«La fe en Cristo es nuestro patrimonio común»

Palabras del cardenal Cassidy en la vigilia ecuménica, 5 de agosto

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CIUDAD DEL VATICANO, 13 agosto (ZENIT.org).- El día 5 de agosto, vigilia de la fiesta de la Transfiguración del Señor, respondiendo a la invitación que Su Santidad Bartolomé I, patriarca ecuménico de Constantinopla, dirigió a todos los cristianos, el cardenal Edward Idris Cassidy, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, presidió, en nombre del Santo Padre, una vigilia de oración en la patriarcal basílica de San Juan de Letrán.

Juntamente con la apertura de la Puerta santa en San Pablo extramuros, el 18 de enero, y la conmemoración de los testigos de la fe del siglo XX en el Coliseo, el día 7 de mayo, ha sido un acto ecuménico de gran significado con vistas al restablecimiento de la unidad plena de los cristianos. Participaron, entre otras personalidades eclesiásticas, el cardenal Roger Etchegaray, presidente del Comité para el gran jubileo del Año 2000 y representantes de otras Iglesias y comunidades cristianas presentes en Roma. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano de «L´Osservatore Romano» de la homilía pronunciada durante la vigilia por el cardenal Cassidy.

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Amadísimos hermanos y hermanas:

Nos hallamos reunidos en la basílica catedral de San Juan de Letrán para responder esta tarde a la invitación que el patriarca ecuménico, Su Santidad Bartolomé I, ha dirigido a «todos los que creen en Cristo y combaten el buen combate por él, en cualquier lugar de la tierra donde se encuentren, a celebrar las veinticuatro horas del 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración, con servicios litúrgicos, o con otras manifestaciones posibles, para dar gloria al Dios eterno «nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley» (Ga 4, 4-5)».

El Santo Padre Juan Pablo II acogió de buen grado la invitación del patriarca Bartolomé y me designó para presidir esta oración en su nombre. La fiesta de la Transfiguración, que la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa celebran el mismo día, no sólo nos impulsa a reflexionar sobre los elementos esenciales de la fe en Cristo en este Año jubilar; también nos recuerda que esa fe es un patrimonio común de todos los que consideran a Cristo como su único Señor y Salvador.

El pasaje del evangelio de san Marcos (Mc 9, 2-10) nos lleva al monte Tabor, a donde Jesús se dirigió juntamente con Pedro, Santiago y Juan. Allí esos tres apóstoles vivieron una experiencia que nunca olvidarían. Ante sus ojos tuvo lugar la transfiguración de Jesús. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrante. Lo vieron hablar con el profeta Elías y con Moisés. Cuando Moisés bajó del monte Sinaí llevando las tablas de la Alianza, los diez mandamientos, con su rostro inundado de luz, los israelitas tuvieron miedo de acercarse a él (cf. Ex 34, 30). Jesús, el artífice de la nueva alianza, el que nos ha reconciliado con el Padre derramando su sangre, nos remite, en el monte Tabor, a la escena del pacto, de la alianza que Dios selló con el pueblo de Israel por medio de Moisés.

Como afirmó el concilio Vaticano II, «la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la revelación del Antiguo Testamento por medio del pueblo con el que Dios, por su inefable misericordia, se dignó establecer la antigua alianza, ni que se nutre de la raíz del buen olivo en el que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles» (Nostra aetate, 4).

Pedro, Santiago y Juan, al igual que los israelitas ante Moisés, también se asustaron ante el Cristo transfigurado. Luego escucharon la voz, desde la nube que los cubría: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo» (Mc 9, 6-7). No se podrían encontrar palabras más adecuadas que estas para recordar el tema central del Año jubilar. Con la celebración del jubileo proclamamos que Jesucristo es Hijo del Padre, la segunda Persona de la santísima Trinidad, verdadero Dios y verdadero hombre, el cual, por obra del Espíritu Santo, nació de María Virgen y se hizo hombre.

Al celebrar el jubileo, tratamos de responder con más fidelidad al mandato que el Padre amorosamente nos dio: Escuchadlo. Los que hemos sido bautizados en el Cuerpo de Cristo, también somos hijos de ese mismo Padre, también somos hijos amados por él, somos verdaderamente sus hijos amados. Por obra de la gracia, hemos sido transformados a su imagen y tendemos, con confianza, a nuestra gloria futura.

Como afirma el patriarca Bartolomé en el mensaje con que ha convocado esta vigilia de oración: «Tal vez ninguna fiesta del año litúrgico se puede considerar más apta que la Transfiguración del Señor para expresar y conmemorar con vigor la gloria futura de las cosas últimas que nos han sido reveladas. Una gloria que se alcanza practicando la perseverancia y la paciencia, a través de los muchos sufrimientos del tiempo presente».

La oración que elevamos juntos esta tarde constituye la tercera celebración ecuménica del calendario romano del Año jubilar y nuestro pensamiento se dirige a los otros dos eventos ecuménicos ya realizados en esta ciudad. En primer lugar, la celebración que tuvo lugar en San Pablo extramuros el pasado 18 de enero, cuando el Papa Juan Pablo II, juntamente con el enviado del patriarca ecuménico, el arzobispo de Canterbury y otros representantes cristianos, cruzó el umbral de un nuevo milenio pasando a través de la Puerta santa de la basílica, símbolo de Cristo, y renovó, con todos los presentes, el compromiso de llevar su luz a un mundo enfermo, muy a menudo comparable a un valle oscuro.

El recuerdo se dirige también al segundo evento ecuménico del jubileo: la celebración que tuvo lugar, no lejos de aquí, en el Coliseo, cuando, el pasado día 7 de mayo, el Papa y varios representantes autorizados de las demás Iglesias y comunidades eclesiales, conmemoraron a los heroicos testigos de la fe en Cristo y en el Evangelio del siglo que acaba de concluir.

En el Coliseo, con la irradiación que brota del patrimonio de los santos pertenecientes a todas las comunidades, el diálogo de la con-versión hacia la unidad plena y visible se manifestó con una luz de esperanza. En efecto, la comunión, imperfecta pero real, que se ha mantenido y que crece en muchos niveles de la vida eclesial, ya es perfecta en lo que todos consideramos el culmen de la vida de gracia, la martyria hasta la muerte, la comunión más auténtica que exista con Cristo que derrama su sangre y, en este sacrificio, acerca a los que antes estaban alejados (cf. Ef 2, 13; Ut unum sint, 84).

Esos eventos ecuménicos estimulan, durante el Año jubilar, a reflexionar sobre lo que los cristianos tenemos en común; nos impulsan también a comprender la urgencia de la tarea de restablecer la unidad de todos los discípulos de Cristo, respondiendo a la oración que Jesús mismo elevó al Padre.
Refiriéndose a los discípulos que compartían con él la última Cena, elevando los ojos al cielo, dijo: «No ruego sólo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 20-21).

Para que el mundo crea que tú me has enviado, para que el mundo conozca al Hijo, a aquel que se transfiguró en el monte Tabor; para que escuche sus palabras, se transforme y tenga la esperanza que brota de sus promesas. Esta es nuestra misión, una misión sagrada que, con demasiada frecuencia, se debilita y sufre a causa de nuestras divisiones.

San Pablo se ve obligado a reprender a la primera comunidad cristiana de Corinto por las divisiones y los celos que la afligen. El Papa san Clemente I, por los mismos motivos, escribió una carta a los Corintios. Las preguntas que les dirigió son para nosotros también interrogantes inquietantes: «¿No tenemos un solo Dios y un solo Cristo y un solo Espíritu de gracia que fue derramado sobre nos
otros? ¿No es uno solo nuestro llamamiento en Cristo? ¿A qué fin desgarramos y despedazamos los miembros de Cristo y nos sublevamos contra nuestro propio cuerpo, llegando a tal punto de insensatez que nos olvidamos de que somos los unos miembros de los otros?» (Carta a los Corintios 46, 5-7; cf. liturgia de las Horas del lunes de la XIV semana).

Esa situación es muy lejana, diametralmente opuesta, al ejemplo de Jesús, el Hijo de Dios, que lava los pies de los discípulos y les enseña: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 26-28).

En los últimos años del siglo pasado, los discípulos de Cristo, por fin, trataron de aprender la lección. Redescubrieron que eran hermanos en Cristo y, con decisión, emprendieron el camino que los lleva a profundizar en su unidad y en su fraternidad. Han tratado de no lacerar y desgarrar los miembros de Cristo y de recordar que unos y otros pertenecen al mismo Cuerpo.

En esta celebración, en nuestra oración de esta tarde, debemos renovar nuestro compromiso de trabajar por el nobilísimo objetivo del restablecimiento de nuestra unidad.

Quisiera terminar mis reflexiones con algunas palabras que Juan Pablo II dirigió al patriarca de Rumanía, Su Beatitud Teoctist, con ocasión de la histórica visita que el Santo Padre realizó a Bucarest en el mes de mayo del año pasado: «Volvamos a dar una unidad visible a la Iglesia; de lo contrario, este mundo se verá privado de un testimonio que sólo los discípulos del Hijo de Dios, muerto y resucitado por amor, pueden darle para impulsarlo a abrirse a la fe (cf. Jn 17, 21). ¿Qué puede estimular a los hombres de hoy a creer en él, si continuamos desgarrando la túnica inconsútil de la Iglesia, si no logramos obtener de Dios el milagro de la unidad, esforzándonos por eliminar los obstáculos que impiden su plena manifestación? ¿Quién nos perdonará esta falta de testimonio? Yo he buscado la unidad con todas mis fuerzas y seguiré esforzándome hasta el fin para que sea una de las preocupaciones principales de las Iglesias y de los que las gobiernan por el ministerio apostólico» (Discurso durante el encuentro con el patriarca Teoctist y los miembros del Santo Sínodo, 8 de mayo de 1999, n. 5: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de mayo de 1999, p. 11).

Respondamos a la invitación de Su Santidad el patriarca ecuménico Bartolomé I, haciendo nuestras estas palabras de Juan Pablo II. Busquemos también nosotros la unidad con todas nuestras fuerzas, y que Dios bendiga este compromiso. Así sea.

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ZENIT Staff

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