EXCLUSIVO: Revelaciones de los jóvenes que comieron ayer con Juan Pablo II

Los quince chicos y chicas son huéspedes del pontífice en Castel Gandolfo

Share this Entry

CASTEL GANDOLFO, 17 agosto (ZENIT.org).- «Estamos como en una nube», esta es la confesión de Roger, muchacho de 26 años de Toronto, Chris, de 24 años (Vancouver) y Alana, de 22 años, de Halifax. Cuando ayer se encontraron con la redacción de Zenit seguían cantando, después de haber comido con Juan Pablo II.

Habían pasado dos horas de su encuentro con el Papa en Castel Gandolfo, quien les ha ofrecido su
hospitalidad, al igual que a otros 12 jóvenes de Sri Lanka, de Guinea Bissau, de Polinesia y de Italia (en representación de los cinco continentes). El Papa, que está viviendo con entusiasmo desbordante las Jornadas Mundiales de la Juventud (15 al 20 de agosto), ayer les invitó a todos ellos a comer. Intercambiaron experiencias y cantaron con el Santo Padre.

Junto a estos tres jóvenes canadienses se encontraban Alessandro, Andrea y Simone, los tres originarios de Pisa. «Alessandro no se presentó ante el Papa con la mecha de color rojo que suele llevar», no hacen más que repetir sus compañeros. «¡Qué pena!», protestan sus coetáneos canadienses, mostrando la foto de grupo. Aseguran que con las mechas de color rojo de Alessandro la foto hubiera quedado mucho mejor. A pesar de que no hablan el mismo idioma y de que se conocieron el lunes por la noche, estos italianos y canadienses parecen amigos de toda la vida. Se han encontrado viviendo juntos en la residencia papal de Castel Gandolfo.

En medio de un ambiente de entusiasmo algo delirante han querido ofrecer sus confidencias a la redacción de Zenit en una entrevista realmente espontánea y desorganizada. Menos mal que Alana Cormier, de abuelos franceses, la chica buena del grupo, es capaz de poner un poco de orden entre los muchachos.

–¿Qué es lo que diréis a vuestros amigos tras este encuentro con Juan Pablo II?

«El que mejor puede responder es Roger», afirma Alana, mientras Chris se ríe al ver la cara de interrogante de su compañero. «Es un hombre verdaderamente normal que hace todo de manera muy especial. ¡Es muy humano!», responde Roger Gudino, quien para ese momento ya ha recuperado su picaresca sonrisa heredada sin duda de sus orígenes italianos. «El mundo tiene la suerte de tener a uno como él», añade Chris Radziminski, quien ya se encuentra trabajando en la preparación de las próximas Jornadas Mundiales de la Juventud, que deberían tener lugar en Canadá. Recuerda, con orgullo, que tiene orígenes polacos, como el Papa. Aunque la verdad puede pasar por uno de esos típicos canadienses enormes y rubios. «Ya era un auténtico sueño el poder venir a Roma», explica. «Otro de nuestros sueños era el poder ver al Papa, aunque sólo fuera de lejos. ¡Pero estar con él es una experiencia realmente única!», confirma Roger. «Y pensar que sólo hay otras doce personas en el mundo que pueden contar esta experiencia!». «Es increíble –continúa Chris, quien a estas alturas no hay quien le calle–. ¡Jesús nos dejó a Pedro, y con él al Papa, el líder espiritual de esta Iglesia inmensa! Al mismo tiempo, es un ser humano, que seguía el ritmo con las palmas cuando cantábamos durante la comida». «Es verdaderamente un hombre sabio», insiste Roger quitándole la palabra. Alana, con sus cabellos negros no muy largos, vuelve a moderar la situación: «Es una persona de experiencia».

–Pero, contadnos, ¿cómo fue vuestra comida con el Papa?

«Fue poco formal», responde Alana. «Nadie nos dijo cómo teníamos que vestirnos, ni lo que teníamos que hacer o decir; nos dieron libertad total. Cuando el Papa llegó, nos encontrábamos ya en el comedor, en una mesa en forma de «u», con una gran mantel blanco. El lugar del Papa estaba reservado en el centro con un centro floral y una silla de color rojo. Al llegar, estábamos cantando. A continuación, todos le saludamos, cada quien como se le ocurría: alguno le dio la mano, otro hizo una reverencia, alguno le besó el anillo. Nos acogió con gestos muy cariñosos, nos acariciaba el rostro –dice la joven canadiense repitiendo el gesto del pontífice con sus manos en su propia cara–, o nos daba unas palmadas en la espalda. Después nos sentamos para comer. Los lugares habían sido distribuidos anteriormente por el secretario del Papa, monseñor Stanislaw Dziwisz, con el objetivo de que hubiera una buena repartición por idiomas. Monseñor Stanislaw se puso a un lado de la mesa. El Papa bendijo la mesa y nos invitó a sentarnos, ¡en francés!», dice alzando el cuello Alana, que procede de Quebec».

«Es increíble cómo el Papa puede pasar de un idioma a otro sin dificultad, de repente, como si fuera lo más fácil del mundo», interrumpe Chris, quien produce un chasquido con sus dedos, moviendo su cabeza rubia y abriendo de par en par sus ojos azules, con una alegría comunicativa. Se ve que tienen ganas de contar lo que acaban de vivir.

–Y durante la comida, ¿qué hicisteis?

«El Papa se fijo mucho en nosotros y habló bastante con todos. Nos presentamos personalmente, para que supiera cuáles eran nuestros países de origen. A veces, el Santo Padre me hizo alguna pregunta que puso a prueba mi polaco», añade Chris, quien destaca particularmente el buen humor de monseñor Stanislaw. Chris ha estudiado Ingeniería civil; mientras que Roger ha hecho filosofía y literatura inglesa; Alana es médico.

«Desde un primer momento el Papa nos pidió que cantáramos –explica Alana–. Maurissa, de Sri Lanka, que estaba a la izquierda del Papa, había traído la guitarra. Carlos de Guinea Bissau, marcó el ritmo. Cantamos el Ave María de Lourdes. Y todos repitieron el refrán con nosotros. Todo el comedor resonaba. El Papa acompañó los cantos siguiendo el ritmo dando palmadas sobre la mesa. A veces no sabíamos la letra, entonces seguíamos el ritmo con las palmas. No nos sabíamos las canciones africanas».

–Con tanto jaleo, ¿comisteis algo? ¿Cuál era el menú?

–«¿Crees que uno puede darse cuenta de lo que está comiendo en un momento así? Me acuerdo que la comida era muy buena, pero no sabría decir qué era. Se trataba de una comida italiana familiar, sencilla: pasta, un plato de carne, postre: pastel y fruta. Para acompañar, agua o vino blanco», responde Alana. En la foto que me enseñan se pueden ver también palitos de pan. En este aspecto culinario, era inútil tratar de hacerles despertar más recuerdos, pues realmente estaban despistados.

–Y vosotros, ¿le ofrecisteis algo al Papa?

«Sí», responde inmediatamente Alana, quien le entregó un libro de fotos de su región, Nueva Escocia, un separador de páginas de libro, y un CD grabado por su diócesis. Los jóvenes de Canadá le regalaron también una camiseta de hockey, con el nombre en las espaldas Juan Pablo y el número 2, pero, claro está, con números romanos. Fue una idea de Roger. ¿Por qué? «Por que me encanta el hockey», responde levantando sencillamente los hombros, como dejando claro que no hace falta romperse la cabeza cuando se trata de ofrecer un regalo. El Papa tomó la camiseta y les dijo: «¡Hace sesenta años yo también jugaba a hockey!».

Los jóvenes de Polinesia, que venían con trajes coloridos y con flores, le entregaron tres collares, que inmediatamente se puso en el cuello. «¡Y no quiso quitárselos», añade Chris. Los de Sri Lanka le ofrecieron una bandera de su país y té. Los italianos le ofrecieron también su bandera y una camiseta con el nombre de su ciudad: «¡PISA!» y el de los tres muchachos. «Por su parte, el Papa nos regaló la medalla conmemorativa de la XV Jornada Mundial de la Juventud y cuatro rosarios a cada uno, para nuestras familias», explican con un tono como si fuera una cantidad enorme.

–¿Qué es lo que han dicho vuestras familias al saber que sois huéspedes del Papa?

Los tres se codean para que uno de ellos comience. Los padres de Roger le dijeron antes de la comida que le pidiera al Santo Padre rezar por la familia. Su hermano mayor, que es católico, le hizo la
misma petición. Alana confió al Papa las intenciones de su parroquia, de su diócesis y le pidió que bendijera algunas medallas. Su madre estaba en el encuentro de Halifax, en 1984, cuando Juan Pablo II visitó Canadá. Chris recibió el encargo de su padre de decirle al Papa que se había encontrado con el cardenal difunto de Polonia, Wyszynski, en 1969, en Roma.

Los huéspedes de Castel Gandolfo
Los quince jóvenes comparten un apartamento de tres habitaciones: las seis chicas duermen en una habitación, y los nueve chicos, en las otras dos. Se sorprenden al constatar que son capaces de entenderse, a pesar de que no hablan el mismo idioma, y de que el ambiente es muy bueno. «¡Hay una atmósfera increíble!». Les encanta cantar. En la mañana desayunan en el jardín. Les preparan una mesa bajo un árbol secular. Pueden disfrutar de auténtico yogur de granja.

El martes, fueron acogidos por la parroquia de Castel Gandolfo: los de Pisa leyeron las lecturas de la fiesta de la Asunción. «Este Papa, que tiene ochenta años, que ha cambiado el mundo –dice Chris con el mismo entusiasmo del inicio, mencionando la caída de los regímenes comunistas en Europa del Este–, ¡nos quiere!». «Es auténtico, realmente se preocupa por los demás», concluye por su parte Roger. Están convencidos de que muchos jóvenes hubieran querido estar en su lugar. Y comienzan a soñar en las Jornadas Mundiales de la Juventud que deberían tener lugar en Canadá. Para estar seguros, tendrán que esperar al próximo 20 de agosto, cuando el pontífice podría hacer el anuncio oficial.

Share this Entry

ZENIT Staff

Apoye a ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación

@media only screen and (max-width: 600px) { .printfriendly { display: none !important; } }