La experiencia de la familia – Una belleza que hay que conquistar de nuevo

Por don Julián Carrón, presidente de Comunión y Liberación

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MILÁN, sábado, 5 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos una intervención sobre «La experiencia de la familia – Una belleza que hay que conquistar de nuevo» de don Julián Carrón, presidente de Comunión y Liberación.

 

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UN NUEVO INICIO

La familia se halla, en los últimos tiempos, en el centro del debate público. El intento de regular nuevas formas de convivencia distintas a la del matrimonio concebido como relación definitiva y fecunda entre un hombre y una mujer ha desencadenado una apasionada discusión. No es algo totalmente nuevo, sino que representa más bien el culmen de un proceso comenzado hace años.

Este debate ha puesto en evidencia, por una parte, que toda la propaganda de una mentalidad contraria a la familia mediante los medios de comunicación (cine, televisión, prensa), a pesar de tener a su disposición medios tan potentes, no ha logrado impedir que muchas personas sigan teniendo una experiencia positiva de la familia. Ante este impresionante despliegue de fuerzas mediáticas e ideológicas, parecería inevitable que la familia hubiera dejado de interesar. En cambio, existe un hecho que nos vemos obligados a reconocer casi con sorpresa: esa impresionante maquinaria no ha mostrado ser más potente que la experiencia elemental que muchos de nosotros hemos vivido en nuestra propia familia, la experiencia inextirpable de un bien. Un bien del que estamos agradecidos y que queremos transmitir a las futuras generaciones para compartirlo con ellas.

Por otra parte, sin embargo, constatamos que este bien experimentado no ha logrado frenar socialmente los intentos de transformar el matrimonio en otras formas distintas. A esto hay que añadir un dato no menos significativo: este proceso comenzó cuando la mayor parte de la legislación sobre el matrimonio defendía la concepción tradicional derivada del cristianismo. Toda esta legislación no ha impedido que se extendiera una mentalidad contraria al matrimonio, no ha sido capaz de detener el cambio.

¿Cómo ha podido suceder? ¿Cómo es posible que la claridad alcanzada acerca de la naturaleza del matrimonio, consolidada durante siglos, se haya puesto en tela de juicio de un modo tan general y en tan poco tiempo? Tratar de entender la situación actual me parece decisivo para poder responder a ella.

En su encíclica Spe salvi Benedicto XVI nos brinda una clave para entender lo que está sucediendo cuando afirma que «un progreso acumulativo sólo es posible en lo material. Aquí, en el conocimiento progresivo de las estructuras de la materia, y en relación con los inventos cada día más avanzados, hay claramente una continuidad del progreso hacia un dominio cada vez mayor de la naturaleza. En cambio, en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones. No están nunca ya tomadas para nosotros por otros; en este caso, en efecto, ya no seríamos libres. La libertad presupone que en las decisiones fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio» (1).

Nuevo inicio. Será difícil encontrar una expresión más adecuada para describir el presente. Si cada momento es un nuevo inicio precisamente porque está de por medio la libertad, el nuestro es propiamente un nuevo inicio porque lo que se transmitía pacíficamente de una generación a otra ya no existe. Es un nuevo inicio porque no se puede dar por descontado nada de lo que hasta hace poco tiempo resultaba claro para todos. Es preciso comenzar de nuevo.

Si nos fijamos bien, nuestra situación no es demasiado distinta de la del inicio. Basta recordar la reacción de los discípulos la primera vez que oyeron hablar a Jesús del matrimonio. «Y se le acercaron algunos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: «¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?». Él respondió: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre». Le dijeron sus discípulos: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no conviene casarse»» (2). Por lo tanto, no debemos sorprendernos. Lo mismo que a tantos contemporáneos nuestros, y muchas veces aun a nosotros mismos, parece imposible, también se lo parecía a los discípulos.

Esto no quiere decir que lo aprendido a lo largo de una historia milenaria no sirva para nada, pero esta riqueza acumulada no se transmite mecánicamente. Sigue diciendo el Papa: «Es verdad que las nuevas generaciones pueden construir a partir de los conocimientos y experiencias de quienes les han precedido, así como aprovecharse del tesoro moral de toda la humanidad. Pero también pueden rechazarlo, ya que éste no puede tener la misma evidencia que los inventos materiales. El tesoro moral de la humanidad no está disponible como lo están en cambio los instrumentos que se usan; existe como invitación a la libertad y como posibilidad para ella» (3). La transmisión en el ámbito moral no es tan fácil, ya que sus contenidos no pueden tener la misma evidencia que los descubrimientos científicos. El tesoro moral es una invitación a la libertad.

Por eso debemos dejar de soñar «sistemas tan perfectos que nadie tendría necesidad de ser bueno» (4). Esto es válido ante todo para nosotros mismos, que no somos diferentes de la mayoría. Constatamos con dolor cómo entre nosotros muchos amigos no logran mantenerse en pie ante las numerosas dificultades externas e internas que atraviesan. Y en cuanto a nosotros, no es suficiente conocer la verdadera doctrina sobre el matrimonio para resistir todos los envites de la vida. Nos lo recuerda también el Papa: «las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior» (5).

RECONQUISTAR EL YO

¿Cómo puede acontecer este nuevo inicio augurado por Benedicto XVI? El camino no puede ser otro que el que sugiere el Fausto goethiano: «Lo que has heredado de tus antepasados debes reconquistarlo de nuevo para poseerlo verdaderamente» (6). Para reconquistarlo hay que volver al origen de la experiencia amorosa para redescubrir su verdadera naturaleza. Sólo esta experiencia podrá ser punto de partida adecuado para poder percibir, desde dentro de ella, el valor de la propuesta que Cristo hace al amor entre los dos esposos.

Los esposos son dos sujetos humanos, un yo y un tú, un hombre y una mujer que deciden caminar juntos hacia el destino, hacia la felicidad. Cómo plantean su relación, cómo la conciben depende de la imagen que cada uno tiene de su propia vida, de su propia realización. Esto implica una concepción de la persona y de su misterio. Afirma el Papa: «la cuestión de la justa relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo puede encontrar su respuesta a partir de ésta. No puede separarse de la pregunta antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿Quién soy? ¿Qué es el hombre?» (7).

Por eso la primera ayuda que se puede ofrecer a quienes quieren unirse en matrimonio es ayudarles a tomar conciencia de su propio misterio de hombres. Sólo así podrán afrontar adecuadamente su relación, sin esperar de ella algo que, por su naturaleza, nadie puede dar al otro. ¡Cuánta violencia, cuántas decepciones podrían evitarse en la relación matrimonial si se comprendiera la naturaleza propia de la persona!

Esta falta de conciencia del destino del ser humano lleva a basar toda la relación en un engaño, que podemos formular sintéticamente así: la convicción de que el tú puede ha
cer feliz al yo. La relación de pareja, de este modo, se transforma en un refugio, tan deseado como inútil, para resolver el problema afectivo. Y cuando se desvela el engaño es inevitable la decepción porque el otro no ha cumplido las expectativas. La relación matrimonial no puede tener otro fundamento que la verdad de cada uno de sus protagonistas.

Pero, ¿cómo pueden estos descubrir su verdad, el misterio de su ser hombres?

 

LA DINÁMICA DEL NUEVO INICIO: BELLEZA, SIGNO, PROMESA

Es la propia relación amorosa lo que mejor contribuye a descubrir la verdad del yo y del tú. Y con la verdad del yo y del tú se manifiesta la naturaleza de su vocación común. Lo que somos se revela principalmente a través de la relación con la persona amada. Nada nos despierta tanto, nada nos hace tan conscientes del deseo de felicidad que nos constituye como la persona amada. Su presencia es un bien tan grande que nos hace caer en la cuenta de la profundidad y la verdadera dimensión de este deseo: un deseo infinito. Por analogía se puede aplicar a la relación amorosa lo que Cesare Pavese dice del placer: «Lo que un hombre busca en el placer es un infinito, y nadie renunciaría jamás a la esperanza de conseguir esta infinitud» (8). Un yo y un tú limitados suscitan el uno en el otro un deseo infinito y se descubren lanzados por su amor a un destino infinito. En esta experiencia se les revela a ambos su vocación.

Y a la vez que se nos revelan las dimensiones sin límite de nuestro deseo, se nos ofrece una posibilidad de cumplimiento. Más aún, vislumbrar en la persona amada la promesa del cumplimiento enciende en nosotros todo el potencial infinito del deseo de felicidad. Por eso, no hay nada que nos haga comprender mejor el misterio de nuestro ser como la relación entre hombre y mujer, como nos ha recordado Benedicto XVI en la encíclica Deus caritas est: «destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor» (9). En esta relación el ser humano parece encontrar la promesa que le hace superar el límite y le permite alcanzar una plenitud incomparable, porque «en la raíz de toda la realidad viviente está la esponsalidad. Y la esponsalidad convierte todo en promesa. Como expresa la propia palabra, esponsal quiere decir una realidad prometedora, que promete» (10). Por eso, la historia de la humanidad – aun con expresiones diferentes – ha establecido siempre una relación entre el amor y lo divino: «el amor promete infinidad, eternidad – una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana» (11).

Se trata exactamente de la experiencia que expresa de modo inolvidable Giacomo Leopardi en su himno a Aspasia: «Rayo divino pareció a mi mente, | Mujer, tu hermosura» (12). La belleza de la mujer es percibida por el poeta como un rayo divino, como la presencia de lo divino. A través de la belleza de la mujer es Dios quien llama a la puerta del hombre. Si el hombre no comprende la naturaleza de esta llamada y no apuesta por secundarla, difícilmente podrá comprender hasta el fondo su destino de infinitud y de felicidad.

La mujer, siendo limitada, despierta en el hombre, también limitado, un deseo de plenitud desproporcionado respecto de la capacidad que ella tiene de satisfacerlo. Despierta una sed que no está en condiciones de saciar. Suscita un hambre que no encuentra respuesta en aquella que lo ha suscitado. De ahí la rabia, la violencia que tantas veces surge entre los esposos y la decepción a la que se ven abocados si no comprenden la verdadera naturaleza de su relación.

La hermosura de la mujer es, en realidad, rayo divino, signo que remite más allá, a otra cosa más grande, divina, inconmensurable respecto de su naturaleza limitada, como describe Romeo en el drama de William Shakespeare: «Muéstrame una dama que sea muy bella. ¿Qué hace su hermosura sino recordarme a la que supera su belleza?» (13). Su belleza grita: «No soy yo. Yo sólo soy una señal. ¡Mira! ¡Mira! ¿A quién te recuerdo?» (14).

Se trata de la dinámica del signo, de la que la relación entre hombre y mujer constituye un ejemplo conmovedor. Cuanto más viven ambos la presencia de la persona amada como signo de otro – que es la verdad de la persona amada -, tanto más esperan y anhelan ese otro. Si no comprende esta dinámica el hombre sucumbe al error de detenerse en la realidad que ha suscitado el deseo. Es como si una mujer que recibe un ramo de flores, extasiada ante su belleza, olvidara el rostro de quien se las ha mandado y del cuál son signo, perdiéndose así lo mejor de las flores. No reconocer en el otro su carácter de signo lleva inevitablemente a reducirlo a lo que aparece ante nuestros ojos. Y antes o después se revela su incapacidad de responder al deseo que ha suscitado.

Por eso, si cada uno no encuentra aquello a lo que el signo remite, el lugar donde pueda encontrar el cumplimiento de la promesa que el otro ha suscitado, los esposos se verán condenados a consumirse en una pretensión de la que no logran librarse, y su deseo de infinito, que nada como la persona amada despierta, quedará inevitablemente insatisfecho. Ante esta insatisfacción la única salida será – como les sucede a muchos hoy día – cambiar de pareja, dando comienzo a una espiral en la que el problema se aplaza hasta la siguiente decepción. Pero entrar en esta espiral no puede ser la única salida. Ésta es la paradoja del amor entre el hombre y la mujer: dos infinitos se encuentran con dos límites. Dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y sólo en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo. Sólo en el horizonte de un amor más grande evitarán devorarse en la pretensión, cargada de violencia, de que el otro, que es limitado, responda al deseo infinito que ha despertado, haciendo así imposible el propio cumplimiento y el de la persona amada. Para descubrirlo es necesario estar dispuestos a secundar la dinámica del signo, abiertos a la sorpresa que ésta nos pueda reservar. Leopardi tuvo el valor de correr este riesgo. Con una intuición penetrante de la relación amorosa, el poeta italiano vislumbra que lo que buscaba en la belleza de las mujeres de las que se enamoraba era la Belleza con mayúscula. En la cumbre de su intensidad humana el himno A su dama expresa todo su deseo de que la Belleza, la idea eterna de la Belleza, se revista de forma sensible. Es lo que ha sucedido en Cristo, el Verbo hecho carne. Por eso, Luigi Giussani ha definido este poema como «una profecía de la Encarnación» (15).

En este contexto se puede comprender la inaudita propuesta de Jesús para que la experiencia más bella de la vida – el enamorarse – no decaiga hasta convertirse en algo sofocante.

Ésta es la pretensión de Jesús, que encontramos en algunos pasajes del Evangelio que a primera vista nos pueden resultar paradójicos. «No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con la suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (16).

En este texto Jesús se presenta como el centro de la afectividad y de la libertad del hombre. Poniendo su perso
na en el corazón de los mismos sentimientos naturales se coloca con pleno derecho como su raíz verdadera. De este modo Jesús desvela el alcance de la promesa que su persona constituye para quienes le dejan entrar. No se trata de una injerencia de Jesús en los sentimientos más íntimos, sino de la mayor promesa que el hombre ha podido recibir nunca: sin amar a Cristo – la Belleza hecha carne – más que a la persona amada, esa relación se marchita, porque Él es la verdad de esa relación, la plenitud a la que ambos mutuamente se remiten y en la que su relación se cumple. Sólo permitiéndole entrar en ella es posible que la relación más bella que puede suceder en la vida no se deteriore y con el tiempo muera. Tal es la audacia de su pretensión.

¿Cómo respondió Jesús al pavor de los discípulos ante la verdad sobre el matrimonio que les anunciaba? Podemos decirlo sintéticamente: haciendo el cristianismo. No se limitó a anunciar la verdad del matrimonio, sino que introdujo una novedad en sus vidas que les permitió vivirlo según esa verdad.

Que esta novedad es algo sumamente real y correspondiente a la naturaleza del ser humano se ve en el hecho de que se puede dar toda la vida por ella. Es lo que la tradición cristiana llama virginidad.

 

MATRIMONIO Y VIRGINIDAD

A la reacción de sorpresa de los discípulos sobre la naturaleza original del matrimonio, que hemos visto antes, Jesús opone una frase que puede parecer aún más enigmática: «Él les dijo: «No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno; y hay eunucos que fueron hechos tales por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por el Reino de los cielos. Quien pueda entender, que entienda»» (17).

En estas palabras Jesús añade una nueva categoría de eunucos a las ya conocidas, es decir, los que se hacen eunucos por el Reino de los cielos. Se trata, obviamente, de la libre renuncia al matrimonio de aquellos a quienes se les ha concedido reconocer el valor único del Reino de los cielos. Comentando este pasaje Juan Pablo II comenta: «en la llamada a la continencia «por el Reino de los cielos», primero los mismos discípulos y luego toda la Tradición viva descubrirán muy pronto el amor que se refiere a Cristo mismo como Esposo de la Iglesia y Esposo de las almas, a las que Él se ha entregado a Sí mismo hasta el fin, en el misterio de su Pasión y en la Eucaristía. De este modo, la continencia «por el Reino de los cielos», la opción por la virginidad o por el celibato para toda la vida, ha venido a ser en la experiencia de los discípulos y de los seguidores de Cristo, un acto de respuesta especial al amor del Esposo divino y, por esto, ha adquirido el significado de un acto de amor esponsalicio, es decir, de una donación esponsalicia de sí, a fin de corresponder de modo especial al amor esponsalicio del Redentor; una donación de sí, entendida como renuncia, pero hecha sobre todo por amor» (18).

A la luz de esto se entiende qué es la virginidad: la nueva relación, absolutamente gratuita, que Cristo ha introducido en la historia. La virginidad es vivir las cosas según su verdad. Y ¿cómo ha entrado en el mundo la virginidad? Ha entrado en el mundo como imitación de Cristo, esto es, como imitación del modo de vivir de un hombre que era Dios. Ninguna otra razón puede sostener algo tan grande como la virginidad a la hora de vivir la existencia sino la identificación con la modalidad mediante la cual Cristo poseía la realidad, es decir, según la voluntad del Padre.

La persona de Jesús es un bien tan grande y precioso que él es el único que corresponde plenamente a la sed de felicidad del hombre. Y es justo esta correspondencia única, la que su persona constituye para quien se encuentra con Él, la que hace posible una relación con la realidad absolutamente gratuita. Por eso, quien abraza la virginidad puede ser libre de no casarse.

¿Cómo contribuyen al Reino de Dios los llamados a la virginidad? Los llamados a la virginidad han sido elegidos para que «proclamen delante de todos, en cada instante – pues toda su vida está hecha para esto -, que Cristo es lo único por lo que merece la pena vivir, que Cristo es lo único por lo que vale la pena que exista el mundo. […] Éste es el valor objetivo de la vocación: que la forma de su vida juega en el mundo a favor de Cristo, lucha por Cristo dentro del mundo. ¡La misma forma de su vida! […] Es una vida cuya forma está gritando: «Jesús lo es todo». Proclaman esto delante de todos, de todos los que les ven, de todos los que entran en relación con ellos, de todos los que les escuchan, de todos los que les miran» (19).

La vocación a la virginidad está estrechamente ligada a la vocación al matrimonio. Respondiendo a la llamada, los vírgenes proclaman a los casados la verdad de su amor. Seguimos de nuevo a Juan Pablo II: «A la luz de las palabras de Cristo, como también a la luz de toda la auténtica tradición cristiana, es posible deducir que esta renuncia es a la vez una particular forma de afirmación de ese valor, en virtud del cual la persona no casada se abstiene coherentemente, siguiendo el consejo evangélico. Esto puede parecer una paradoja. Sin embargo, es sabido que la paradoja acompaña a numerosos enunciados del Evangelio, frecuentemente a los más elocuentes y profundos. Al aceptar este significado de la llamada a la continencia «por el Reino de los cielos», sacamos una conclusión correcta, sosteniendo que la realización de esta llamada sirve también – y de modo particular – para la confirmación del significado nupcial del cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. La renuncia al matrimonio por el Reino de Dios pone de relieve, al mismo tiempo, ese significado en toda su verdad interior y en toda su belleza personal. Se puede decir que esta renuncia, por parte de cada una de las personas, hombres y mujeres, es, en cierto sentido, indispensable, a fin de que el mismo significado nupcial del cuerpo sea más fácilmente reconocido en todo el ethos de la vida humana y sobre todo en el ethos de la vida conyugal y familiar» (20).

La virginidad es la auténtica esperanza para los casados; es la raíz de la posibilidad de vivir el matrimonio sin pretensión y sin engaños: «En virtud de este testimonio, la virginidad mantiene viva en la Iglesia la conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de toda reducción y empobrecimiento» (21).

«Por tanto, la virginidad es la virtud cristiana que es el ideal de toda relación, también de la relación entre un hombre y una mujer casados. En efecto, el momento culminante de su relación es cuando se sacrifican, no cuando expresan su posesión; ya que por el pecado original, poseer, de hecho, hace resbalar. Es como si uno deseara algo y corriera hacia allí y, cuando está cerca, corriera tanto que se rompe la nariz contra ello: resbala, tropieza. Por eso decimos que la virginidad es una posesión con una distancia dentro» (22). La posesión verdadera que experimentamos es una posesión con una distancia dentro.

 

EL LUGAR DE LA FAMILIA: COMUNIDADES CRISTIANAS VIVAS

Aparece así en toda su importancia la tarea de la comunidad cristiana: favorecer una experiencia del cristianismo como plenitud de la vida de cada uno. Sólo en el ámbito de esta relación más grande es posible no devorarse, porque cada uno encuentra en ella su cumplimiento humano, sorprendiendo en sí mismo una capacidad de abrazar al otro en su diferencia, de gratuidad sin límites, de perdón siempre nuevo.

Sin comunidades cristianas capaces de acompañar y sostener a los esposos en su aventura será difícil, si no imposible, que la culminen con éxito. Los esposos, a su vez, no se pueden eximir del trabajo de una educación – de la que son los protagonistas principales -, pensando que pertenecer a la comun
idad eclesial les libra de las dificultades. De este modo se revela plenamente la naturaleza de la vocación matrimonial: caminar juntos hacia el Único que puede responder a la sed de felicidad que el otro despierta constantemente en mí, es decir, hacia Cristo. Así se evitará andar, como la Samaritana, de marido en marido sin conseguir apagar el verdadero deseo. La conciencia de su incapacidad para resolver por sí misma el drama – ¡ni siquiera cambiando cinco veces de marido! – le hace percibir a Jesús como un bien tan deseable que no puede evitar gritar: «Señor, dame de esa agua, para que no vuelva a tener sed» (23).

Consciente de la situación actual Benedicto XVI afirma la necesidad de «que las familias no estén solas. Un pequeño núcleo familiar puede encontrar obstáculos difíciles de superar si se encuentra aislado del resto de sus parientes y amistades. Por ello, la comunidad eclesial tiene la responsabilidad de ofrecer acompañamiento, estímulo y alimento espiritual que fortalezca la cohesión familiar, sobre todo en las pruebas o momentos críticos. En este sentido, es muy importante la labor de las parroquias, así como de las diversas asociaciones eclesiales, llamadas a colaborar como redes de apoyo y mano cercana de la Iglesia para el crecimiento de la familia en la fe» (24). Esta invitación llena de ternura y de realismo indica, al mismo tiempo, una tarea: la familia como tal necesita un lugar para vivir, y éste puede estar constituido sólo por comunidades cristianas que a su vez vivan en plenitud contemplativa y operativa su fe. En una entrevista, Giussani utilizaba la siguiente imagen: «Todo pueblo nace de un acontecimiento, y se constituye como una realidad que quiere afirmarse en defensa de su vida peculiar contra quienes la amenazan. Imaginemos a dos familias que viven en palafitos en medio de un río que crece. La unidad de estas dos familias, y luego de cinco, de diez familias, a medida que van engrosando las generaciones, consiste en su lucha por sobrevivir y, en última instancia, por afirmar la vida. Sin quererlo, afirman un ideal, que es la vida. De igual modo, la gente que se refiere a un pueblo considera inexorablemente positiva la vida. Por el conocimiento racionalmente comprometido que tengo de la vida del individuo y de la sociedad, estas condiciones de la idea de pueblo tocan el vértice de su concepción y puesta en práctica en el anuncio del Hecho cristiano, en el cual se cumple para nosotros lo que ha caracterizado en toda su historia el gran ethos del pueblo hebreo y su tensión por cambiar la Tierra» (25).

La pertenencia de un ser humano a su familia se dilata en la pertenencia a la Iglesia y, por lo tanto, a esa parte de Iglesia en la que cada uno de nosotros experimenta la presencia universal de Cristo. Juntarse fraternalmente, crear moradas acogedoras: ésta es la mayor contribución que los cristianos pueden ofrecer para favorecer y acompañar la experiencia de la familia como camino infatigable hacia la plenitud de Cristo. «La superación de la soledad en la experiencia del Espíritu de Cristo no junta simplemente al hombre con los demás; lo abre de par en par a ellos desde la profundidad de su ser. […] La comunidad se convierte en algo esencial para la vida misma de cada uno. […] El «nosotros» se convierte en plenitud del «yo», ley de la realización del «yo»» (26).

Sin la experiencia de plenitud humana que Cristo hace posible, el ideal cristiano del matrimonio se reduce a algo imposible de realizar. La indisolubilidad y la eternidad del amor aparecen como quimeras inalcanzables. Éstas en realidad son frutos tan gratuitos de una intensidad de experiencia de Cristo que a los mismos esposos les causan sorpresa, siendo testimonio de que, realmente, «para Dios nada es imposible» (27). Sólo una experiencia así puede mostrar hoy la racionalidad de la fe cristiana, una realidad que corresponde totalmente al deseo y a las exigencias del ser humano, también en el matrimonio y la familia. Este testimonio es la contribución que pueden dar hoy los esposos cristianos frente al sufrimiento que deben afrontar tantos de sus conciudadanos. Es un testimonio gratuito que desafiará la razón y la libertad de quien, buscando una auténtica respuesta a su exigencia de felicidad, no logra encontrarla. Es un testimonio que intentamos dar, conscientes de que «llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no nuestra» (28).

 

Notas:

1 Spe salvi, 24.

2 Mt 19,3-6.10.

3 Spe salvi, 24.

4 T.S. Eliot, Choruses from «The Rock», 6 («By dreaming of systems so perfect that no one will need to be good»).

5 Spe salvi, 25.

6 J.W. Goethe, Faust, 682-683 («Was du ererbt von deinen Vätern hast, | Erwirb es, um es zu besitzen!»).

7 Benedicto XVI, Familia y comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe, Discurso en la ceremonia de apertura de la Asamblea Eclesial de la Diócesis de Roma, 6 de junio de 2005.

8 C. Pavese, Il mestiere di vivere, Einaudi, Torino 1973, p. 190.

9 Deus caritas est, 2.

10 L. Giussani, Afecto y morada, Ediciones Encuentro, Madrid 2004, p. 131.

11 Deus caritas est, 5.

12 G. Leopardi, Aspasia, 33-34.

13 W. Shakespeare, Romeo and Juliet, I, I, («Show me a mistress that is passing fair, | What doth her beauty serve, but as a note | Where I may read who pass’d that passing fair?»).

14 C.S. Lewis, Sorpreso dalla gioia, Jaca Bock, Milano 2002, p. 160.

15 L. Giussani, Mis lecturas, Ediciones Encuentro, Madrid 1997, p. 30.

16 Mt 10,34-40.

17 Mt 19,11-12.

18 Juan Pablo II, Audiencia general, 28 de abril de 1982.

19 L. Giussani, El templo y el tiempo. Dios y el hombre, Ediciones Encuentro, Madrid 1995, pp. 25-26.

20 Juan Pablo II, Audiencia general, 5 de mayo de 1982.

21 Juan Pablo II, Familiaris consortio, 16.

22 L. Giussani, Afecto y morada, Ediciones Encuentro, Madrid 2004, p. 250.

23 Jn 4,15.

24 Benedicto XVI, Discurso en el encuentro festivo y testimonial de clausura del V Encuentro Mundial de las Familias, 8 de julio de 2006.

25 L. Giussani, El yo, el poder y las obras, Ediciones Encuentro, Madrid 2001, pp. 231-232.

26 L. Giussani, El camino a la verdad es una experiencia, Ediciones Encuentro, Madrid 2006, p. 87.

27 Lc 1,37.

28 2Co 4,7.

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ZENIT Staff

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