PRINCETON, New Jersey, domingo, 9 abril 2006 (ZENIT.org).- Robert P. George, profesor de jurisprudencia en la Universidad de Princeton, miembro del Consejo de Bioética de la presidencia de los Estados Unidos, está de acuerdo con Benedicto XVI, el matrimonio no es algo que ha inventado la Iglesia.
De hecho, explica en la segunda parte de esta entrevista concedida a Zenit, el matrimonio monógamo no es algo exclusivo ni mucho menos del cristianismo o de las religiones.
–Usted describe el matrimonio como una «comunión de personas en una sola carne». ¿Se trata de un concepto claramente religioso?
–George: No. El valor intrínseco del matrimonio, entendido como el compartir la vida de forma amplia y a todos los niveles fundamentado en la comunión corporal de la complementariedad sexual de los esposos y ordenada de forma natural a la procreación y crianza de los hijos, puede entenderse, y así ha ocurrido, por personas de diversos credos y por aquellos que no tienen uno concreto.
Las enseñanzas de muchas, si no todas, las religiones se extienden de un modo u otro al matrimonio, pero el bien del matrimonio puede ser conocido, y es conocido, por la razón, aunque no esté ayudada por la revelación.
Según John Finnis, los grandes filósofos de la antigua Grecia y los juristas de la Roma precristiana, si bien en un contexto de reflexión crítica sobre el matrimonio, eran capaces de articular las bases de una comprensión correcta de esta gran bien humano.
Claro está que la expresión “una sola carne” deriva de la Biblia hebrea y Jesús la reafirma con fuerza en los Evangelios. Para judíos y cristianos, la revelación refuerza e ilumina una gran verdad de la ley natural.
–El número 1652 del Catecismo de la Iglesia Católica indica: «Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación». El Catecismo parece que describe el matrimonio en términos meramente instrumentales. ¿Puede aclararnos cómo coincide esto con cuanto usted ha afirmado?
–George: Ciertamente. Ya he dicho que el amor conyugal y la institución del matrimonio están ordenados de forma natural a la procreación y al cuidado de los hijos.
Pero esto no quiere decir que los hijos sean fines extrínsecos para los que la unión marital, en su dimensión sexual o en otra, sea un mero medio. «Ordenado a» no quiere decir «es un mero medio para».
Quizá la mejor evidencia de que la Iglesia reconoce el valor intrínseco del matrimonio y de que no lo trata como un mero medio de procreación sea su clara y constante enseñanza de que las personas pueden tener razones para casarse, y pueden casarse legítimamente, y pueden estar plena y verdaderamente casados, incluso cuando la infertilidad de uno o ambos esposos convierta la procreación en imposible.
Los matrimonios de esposos infértiles son verdaderos matrimonios. No son pseudo-matrimonios. No son matrimonios de segunda clase.
Dado como están constituidos los seres humanos, que a su vez determina la conformación del bien humano, la realización plena del hombre y de la mujer tiene lugar intrínsecamente en su unión en la forma de una comunión idónea – u «ordenada a» – para la procreación y el cuidado de los hijos, aunque no sean capaces de concebirlos.
Los esposos se convierten verdaderamente en «una sola carne» en su relación esponsal aunque la infertilidad temporal o permanente signifique que no tendrá lugar la concepción. Hay que observar que los matrimonios judíos y cristianos se consuman al completar la relación sexual, no al lograr la concepción de un hijo.
No obstante, nada en la afirmación de esta gran verdad contradice la igualmente gran verdad de que los hijos concebidos como fruto de la comunión marital son, de hecho, la “coronación” del amor conyugal.
Los hijos no son objetivos operativos de la unión sexual de los esposos o de la institución del matrimonio; más bien, son un don que se añade al amor marital que se ha de acoger y cuidar como participantes perfectivos en la comunidad – la familia – establecida por la comunión marital de sus padres.
–¿El reconocimiento, por parte de la Iglesia, de la validez de los matrimonios infértiles no contradice su doctrina de que el matrimonio es necesariamente la unión de un hombre y un mujer, en vez de la unión de dos personas cualesquiera, incluyendo a personas del mismo sexo?
–George: No. El elemento clave a considerar es que la Iglesia, de acuerdo a lo que sabemos por la luz de la razón natural, entiende el matrimonio fundamental e irreduciblemente como una relación sexual.
Cualquier persona puede vivir con otra, cuidándose y compartiendo las vidas del otro en muchas dimensiones. Pero para que llegue a existir un matrimonio y se complete, el compartir la vida de forma comprensiva y a todos los niveles se ha de basar en la unión corporal – biológica – de los esposos.
Un hombre y una mujer que se han prometido fidelidad permanente el uno al otro deben convertirse en una «sola carne» en virtud de la consumación de su unión sexual por el que completan las condiciones de comportamiento de la procreación – aunque no existan las condiciones necesarias para la concepción.
Si no existe la unión biológica, las personas no compartirán la vida del otro en la singular forma conyugal. Su vida en común no puede ser un compartir comprensivo, en el que la comunión a otros niveles se funda en su comunión corporal.
Es a través de los actos conyugales – actos que son procreativos por naturaleza, aunque no sean reproductivos en efecto; y aunque debido a la enfermedad, a un defecto o a la edad de la mujer no puedan como resultado la procreación – que un hombre y una mujer, comprometidos el uno con el otro, consuman su matrimonio como la unión de una sola carne.
Es por esto que no puede existir un matrimonio entre más de dos personas, por muy afectuosos que sean los unos con los otros o por muy comprometido con el grupo que sinceramente se pueda estar.
Una vez comprendido el matrimonio como una unión en “una sola carne”, vemos que la actividad sexual entre miembros de grupos polígamos o entre parejas del mismo sexo, por mucho que lo deseen o lo encuentren satisfactorio, es intrínsecamente no conyugal.
Sean cuales sean las consideraciones sobre el hecho de que la actividad sexual en las relaciones polígamas o del mismo sexo puede reforzar el lazo emocional de quienes participan, no pueden unir plenamente a las parejas sexuales de forma conyugal. Sea cual sea la motivación, el objetivo o el fin, no puede ser biológica, la unión «en una sola carne» – precisamente el fundamento y el principio definitorio del matrimonio.
Conviene observar, de paso, que la enseñanza de la Iglesia refleja aquí su comprensión del cuerpo como una parte integrante en la realidad personal del ser humano, y no como un mero instrumento subpersonal para lograr unos fines o inducir satisfacciones deseadas por la parte consciente o volitiva del yo – considerada, como en las teorías dualistas, como la persona real que habita y utiliza un cuerpo.
La unión biológica de los esposos en los actos de tipos procreativo puede ser comunión personal verdadera, precisamente porque nosotros somos nuestros cuerpos – aunque, claro está, no sólo somos nuestros cuerpos –, somos la unión de alma y cuerpo. No somos personas incorporales – mentes, almas, conciencia – que residen dentro, supervisan, y usan cuerpos impersonales.
–Si el matrimonio es en sí evidentemente bueno, entonces, ¿por qué el estado necesita intervenir para preservarlo? ¿No sería suficiente la tutela por parte de la Iglesia y de la comunidades religiosas, donde se celebra y viven en senti
do pleno?
–George: Ésta es una proposición válida sólo en apariencia.
Su fuerza cae en el momento en que consideramos: a) la importancia de los matrimonios, y por tanto del matrimonio considerado como institución, para el bienestar de la sociedad y del estado; y b) la vulnerabilidad del matrimonio como institución a las patologías sociales y a las ideologías hostiles al mismo que debilitan su capacidad de defenderse ante dichas patologías.
La razón más poderosas y fundamental para el interés público en el matrimonio y en su buen estado de salud institucional es su idoneidad única para proteger a los hijos y atenderlos para que crezcan como personas rectas y ciudadanos responsables.
Como han mostrado Brad Wilcox, Maggie Gallagher y otros expertos sociales que han contribuido a «The Meaning of Marriage», pocas cosas son tan importantes para el bien público – y en nuestras circunstancias actuales casi nada es más urgente – que crear y mantener un conjunto de condiciones sociales en las que el hecho de que los niños crezcan con su propia mamá y papá se la norma.
Es cierto que las comunidades religiosas y otras instituciones de la sociedad civil tienen un papel indispensable que jugar, pero la ley tiene también su papel. La ley es una maestra.
Puede enseñar que el matrimonio es una realidad en la que las personas pueden elegir participar, pero cuyos contornos no pueden hacerse y deshacerse a voluntad. Es decir, una comunión en una sola carne de personas unidad en una forma de vida que es la propia para la generación, la educación y la crianza de los hijos. La ley tampoco puede enseñar que el matrimonio es una mera convención, que se puede malear en la forma en que escojan hacerlo individuos, parejas o grupo, sean cuales sean sus deseos, intereses o fines subjetivos.
El resultado, consideradas las tendencia de la psicología sexual humana, será el desarrollo de prácticas e ideologías capaces de destruir verdaderamente la correcta comprensión y práctica del matrimonio, junto con el desarrollo de patologías que tienden a reforzar las mismas prácticas e ideologías que las causan.
El filósofo de la Universidad de Oxford, Joseph Raz, él mismo liberal, que no comparte mis puntos de vista sobre la moralidad sexual, se muestra con razón crítico ante formas de liberalismo que suponen que la ley y el gobierno pueden y deben ser neutrales con respeto a concepciones contrapuestas del bien moral.
A este respecto, ha observado que la “monogamia, admitiendo que represente la única forma válida de matrimonio, no puede practicarse por un individuo. Requiere una cultura que la reconozca, y que la apoye a través de la actitud pública y a través de las instituciones formales”.
Ciertamente el profesor Raz no habla de que, en una cultura, cuya ley y cuya política no apoye la monogamia, un hombre que piense adoptarla no lo pueda ser capaz de autolimitarse y tener una sola mujer o se vea requerido o presionado a tener más de una.
Afirma, más bien, que, aunque la monogamia sea un elemento clave en una correcta comprensión del matrimonio, un gran número de personas no lograrán comprender el valor de la monogamia y la lógica que la confirma, si no ayudándose y sirviéndose de una cultura, de un ordenamiento jurídico, de una política y de una sociedad favorables al matrimonio monógamo.
Lo que vale para monogamia es igualmente válido para otros elementos de una correcta comprensión del matrimonio.
En breve, el matrimonio es la clase de bien que pueden elegir y del que pueden participar de forma convencida sólo aquellas personas que lo han comprendido profundamente y lo que lo eligen precisamente en base a dicha comprensión. No obstante, la capacidad de comprenderlo y, por tanto, de elegirlo, depende de forma decisiva de la orientación de las instituciones y de la cultura que transcienden las elecciones individuales y que se constituyen por un gran número de elecciones individuales.