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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:
En los días pasados, la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de todos los Fieles Difuntos nos ayudaron a meditar en la meta final de nuestra peregrinación terrena. En este clima espiritual, hoy nos encontramos en torno al altar del Señor para celebrar la santa misa en sufragio de los cardenales y obispos a los que Dios llamó a sí durante el último año. Vemos de nuevo sus rostros, que nos son familiares, mientras escuchamos otra vez los nombres de los purpurados que fallecieron durante los doce meses pasados: Leo Scheffczyk, Pio Taofinu’u, Raúl Francisco Primatesta, Ángel Suquía Goicoechea, Johannes Willebrands, Louis-Albert Vachon, Dino Monduzzi y Mario Francesco Pompedda. Desearía nombrar también a cada uno de los arzobispos y obispos, pero nos basta la consoladora certeza de que, como dijo un día Jesús a los Apóstoles, sus nombres «están escritos en los cielos» (Lc 10, 20).
Recordar los nombres de estos hermanos nuestros en la fe nos remite al sacramento del Bautismo, que marcó para cada uno de ellos ―como para todo cristiano― el ingreso en la comunión de los santos. Al final de la vida, la muerte nos priva de todo lo terreno, pero no de la gracia y del «carácter» sacramental en virtud de los cuales hemos sido asociados indisolublemente al misterio pascual de nuestro Señor y Salvador. Despojado de todo, pero revestido de Cristo: así el bautizado cruza el umbral de la muerte y se presenta ante Dios justo y misericordioso.
Para que la vestidura blanca, recibida en el bautismo, se purifique de toda impureza y de toda mancha, la comunidad de los creyentes ofrece el sacrificio eucarístico y otras oraciones de sufragio por aquellos a quienes la muerte ha llamado a pasar del tiempo a la eternidad. Rezar por los difuntos es una obra buena, que presupone la fe en la resurrección de los muertos, según lo que nos han revelado la sagrada Escritura y, de modo pleno, el Evangelio.
Acabamos de escuchar el relato de la visión de los huesos secos del profeta Ezequiel (Ez 37, 1-14). Sin duda alguna, es una de las páginas bíblicas más significativas e impresionantes; puede interpretarse de dos maneras. En el plano histórico, responde a la necesidad de esperanza de los israelitas deportados a Babilonia, desconsolados y afligidos por haber tenido que enterrar a sus seres queridos en tierra extranjera. A través del profeta, el Señor les anuncia que los hará salir de esa situación y los hará volver al país de Israel. Por tanto, la sugestiva imagen de los huesos que se reaniman y se ponen en movimiento representa a este pueblo que recupera la esperanza de regresar a su patria.
Pero el largo y articulado oráculo de Ezequiel, que exalta la fuerza de la palabra de Dios, para la cual nada es imposible, marca al mismo tiempo un decisivo paso adelante hacia la fe en la resurrección de los muertos. Esta fe se perfeccionará en el Nuevo Testamento. A la luz del misterio pascual de Cristo, la visión de los huesos secos adquiere el valor de una parábola universal sobre el género humano, peregrino en el exilio terreno y sometido al yugo de la muerte.
La Palabra divina, encarnada en Jesús, viene a habitar en el mundo, que en muchos aspectos es un valle desolado; se solidariza plenamente con los hombres y les trae la buena nueva de la vida eterna. Este anuncio de esperanza se proclama desde lo más profundo de ultratumba, mientras se abre definitivamente el camino que conduce a la tierra prometida.
En el pasaje evangélico hemos escuchado de nuevo los primeros versículos de la gran oración de Jesús recogida en el capítulo 17 del evangelio según san Juan. Las conmovedoras palabras del Señor muestran que el fin último de toda la «obra» del Hijo de Dios encarnado consiste en dar a los hombres la vida eterna (cf. Jn 17, 2). Jesús dice también en qué consiste la vida eterna: «que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). En esta frase resuena la voz orante de la comunidad eclesial, consciente de que la revelación del «nombre» de Dios, recibida del Señor, equivale al don de la vida eterna. Conocer a Jesús significa conocer al Padre, y conocer al Padre quiere decir entrar en comunión real con el Origen mismo de la vida, de la luz y del amor.
Queridos hermanos y hermanas, hoy expresamos nuestra gratitud a Dios de modo especial por haber dado a conocer su nombre a estos cardenales y obispos que han fallecido. Pertenecen al número de aquellos hombres que, como dice el evangelio de san Juan, el Padre dio al Hijo «tomándolos del mundo» (cf. Jn 17, 6). A cada uno de ellos Cristo «le dio las palabras» del Padre, y ellos «las aceptaron», «creyeron» y pusieron su confianza en el Padre y en el Hijo (cf. Jn 17, 8).
Rogó por ellos (cf. Jn 7, 9), encomendándolos al Padre (cf. Jn 17, 15. 17. 20-21) y diciendo en particular: «Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria» (Jn 17, 24).
A esta oración del Señor, que es sacerdotal por antonomasia, quiere unirse hoy nuestra plegaria de sufragio. Cristo hizo realidad su invocación al Padre en la ofrenda de sí en la cruz; nosotros ofrecemos nuestra oración en unión con el sacrificio eucarístico, que es la representación real y actual de esa única ofrenda salvífica.
Queridos hermanos y hermanas, con esta fe vivieron los venerados cardenales y obispos fallecidos que recordamos esta mañana. Cada uno de ellos en la Iglesia fue llamado a sentir como suyas y a tratar de poner en práctica las palabras del apóstol san Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21), que se acaban de proclamar en la segunda lectura. Esta vocación, recibida en el Bautismo, se reforzó en ellos con el sacramento de la Confirmación y con los tres grados del Orden sagrado, y se alimentó constantemente mediante la participación en la Eucaristía.
A través de este itinerario sacramental, su «ser en Cristo» fue consolidándose y profundizándose, de modo que morir ya no es una pérdida, porque ya lo habían «perdido» todo evangélicamente por el Señor y por el Evangelio (cf. Mc 8, 35), sino una «ganancia»: la de encontrar finalmente a Jesús y con él la plenitud de la vida.
Pidamos al Señor que conceda a estos queridos hermanos nuestros, cardenales y obispos fallecidos, que alcancen la meta tan deseada. Se lo pedimos confiando en la intercesión de María santísima y en las oraciones de tantos que en vida los conocieron y apreciaron sus virtudes cristianas. Recojamos todo agradecimiento y toda súplica en esta santa Eucaristía, en beneficio de sus almas y de las de todos los difuntos, a quienes encomendamos a la misericordia divina. Amén.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]