CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 24 abril 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI en la Basílica de San Pedro del Vaticano, el 22 de abril, a los participantes en la peregrinación a la tumba de San Pedro promovida por la Compañía de Jesús.
La peregrinación tuvo lugar en el contexto del quinto centenario del nacimiento de san Francisco Javier y del beato Pedro Fabro, ocurridos respectivamente el 7 y el 13 de abril de 1506, y de los 450 años del fallecimiento de san Ignacio de Loyola, el 31 de julio de 1556.
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Queridos padres y hermanos de la Compañía de Jesús:
Me encuentro con gran alegría con vosotros en esta histórica Basílica de San Pedro, después de la santa misa celebrada por el cardenal Angelo Sodano, mi secretario de Estado, con motivo de varias celebraciones jubilares de la Familia Ignaciana. A todos os dirijo mi cordial saludo. Saludo en primer lugar al prepósito general, el padre Peter-Hans Kolvenbach, y le doy las gracias por las corteses palabras con las que ha manifestado vuestros sentimientos comunes. Saludo a los señores cardenales, a los obispos y a los sacerdotes, y a todos los que han querido participar en el encuentro de hoy. Junto a los padres y a los hermanos, saludo también a los amigos de la Compañía de Jesús aquí presentes, entre ellos, a los numerosos religiosos y religiosas, a los miembros de las comunidades de vida consagrada y del Apostolado de la Oración, a los alumnos y antiguos alumnos con sus familias de Roma, de Italia y de Stonyhurst en Inglaterra, a los profesores, a los estudiantes de las instituciones académicas, a los numerosos colaboradores y colaboradas.
Vuestra visita me ofrece la oportunidad de dar las gracias junto a vosotros al Señor por haber concedido a vuestra Compañía el don de hombres de extraordinaria santidad y de excepcional celo apostólico, como san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y el beato Pedro Fabro. Son vuestros padres y fundadores: por eso, es justo que en este centenario les recordéis con gratitud, fijando vuestra mirada en ellos como guías iluminados y seguros en vuestro camino espiritual y en vuestra actividad apostólica.
San Ignacio de Loyola fue ante todo un hombre de Dios, que puso en el primer lugar de su vida a Dios, su mayor gloria y su mayor servicio; fue un hombre de profunda oración, que tenía su centro y cumbre en la celebración eucarística diaria. De este modo dejó a sus seguidores una herencia espiritual preciosa que no tiene que perderse ni olvidarse. Precisamente porque era un hombre de Dios, san Ignacio fue fiel servidor de la Iglesia, en la que vio y veneró a la esposa del Señor y a la madre de los cristianos. Y del deseo de servir a la Iglesia de la manera más útil y eficaz nació el voto de especial obediencia al Papa, calificado por él mismo como «nuestro principio y principal fundamento» (Constituciones de la Compañía de Jesús, p. I, 162). Que este carácter eclesial tan específico de la Compañía de Jesús siga estando presente en vuestras personas y en vuestra actividad apostólica, queridos jesuitas, para que podáis salir al paso fielmente de las urgentes necesidades actuales de la Iglesia. Entre éstas me parece importante señalar el compromiso cultural en los campos de la teología y de la filosofía, tradicionales ámbitos de presencia apostólica de la Compañía de Jesús, así como del diálogo con la cultura moderna, que si bien por una parte detenta maravillosos progresos en el campo científico, está fuertemente marcada por el cientificismo positivista y materialista. Ciertamente el esfuerzo por promover en colaboración cordial con las demás realidades eclesiales una cultura inspirada en los valores del Evangelio exige una intensa preparación espiritual y cultural. Precisamente por este motivo san Ignacio quiso que los jóvenes jesuitas se formaran durante largos años en la vida espiritual y en los estudios. Es bueno que esta tradición se mantenga y refuerce, dada también la creciente complejidad y amplitud de la cultura moderna. Otra gran preocupación para él fue la educación cristiana y la formación cultural de los jóvenes: por eso impulsó los «colegios» que, después de su muerte, se difundieron en Europa y el mundo. Queridos jesuitas, seguid con este importante apostolado, sin alterar el espíritu de vuestro fundador.
Al hablar de san Ignacio, no puedo dejar de recordar a san Francisco Javier, de quien se celebró el 7 de abril el quinto centenario de su nacimiento: no sólo quedaron unidos por una historia que se entrelazó durante largos años en París y Roma, sino que además les movió y les sirvió de apoyo en sus vicisitudes humanas, si bien diferentes, un único deseo –podría decirse, una única pasión–: la pasión de dar a Dios-Trinidad una gloria cada vez mayor y de trabajar por el anuncio del Evangelio de Cristo a los pueblos que lo ignoraban. San Francisco Javier, a quien mi predecesor Pío XI, de venerada memoria, proclamó «patrono de las misiones católicas», sintió como misión propia la de abrir «nuevos caminos» al Evangelio «en el inmenso continente asiático». Su apostolado en Oriente sólo duro diez años, pero su fecundidad se ha demostrado admirable en los cuatro siglos y medio de la Compañía de Jesús, pues su ejemplo suscitó entre los jóvenes jesuitas muchísimas vocaciones misioneras, y hoy sigue siendo un llamamiento a continuar la acción misionera en los grandes países del continente asiático.
Así como san Francisco Javier trabajó en los países de Oriente, su hermano y amigo desde los años de París, el beato Pedro Fabro, de Saboya, nacido el 13 de abril de 1506, se entregó en los países europeos, donde los fieles cristianos aspiraban a una auténtica reforma de la Iglesia. Hombre modesto, sensible, de profunda vida interior y dotado del don de entablar relaciones de amistad con personas de todo tipo, atrayendo de este modo a muchos jóvenes a la Compañía, el beato Fabro pasó su breve existencia en varios países europeos, especialmente en Alemania, donde por orden de Pablo III participó en las dietas de Worms, de Ratisbona y de Spira, y en los coloquios con los jefes de la Reforma. Desde modo, pudo practicar de manera excepcional el voto de especial obediencia al Papa «sobre las misiones», convirtiéndose para todos los jesuitas del futuro en un modelo.
Queridos padres y hermanos de la Compañía, hoy contempláis con particular devoción a la bienaventurada Virgen María, recordando que el 22 de abril de 1541 Ignacio y sus primeros compañeros emitieron los votos solemnes ante la imagen de María en la Basílica de San Pablo Extramuros. Que la Virgen María siga velando por la Compañía de Jesús para que cada uno de sus miembros lleve en su persona la «imagen» de Cristo crucificado para participar en su resurrección. Os aseguro un recuerdo en la oración por esta intención, mientras imparto a cada uno de los que estáis aquí y a toda vuestra familia espiritual mi bendición, que extiendo también a todas las demás personas religiosas y consagradas que han participado en esta audiencia.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit
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