes, para que, aprendiendo de María, la lámpara de la fe brille cada vez más en el corazón de los cristianos y en sus casas.
En la fiesta de la visitación, la liturgia nos hace volver a escuchar el pasaje del Evangelio de Lucas, que narra el viaje de María de Nazaret a casa de la anciana prima, Isabel. Imaginemos el estado de ánimo de la Virgen tras la Anunciación, cuando el ángel la dejó. María se encontró con un gran misterio encerrado en el seno; sabía que había sucedido algo extraordinariamente único; se daba cuenta de que había comenzado el último capítulo de la historia de la salvación del mundo. Pero, a su alrededor, todo había quedado como antes y la aldea de Nazaret no sabía nada de lo que le había sucedido.
Sin embargo, antes de preocuparse por sí misma, María piensa en la anciana Isabel, al saber que su embarazo está en un estado avanzado y, movida por el misterio de amor que acaba de acoger en su interior, se pone en camino «rápidamente» para ir a ofrecerle ayuda. ¡Esta es la grandeza sencilla y sublime de María! Cuando llega a la casa de Isabel, ocurre algo que ningún pintor podrá plasmar nunca en toda su belleza y profundidad. La luz interior del Espíritu Santo envuelve sus personas. E Isabel, iluminada desde lo Alto, exclama: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lucas 1, 42-45).
Estas palabras podrían parecer desproporcionadas respecto al contexto real. Isabel es una de las muchas ancianas de Israel y María una muchacha desconocida de una aldea perdida de Galilea. ¿Qué pueden ser y que pueden hacer en un mundo en el que cuentan otras personas y otros poderes? Sin embargo, María nos sorprende una vez más; su corazón es limpio, totalmente abierto a la luz de Dios; su alma no tiene pecado, no carga con el peso del orgullo o el egoísmo. Las palabras de Isabel encienden en su espíritu un cántico de alabanza que es una auténtica y profunda interpretación «teológica» de su historia: una lectura que tenemos que seguir aprendiendo de quien tiene una fe sin sombras ni grietas. «Engrandece mi alma al Señor». María reconoce la grandeza de Dios. Este es el primer e indispensable sentimiento de la fe: el sentimiento que da seguridad a la criatura humana y que libera del miedo, a pesar de las tempestades de la historia.
Más allá de la superficie, María «ve» con los ojos de la fe la obra de Dios en la historia. Por este motivo es bienaventurada, pues ha creído: por la fe, de hecho, ha acogido la Palabra del Señor y ha concebido al Verbo encarnado. Su fe le ha hecho ver que los tronos de los poderosos de este mundo son provisionales, mientras que el trono de Dios es la única roca que no cambia, que no se derrumba. Su Magnificat, con el pasar de los siglos y milenios, sigue siendo la interpretación más verdadera y profunda de la historia, mientras las interpretaciones de muchos de los sabios de este mundo han sido desmentidas por los hechos en el transcurso de los siglos.
Queridos hermanos y hermanas: volvamos a casa con el Magnificat en el corazón. Alberguemos en nuestro espíritu los mismos sentimientos de alabanza y acción de gracias de María hacia el Señor, su fe y su esperanza, su abandono dócil en las manos de la Providencia divina. Imitemos su ejemplo de disponibilidad y de generosidad en el servicio a los hermanos. De hecho, sólo acogiendo el amor de Dios y haciendo de nuestra existencia un servicio desinteresado y generoso al prójimo, podremos elevar con alegría un canto de alabanza al Señor. Que nos alcance esta gracia la Virgen, quien nos invita en esta noche a encontrar refugio en su Corazón inmaculado.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]