España: Crisis y oportunidad de cambio (1)

Carta Pastoral de los obispos vasco-navarros para Cuaresma

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PAMPLONA, martes 8 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Cada año, los obispos del País Vasco y Navarra (España) publican una carta pastoral conjunta, al principio de la Cuaresma, en la que hacen una reflexión amplia sobre algún tema de actualidad.

Este año, la carta se titula “Una economía al servicio de las personas. Ante la crisis, conversión y solidaridad”, y está dedicada a analizar las causas y las consecuencias de la crisis económica, así como a hacer recomendaciones a las comunidades cristianas en estos momentos difíciles.

En la primera parte de la carta (capítulos 1 y 2), los obispos trazan los rasgos que caracterizan la presente situación, mientras que en la segunda (capítulos 3 y 4), ofrecen indicaciones a los fieles y a “las personas de buena voluntad”.

Ante todo, los obispos advierten que la crisis actual no es un problema meramente político o económico, sino que insisten en las “tragedias personales” de miles de personas y de familias que han perdido su empleo o las ayudas sociales, o que ven en peligro sus viviendas y sus empresas.

“No podemos esconder la cabeza frente a lo que está ocurriendo, ni, mucho menos, mirar para otro lado frente al sufrimiento de tantas personas”, afirman, sino que hay que “reflexionar sobre la situación presente, tratar de entenderla y enjuiciarla, iniciar una profunda conversión para cambiar lo que sea necesario y, sobre todo, ejercitar la solidaridad con las personas que sufren las consecuencias”.

En este sentido, afirman que la crisis actual, “con los ojos de la fe” debe entenderse como un “tiempo de gracia”, una “oportunidad de cambio y de mejora”. “Debemos preguntarnos si la manera en que vivimos y el modo en que han evolucionado las finanzas y la economía son saludables y convenientes”.

Los obispos recuerdan que la situación actual “es de emergencia, porque se ha evitado afrontar algunas cuestiones importantes”, entre ellas “la falta de control de los movimientos y de los nuevos instrumentos financieros, la ausencia de una adecuada valoración del riesgo, y la búsqueda de beneficios a corto plazo basados en una industria financiera sobredimensionada”.

Dinero fácil

“También en algunos países europeos, y entre ellos España, una parte anómalamente elevada de su crecimiento económico se ha debido a una situación de dinero fácil y de boom inmobiliario. Curiosamente, aunque el sentido común hacía ver que tal situación era insostenible, se creó un estado psicológico de euforia que impulsó una ‘huída hacia adelante’”, señalan.

Esta “euforia injustificada” fue seguida repentinamente por “una igualmente injustificada situación de pánico, que hizo que en la segunda mitad de 2007 se ‘secaran’ los mercados financiero e inmobiliario, con gravísimas consecuencias para la economía real”.

“Más de un experto ha calificado la inexplicable ‘huída hacia adelante’ como una respuesta al miedo a quedarse atrás: ‘si todo el mundo gana, ¿por qué no yo?’ – explica el documento –. Ello ha producido una aceleración de la espiral de endeudamiento y de riesgo”.

“Es verdad que tanto la codicia como la corrupción están en el origen de la crisis, pero la fragilidad humana, expresada por su racionalidad limitada y por su falta de autocontrol, ha desempeñado un papel desencadenante fundamental”, añaden los obispos, citando a expertos.

Para los obispos, una de las claves de la crisis ha sido el “crecimiento exagerado” del sistema financiero”, que “no ha guardado relación con el conjunto de la economía”.

“Sus consecuencias han resultado desastrosas al haberse desencadenado una espiral de causas y efectos, que hace muy difícil salir de la crisis: colapso financiero, parón industrial e inmobiliario, sequía de inversiones en bienes y equipos, alto y rápido incremento del desempleo, fuerte contracción del consumo, brusca caída de los ingresos fiscales, déficits presupuestarios inasumibles y, como consecuencia, una diferencia creciente entre los recursos disponibles y las medidas necesarias de protección social”.

“Esta cadena, aparentemente técnica, tiene, sin embargo un final claramente identificable: la tragedia de muchas personas y familias que han perdido su trabajo y sus ingresos, ven con angustia la disminución e incluso desaparición de las ayudas sociales, resultan expulsadas del sistema económico y corren el riesgo de serlo del sistema social”, advierten.

Además, ponen en guardia contra “el encarecimiento de los alimentos y de las materias primas ligado a la crisis”, que “ha sumido en una situación insostenible a millones de personas en los países más pobres del mundo, amenazando su misma supervivencia”.

Otra de las claves ha sido la falta de “reglas adecuadas para regir el mercado global, especialmente el financiero”, así como la de “instituciones con capacidad suficiente para garantizar su buen funcionamiento” y, finalmente, la falta de ética.

“Una teoría excesivamente permisiva con los mecanismos propios del mercado ha favorecido un relajamiento de las más elementales normas técnicas que guían la asunción y evaluación de riesgos; pero, a su vez, esa relajación no ha sido exclusivamente técnica, sino también propiciada por una serie de comportamientos que manifiestan graves fallos morales”.

En este sentido, citan unas palabras de Michel Camdessus, anterior director del Fondo Monetario Internacional: “esta crisis financiera es realmente también… y posiblemente ante todo, un desastre ético”.

Aprender la lección

Por ello, los obispos insisten en que la crisis debe ser “una ocasión de revisión y mejora que no puede ser desaprovechada”, evitando “tratar de volver cuanto antes a la situación anterior, como si nada hubiera pasado”.

“Este riesgo está mucho más extendido de lo que pensamos y puede limitar en gran medida la oportunidad de mejora”, advierten.

“El segundo riesgo consiste en pensar que la situación puede resolverse con medidas de política económica, tales como una mejor regulación de los mercados, una revisión de los métodos de evaluación de riesgos, un grado mayor de cobertura por parte de los bancos y, en su caso, las necesarias medidas de ajuste estructural”.

Sin embargo, “la crisis actual denota quiebras económicas, éticas, antropológicas y culturales sobre las que es necesario reflexionar en profundidad”.

Economía ética

Una de las primeras cosas que hay que revisar, afirman los obispos, son los principios en los que se basa la economía, que son “el bien común, el destino universal de los bienes y la solidaridad”.

El bien común, explican, “debe ser responsabilidad y objetivo de cada persona y grupo social y no sólo de los poderes públicos”, por lo que no cabe “que cada agente social, se rija por sus propias lógicas e intereses”, dejando que sean los poderes públicos los que “garanticen una especie de arbitraje y compensación de intereses”.

Tal receta, aseguran, “es el mejor camino para el conflicto, la confrontación y, en último término, la quiebra de la sociedad”.

Respecto al destino universal de los bienes, los prelados recalcan que “en una cultura como la nuestra, en la que se da por supuesta la propiedad privada de los bienes, es del todo necesario recalcar que dicha propiedad no es de carácter absoluto sino funcional”.

“Nadie puede tener cerrada la vía a los bienes necesarios para vivir dignamente. Y dado que todas las personas somos iguales en cuanto a dignidad, todas debemos disfrutar de idéntico derecho a acceder a dichos bienes y a poseerlos y administrarlos sin menoscabo del bien común”, afirman.

Sobre la solidaridad, afirman que tiene su base “en sentimientos y anhelos profundos, que responden a la verdadera natur
aleza humana: la llamada a construir una familia humana sin excluidos de ninguna clase; la puesta en práctica de la igualdad humana radical; la búsqueda de la armonía con los demás, que expresa la dimensión social y entrelazada de toda vida humana”.

¿Mercado sin ley?

Según los obispos, esta crisis “ha demostrado que el mercado, dejado a sí mismo, no solamente puede resultar ineficiente, sino acabar promoviendo prácticas inmorales y generar un desastre global”.

No se trata, afirman, “de negar lo que de beneficioso y necesario tiene el mercado; sin embargo, no es cierto que lo mejor para el bien común sea dejar que el mecanismo del mercado obre con entera libertad sin ninguna interferencia de ningún tipo”.

“Nunca ha existido ningún mercado tan libre ni perfecto, ni podrá existir, por la sencilla razón de que los mercados están operados por personas y grupos, sujetos a sus propias debilidades e intereses”.

“Aunque sólo fuera por esto, el recto juego del mercado debe ser garantizado por los poderes públicos, que deben impedir toda práctica dañina para el bien común”.

Olvidar a la persona

Otro de los puntos que hay que revisar es la falta de participación de la persona en el entramado económico: aunque la actual economía “está basada principalmente en la iniciativa privada”, y “las organizaciones son casi unánimes al afirmar que su principal capital son las personas”, este principio encuentra “serias dificultades para llevarlo a la práctica”.

“El problema de fondo estriba en que el éxito de la actividad económica se mide en términos de rendimiento económico o beneficio, y, por tanto, su búsqueda lleva naturalmente a convertir a las personas empleadas en “factores de producción” al servicio de dicho éxito”.

Ya la encíclica Quadragesimo anno de Pío XI, recuerdan, subrayaba “la conveniencia de que la participación de todos los que forman parte de una empresa se extendiera a la propiedad, la gestión y los beneficios”, una doctrina “en la que han profundizado tanto el Concilio Vaticano II como el papa Juan Pablo II”.

Desarrollo: no ideología, sino vocación

Los obispos apuntan también a una concepción errónea del desarrollo, que en sí es algo bueno, convertido en ideología por encima de las personas.

Para los obispos, “es imprescindible reflexionar sobre la noción misma de progreso y desarrollo para evaluar su práctica actual y reorientarla de manera positiva. Para ello, es necesario enraizar dicha noción en la base misma del ser humano, para evitar así que se conviertan en una ideología a idolatrar”.

“En primer lugar, el desarrollo debe ser entendido como vocación, lo que lo remite a su fuente, que no es otra que el Dios que nos ha creado a su imagen y semejanza. Esa vocación radical es la que nos mueve a crear condiciones cada vez mejores para el pleno desarrollo de nuestra dignidad”.

Una segunda nota del auténtico desarrollo, añaden, “es que abarca a toda la persona. En general, el desarrollo suele medirse por los indicadores de la calidad y el nivel de vida material; sin embargo, el ser humano está caracterizado por sus facultades racionales y su naturaleza espiritual”.

El tercer aspecto, subrayan, “es que el desarrollo lo es para todas las personas”. Frente al “escándalo de las disparidades hirientes”, las exigencias del bien común, del destino universal de los bienes, de la participación y de la solidaridad “hacen que no se pueda hablar de auténtico desarrollo si éste no se concibe desde su propia raíz como un movimiento en el que deben participar y del que deben beneficiarse por igual todos los países y todas las personas”.

En cuarto lugar, el desarrollo “ha de ser sostenible”, afirman, señalando que “aún ha de avanzarse mucho por el camino de las medidas políticas que impidan que el deterioro se agrave y faciliten la recuperación, en lo posible, de un medio natural equilibrado”.

“Tales medidas no serán suficientes si, especialmente en los países más ricos como es nuestro caso, no revisamos nuestro modo de vida personal y familiar, y nuestros hábitos de consumo. No podemos seguir instalados en una cultura de la abundancia y del “usar y tirar”, como si todo pudiera ser reemplazado sin límite”, advierten.

“Finalmente, hay que descubrir que el núcleo del verdadero desarrollo se encuentra en la caridad”, alegan, citando la frase del Papa Benedicto XVI, “La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos”.

Superar el individualismo

Los obispos concluyen su análisis reflexionando sobre el individualismo: “uno de los logros personales y sociales más importante de la modernidad ha sido el de la progresiva afirmación y autonomía de la persona”.

Sin embargo, esto “encuentra su lado oscuro en el avance también progresivo de una cultura individualista, en la que cada persona se erige en centro de la realidad y tiende a convertirse en la referencia clave de su propia existencia”.

El individualismo, explican los prelados, “tiene importantes consecuencias en el campo ético. Una de ellas es la distorsión de la relación entre libertad y responsabilidad. En términos muy simples se podría expresar como ‘nadie puede decirme lo que debo hacer’ y ‘yo no soy responsable de los efectos de mis actos’”.

En este sentido, citan al filósofo Ricoeur, afirmando la dificultad de los hombres actuales “para reconocerse no sólo como autores de sus actos, sino como responsables de las consecuencias de esos actos, en particular cuando han perjudicado a otro; es decir, cuando en última instancia han añadido algo al sufrimiento del mundo.”

Esta cultura, advierten, “socava las bases mismas del bien común y de la solidaridad, y fomenta un modo de comportamiento nefasto a medio plazo; quienes estamos satisfechos, porque nos va bien, buscamos mantener y mejorar nuestra situación, con poco miramiento por los que viven social y económicamente descolgados”.

“Hemos de preguntarnos muy seriamente acerca de nuestra participación en esta cultura, que está íntimamente unida al individualismo. ¿No es cierto que, tal como ocurrió en nuestra anterior crisis de los años 80 del pasado siglo, corremos el riesgo de dividirnos gravemente entre los afectados y los no afectados por la crisis? ¿No es cierto que tratamos de mantener nuestros niveles de satisfacción mientras hay mucha gente a nuestro alrededor que lo está pasando muy mal? ¿No es cierto que tal actitud no hace sino complicar los problemas y agravar las perspectivas de futuro?”

Por otro lado, apuntan “vivir en el cambio constante está adelgazando las bases y la densidad de nuestra cultura y nuestra ética”.

“No es de extrañar que, en esta nueva cultura, los compromisos sean cada vez más precarios y a menor plazo, y las creencias y pensamientos de carácter recio, universal y unificador del ser humano y de su actuar tengan una menor vigencia práctica”.

En este sentido, subrayan la importancia de “redescubrir y fortalecer los principios y valores de la vida social: la verdad, la libertad, la responsabilidad, la honestidad, la participación, la justicia, el bien común, la solidaridad y la paz”.

“Tales principios y valores ni pueden dejar de ser sólidos ni reducirse a meros ideales teóricos que no se traducen en virtudes prácticas de comportamiento individual y social. La crisis nos lo ha demostrado”, concluyen.

[El análisis de la segunda parte del mensaje será ofrecida en el servicio de ZENIT de mañana miércoles]

El documento puede encontrarse en: http://www.iglesianavarra.org/wp-content/uploads/2011/03/Carta-pastoral-Cuaresma-Pascua-2011.pdf </p>

Por Inma
Álvarez

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ZENIT Staff

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