Isaías 66, 18-21: “Traerán de todos los países a los hermanos de ustedes”
Salmo 116: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio”
Hebreos 12, 5-7. 11-13: “El Señor corrige a los que ama”
San Lucas 13, 22-30: “Vendrán del oriente y del poniente y participarán en el banquete del Reino de Dios”
Con mucho enojo reclama Doña Juanita a su hijo que se adormece entre las teclas y funciones de su celular: “¡El mundo virtual no es la realidad! No se consiguen las cosas con apretar un botón. Tienes que sobarte el lomo para alcanzar lo que quieres. Ya ponte a trabajar. Ya ponte a hacer algo”. ¡Qué difícil contraste! A la juventud se le presenta un mundo de oportunidades, de bienes conseguidos por el pequeño toque de un dedo, se les promete el éxito con tan sólo un pequeñisimo esfuerzo… y la realidad exige dedicación, esfuerzo, constancia y generosidad. Ni se aprende un idioma en quince días, ni se consigue salud con hierbas milagrosas, ni se alcanza el éxito con puros sueños. Incluso las religiones ofrecen salvación con mínimos requisitos. Mientras el mundo nos presenta una gama de placeres, oportunidades y facilidades… la realidad se torna cada día más crítica y nos exige mayor entrega.
Jesús promete felicidad pero de un modo muy diferente. Precisamente cuando Él va camino de Jerusalén donde será crucificado, donde entregará su vida, nos pone en guardia para no hacernos la ilusión de una religión cómoda y a nuestro modo. A aquellos judíos que preocupados le preguntan sobre el número de los que se salvan, Jesús les responde no sobre el número sino sobre el cómo se salvan. Advierte que la salvación no es algo mecánico que se obtenga automáticamente. No basta para salvarse el hecho de pertenecer a determinado pueblo, a determinada raza, tradición o institución, así sea el pueblo elegido del que proviene el Salvador. «Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas… No sé de dónde son ustedes», escuchamos en el relato de Lucas. Es evidente que quienes hablan y reivindican privilegios son los judíos; pero no podemos ingenuamente pensar que Jesús se refiere exclusivamente a los judíos de su tiempo. Debemos hacer actual el relato de Lucas: estamos ahora en un contexto de Iglesia; aquí oímos a cristianos que presentan el mismo tipo de pretensiones: “Profetizamos en tu nombre, hicimos milagros”, “Te prendimos una veladora”, “Alguna vez asistí a misa”, “Tenemos una tía monja”… pero la respuesta del Señor es la misma: ¡no los conozco, apártense de Mí todos los que hacen el mal!”. Por lo tanto, para salvarse no basta el simple hecho de haber conocido a Jesús y pertenecer a la Iglesia; hace falta otra cosa. Y creo que no será solamente “no hacer el mal”, sino precisamente buscar hacer el bien al estilo de Jesús.
Las comparaciones de Jesús nos descubren la verdadera felicidad en torno a una mesa, en la alegría de una cena, en la abundancia de un banquete. La alegría de estar todos juntos nos conduce a participar de un alimento común, a compartir lo que verdaderamente somos. El símbolo del Reino aparece como un banquete, lugar de encuentro y comunión. El banquete es una forma de expresar que el Reino es plenitud, satisfacción, festín, gozo, solidaridad y hermandad. Se nos ofrece, estamos invitados, pero es preciso entrar. Es un regalo que debe ser acogido. Todo lo contrario a lo que hoy nos invita nuestro mundo: el egoísmo, el placer solitario, la abundancia individual que deja en la pobreza y en la miseria a los hermanos. No es una comida rápida, donde se llena el estómago pero se queda vacío el espíritu porque se ha vivido egoístamente.
Invitación y compromiso, regalo y servicio, son los dos polos en los cuales se mueve la realidad del Reino. La pertenencia al pueblo de Dios no es un privilegio para nosotros, sino un servicio para los demás. Es una invitación universal. Los “pases” de entrada a este banquete no son basados en privilegios, sino en la respuesta a la vivencia interior del mensaje de Jesús. La selección frente a la puerta estrecha del banquete, no consistirá en títulos y apariencias, sino se escogerá a quien haya respondido con sinceridad y a quien haya practicado la justicia. Sólo cuando se ha abierto el corazón a los demás se puede participar plenamente del Reino. Es todo lo contrario a lo que está sucediendo en nuestros tiempos: unos pocos comen en abundancia y acaparan todos los bienes, mientras millones se quedan fuera comiendo migajas.
Es necesario acoger el mensaje del Reino y vivir sus profundas exigencias de conversión. Jesús se imagina una muchedumbre agolpada frente a una puerta estrecha, pero no se trata de dar codazos, pisar a los otros para entrar. Se requiere un esfuerzo para entrar; pero no consiste en aquel rigorismo estrecho de los fariseos que se queda en la superficialidad: Jesús llama a la radicalidad de una conversión, nos invita a cambiar el corazón y a esforzarnos por vivir una vida nueva, dando primacía absoluta a Dios y a los hermanos. Esta conversión no es teórica, sino una decisión que trastoca nuestro modo de actuar y nos exige una nueva conducta y un modo nuevo de relacionarnos con Dios, con las cosas y con los hermanos.
Quizás en la Iglesia, sin darnos cuenta, hemos provocado una actitud que busca ganar el Reino con un camino seguro de rezos, indulgencias y privilegios. Hemos dado la impresión de ganar mágicamente el cielo. Es hora de regresar a la raíz del Evangelio: aceptación plena de Jesús y de su camino. No basta pertenecer al pueblo de Dios por el Bautismo y hacer unas cuantas prácticas. No basta haber escuchado la Palabra o incluso haberla enseñado; se requiere un testimonio coherente y unas entrañas de misericordia, se requiere dejarnos penetrar por el Espíritu de Jesús y desde nuestro interior transformar toda nuestra vida. Se requiere reconocer a todos los hombres y mujeres como hermanos y compartir la vida, el servicio y los bienes con ellos como lo hizo Jesús.
La puerta para entrar al Reino de los Cielos es el corazón de los pobres. ¿Hemos entrado en su corazón? ¿Han entrado los pobres en nuestro corazón?
Padre bueno, tú has dispuesto bondadosamente una mesa para todos, abre nuestros corazones y nuestras manos para que podamos acoger con generosidad a nuestros hermanos en la mesa de la fraternidad. Amén
Jesús ingresa en Jerusalén - Fresco Giotto, capilla Scrovegni (Wiki commons)
Puerta y banquete
XXI Domingo Ordinario