(ZENIT – Madrid).- Nació el 20 de agosto de 1670 en Privas, Francia. Su padre regentaba un comercio textil y los tres hermanos que sobrevivieron, de los cinco nacidos en el hogar, no tuvieron excesivos problemas económicos porque se vivía holgadamente. Sus progenitores le proporcionaron una buena educación. Era un muchacho tan despierto que a sus 11 años el párroco le encomendó tareas de cierta responsabilidad en la parroquia de Santo Tomás; actuaba como testigo firmando actas parroquiales de bautismo, matrimonio y sepultura. En su entorno imperaba el calvinismo y en este ambiente enrarecido por los conflictos que generaban creencias dispares, se sintió llamado a seguir a Cristo en el transcurso de una Eucaristía. Toda su vida tuvo como eje central la adoración al Santísimo Sacramento.
En 1690 ingresó en el seminario de Viviers y cuatro años más tarde fue ordenado sacerdote por el prelado de la diócesis. Luego, se trasladó a Saint-Agrève en calidad de coadjutor. Su ministerio estuvo marcado por la reflexión sobre la Palabra de Dios y su devoción a la Sagrada Eucaristía, pilar de su vida sacerdotal e influjo para ejercitar la caridad sin desmayo. Volcado por completo en la misión, afable y cercano, fácilmente se compenetraba con las gentes sencillas. Conocedor de sus carencias, las fortalecía en la fe y conseguía que se involucraran en la defensa de la unidad de la Iglesia. También él iba discerniendo los pasos que debía dar.
Se sentía impulsado a la vida misionera. Los pobres, en particular los campesinos, eran sus predilectos. Por esa razón, en 1700 abandonó Saint-Agrève y se vinculó a la Congregación de la Misión, ya que su carisma estaba orientado a las «misiones populares», y ello le permitiría estar en contacto con este colectivo. Profesó en 1702 y fue destinado a Valfleury. Una de sus tareas consistió en atender a los peregrinos que acudían al santuario de la Virgen au Genêt d’Or. En la Congregación aprendió el método seguido por san Vicente de Paúl, que él mismo encarnó y difundió durante seis años de evangelización por los confines de Lyon llegando hasta Béziers. Internamente libraba una lucha difícil de apreciar por los demás; no estaba convencido del camino emprendido. Su experiencia apostólica con la gente del campo corroboró lo que venía intuyendo, que esa era la vía que debía seguir. De modo que, tras dos intensos años dedicados a la misión y a una seria reflexión para dilucidar la voluntad divina, en 1706 dejó a los lazaristas.
Nunca se apagó su sed de llevar la Palabra de Dios por los pueblos. No se cansaba de repetir que había que acudir a ella: «Es necesario alimentarse de la Palabra de Dios, y así alimentar e instruir a los otros». «Quien comete el mal es porque no conoce a Dios. ¿Quién osaría no obedecerlo, no amarle, si lo conociera verdaderamente? ¿Quién osaría ofenderlo? Cuando se tiene el hábito de meditar su amor, se tiene también la certeza de esperar todo de su misericordia».
Con la debida autorización eclesial, continuó predicando por diversos lugares. Administraba los sacramentos, enseñaba a los niños, y prodigaba toda clase de atenciones de forma incansable. Suplicaba fervorosamente: «Señor, que ame con amor verdadero lo que es y concierne el bien de mi prójimo. Haz que te rece por él y que, por Ti, busque siempre serle útil…». Su firme convicción era: «Nuestra parte solo debe ser paciencia y dulce caridad, que es un medio admirable para ganar a los más endurecidos». Se congregaban en derredor suyo multitudes que, a su pesar, premiaban su celo apostólico. Su amor a Cristo hacía años que le había predispuesto a asumir cualquier sacrificio. También la Virgen María fue su baluarte.
En 1712 su ardor misionero le llevó a Boucieu-le-Roi. Esta localidad, en la que se afincó definitivamente, fue su cuartel general. De allí partía para evangelizar los pueblos y regiones vecinas. La Eucaristía y la Pasión marcaban su vida, alumbraban su labor y le ayudaban a posarse en el corazón de los incrédulos. En Boucieu-le-Roi, ayudado por los fieles del entorno, erigió un monumental Vía Crucis. Ingeniosamente aprovechó la escarpada orografía del terreno dándole realce con sus 39 estaciones; una espléndida catequesis que se iniciaba con lo acontecido el Jueves Santo y culminaba con Pentecostés. Él mismo encabezaba las constantes visitas de peregrinos acompañándoles en su reflexión y oración. Además, un grupo de mujeres, instadas por él, le ayudaron en esta tarea apostólica. Así surgió su fundación: la Congregación del Santísimo Sacramento.
El 30 de noviembre de 1715 hizo entrega a las primeras religiosas de los distintivos de la Orden, el hábito y la cruz. «El libro más bello. Jesucristo que sufre y muere en la cruz por nosotros» era el objeto de sus meditaciones. «¿Buscas la humildad? ¡Id a la Cruz!, ¿buscas la pureza? ¡Id a la Cruz!, ¿buscas la esperanza?, ¿eres atraído del orgullo? ¡mira el crucifijo!…». Éstas, y otras muchas, eran las grandes lecciones que ofrecía. En su formación inculcaba a sus hijas el amor a la Eucaristía instruyéndolas para que supiesen educar a niños y a jóvenes; escribía sus reglas y les proporcionaba otros tratados de espiritualidad de su autoría.
Sin abandonar la misión popular, creó nuevas escuelas y un espacio para las maestras, denominado «regentas», en el que podían compartir sus intereses. Pero su búsqueda personal no tenía fin, y terminó vinculándose a la fundación de Sacerdotes del Santísimo Sacramento. Un día, siendo ya septuagenario, cuando predicaba en Rencurel se sintió indispuesto por tantas fatigas. Y mientras oraba acompañado de un sacerdote y dos religiosas de la Orden fundada por él, que acudieron de inmediato a su lecho de muerte, expiró el 8 de julio de 1740. Juan Pablo II lo beatificó el 3 de octubre de 2004.
Beato Pedro Vigne
Beato Pedro Vigne – 8 de julio
«La cruz y la Eucaristía: claves de este «misionero del clero», artífice de un grandioso Vía Crucis. Es el fundador de la Congregación del Santísimo Sacramento, cuya devoción fue uno de los ejes vertebrales de su vida»