MADRID, sábado, 29 septiembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo escrito por monseñor Juan del Río Martín, obispo de Jerez y presidente de la Comisión de la Conferencia Episcopal Española para los Medios de Comunicación.
LA CUESTIÓN DE FONDO
El mundo virtual lo invade todo. La ideología laicista con su correlativo, la «dictadura del relativismo» ha diseñado un «tipo de persona», cerrada en si misma, que se siente arrojada entre las cosas, dominada por lo puramente subjetivo y sentimental, que ha renunciado a todo pretensión de verdad, que reniega de su ser religado y olvida que la religión es un elemento estructural de la conciencia humana, una categoría universal indispensable. Pues bien, este es el planteamiento que subyace en el fondo de los contenidos de la asignatura Educación para la ciudadanía. Aunque todo ello, lleve el gran envoltorio del estudio de los Derechos Humanos, de la Constitución Española y de normas para un vivir cívico…etc., que por lo demás, todo el mundo está de acuerdo. Pero «no se puede dar gato por liebre», al final el pueblo no es tonto y sabe que aquí nos encontramos ante un proyecto ideológico de alto calado. Por eso mismo hay que imponerlo, porque hay sus intereses. No se olvide, que el crear un nuevo paradigma de la persona ha sido la tentación de todos los sistemas totalitarios.
Sin embargo, por mucho aparato mediático que se tenga para expandir esa «nueva imagen», la realidad de la naturaleza humana es tozuda y la historia de las culturas y de los pueblos nos hablan cómo el misterio de la persona reclama un Misterio superior que dé sentido y fundamento a la existencia. Además, esta ideología muestra sus propios límites porque lo que parecía un lenguaje comprendido y compartido por todos acerca del hombre y sus derechos universales, cambia. Ahora ya la dignidad de la persona es algo voluble, debido a que los derechos son negociables, en los contenidos, en el tiempo y en el espacio. En cierto modo, se trata de una caja vacía. El relativismo moral y religioso siempre es una fuga hacia delante, una búsqueda continua de novedad. Esto lleva a un desasosiego a la sociedad que ya no sabe lo que es bueno o malo, lo que está bien y aquello que se ha de evitar. Así, todo ello revela una falta de sentido de la vida, una perdida de entusiasmo, una nostalgia de lo sagrado.
No es posible un auténtico debate con juicios previos ni con cartas en la manga. Por eso, hay que desenmascarar los prejuicios anticatólicos que encierra el laicismo. En primer lugar no es cierto que la religión sea algo propio de una mente primitiva, poco racional y poco científica e inclinada a la intolerancia y al fundamentalismo. Segundo, en una sociedad democrática y plural nadie se debe atribuir quién tiene protagonismo y quién no tiene en la vida pública. La religión no es una «molestia pública», como el humo, que se tolera en privado, pero en público debe someterse a estrechas limitaciones. Tercero, el ordenamiento civil, para que sea auténticamente democrático, necesita valores, y la religión fomenta e inspira valores idóneos para una convivencia pacífica y auténticamente humana. Cuarto, la Iglesia respeta la sana laicidad del Estado y la autonomía de las realidades terrenas (cf. GS, 76).Quinto, la aportación del cristianismo no es solamente un hecho del pasado, sino que encierra en sí una fuerza generadora que se hace presente en cada momento histórico suscitando los elementos que la democracia necesita. Ser católico no es impedimento para ser un ciudadano democrático, es más, los elementos claves que sustentan las democracias modernas tienen su origen en el hecho cristiano. Por último, el cristianismo ha colaborado de muchas maneras, en la formación de la cultura humana, y por lo tanto no ha de sorprender que la laicidad, correctamente entendida, pueda y deba conjugarse con la cultura cristiana.