La dignidad humana y la fraternidad de los hombres, realidades «meta-genéticas»

Por el profesor Alfonso Carrasco Rouco

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MADRID, sábado, 14 octubre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del profesor Alfonso Carrasco Rouco de la Facultad de Teología «San Dámaso» en la última videoconferencia mundial de teología organizada por la Congregación para el Clero sobre bioética (27 de septiembre de 2006).

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La dignidad y la fraternidad humanas están enraizadas ciertamente en el hecho mismo de ser hombre, de pertenecer a la raza humana, y no son otorgadas por ninguna decisión o acuerdo político. Su dignidad le viene al hombre por naturaleza, no por la pertenencia a un determinado cuerpo social.

Sin embargo, no tienen razón quienes pretenden explicar dignidad y fraternidad genéticamente, es decir, desde un pensamiento «naturalístico», que sólo reconoce como reales las leyes naturales observadas por la ciencia empírica y querría explicar así el mundo entero y, por tanto, también al hombre.

En esta perspectiva, la humanidad es vista como una parte más –quizá marginal o incluso desestabilizadora– del proceso evolutivo natural, y su lenguaje, conocimiento o valoraciones morales –su cultura– son explicadas como expresión sólo de sus dinamismos biológicos, como fruto de la interrelación entre su genética y su entorno.

El hombre queda reducido así a una especie animal evolucionada. Su conocimiento del mundo, su percepción del bien y del mal, su libertad o dignidad serían meras expresiones de la información genética y de las exigencias biológicas propias de su especie, y carecerían de toda universalidad; no implicarían un conocimiento verdadero del mundo, una comprensión verdadera de la racionalidad que guía el movimiento de los demás seres del universo a partir de sus diferentes bases biológicas.

Esta aparente humildad hace imposible establecer una relación con la naturaleza que no sea la que más convenga a la supervivencia humana y canoniza así su instrumentalización: su ser propio –verdadero y bueno– no puede ya ser conocido por el hombre, que verá en ella sólo recursos de los que disponer a la medida de su fuerza y conveniencias.

Por otra parte, esta reducción antropológica conlleva también la no valoración de la libertad humana, pues el criterio de la acción del hombre sólo puede ser ya el de la especie –es decir, la sociedad y, en realidad, el poder dominante en ella– y no el del yo individual, la afirmación de cuya singularidad y dignidad no tendría base real, más aún, sería perjudicial y contraria al bien del conjunto. Ello significa, en concreto, la desaparición del reconocimiento de la dignidad del prójimo y la fundamentación de criterios de acción radicalmente utilitaristas. La fraternidad no puede afirmarse sobre esta base, en la que cada «tú» es sólo un ejemplar más de una especie «humana».

Estos planteamientos «naturalísticos» esconden una opción de fondo sobre la relación del hombre con el mundo, en la que está en juego consciente y explícitamente su relación con Dios: El hombre no puede pensarse como «imagen de Dios» y coronación de la creación. Ante la evidencia de la racionalidad del mundo, que se rige por propias «leyes naturales» no constituidas por el hombre –como hace evidente la crisis ecológica–, no se concluye en el reconocimiento de esta racionalidad como signo del Logos creador, sino en la presentación del mundo como algo no dominable y, por tanto, ajeno a la razón humana –entendida siempre de modo instrumental.

Se llega así a la conclusión contraria a la esperada en los inicios del camino filosófico moderno: que el mundo se haría transparente a los ojos de la razón (Descartes), que convertiría este saber en poder (Bacon), dando al hombre la señoría sobre el mundo. Y, sin embargo, a pesar de ello, no se lleva a cabo una renovación de la comprensión de la razón, sino que se mantiene un horizonte positivista a costa incluso de quebrar la relación del hombre con el mundo.

En efecto, esta teoría «naturalística» no sólo contradice de hecho el progreso de la inteligencia científica del mundo y pierde la posibilidad de afirmar la libertad, la dignidad y la fraternidad humanas, sino que ni siquiera logra renunciar adecuadamente a la señoría, a la jerarquía humana sobre el universo, como pretende. Pues la reducción del hombre a un subproducto de la evolución no descentra al hombre en relación con el cosmos, sino que lo recluye en sí mismo, de modo que no puede reconocer ningún otro criterio de acción más que la propia conveniencia biológica; en realidad, se centra así al hombre completamente en sí mismo, rompiendo toda relación de sentido con el mundo.

Llegados a este punto, para comprender que el hombre no puede pensar el cosmos desde sí mismo y desde su propio poder, que ha de respetar la naturaleza reconociendo la inteligencia inscrita en ella, que ha de respetar igualmente la dignidad humana y reconocerla en sus hermanos, quizá no queden muchos más caminos que aceptar al Logos creador, causa de la existencia, racionalidad y bondad propia de todas las cosas, a cuya imagen ha de relacionarse el hombre con el mundo.

En el centro del debate no está, pues, la genética, sino la relación del hombre con Dios, ya decidida en la concepción de la razón del hombre, de su relación con el mundo. Se comprende, por eso, que en la actualidad pueda variarse la antigua fórmula secularista «nada cambia, aunque Dios no exista», y afirmar que «si Dios existe, nuestra razón no puede entenderlo». Lo cierto es, en realidad, que nuestra razón, creada por el Logos divino a su imagen, está abierta a la verdad de todas las cosas y a su fundamento último, el Misterio creador, revelado por Jesucristo como plenitud eterna de verdad y de amor.

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ZENIT Staff

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