–Las Jornadas han suscitado todo tipo de comentarios: los hay escépticos, entusiastas, críticos, pacatos… ¿Usted en qué «partido» se inscribe?
— Entre los felices, porque desde hace años estoy diciendo que los ideales, los sueños, el deseo de cambiar el mundo y la intolerancia ante la mediocridad de una vida sin valores y sin objetivos elevados, no son una opción de la juventud sino la estructura misma de los jóvenes, no sólo de los creyentes. Me disgusta sólo que para darse cuenta se haya debido esperar a que más de dos millones de ellos vinieran a recordárnoslo a Roma.
–Algunos han quedado sorprendidos por la cantidad de jóvenes. Han dicho que eran demasiados, que la cantidad no es nunca del todo positiva. ¿Qué opina?
–¿Demasiados? No creo. Quien vive en contacto con los chicos y chicas y no se deja engañar por los comportamientos de los que entre ellos son víctimas de ejemplos desoladores de una cultura adulta privada de memoria y de perspectiva, sabe bien que los que aspiran a valores altos son muchos más de los que se han reunido en Tor Vergata.
–¿Pero es justamente la cantidad un dato relevante?
–Una de las impresiones más profundas y duraderas que he sacado del encuentro romano es justamente este dirigirse del Papa no a la masa sino a la conciencia individual de cada uno de los presentes, todos diferentes entre ellos pero unidos por el objetivo común de aplicar en primera persona y difundir el mensaje cristiano.
–Hay quien ha comentado: qué bravos estos jóvenes, obedientes, dóciles, necesitados de una autoridad. ¿No es demasiado?
— Yo no los he visto así. No he visto un rebaño temeroso ni ovejas con la cabeza baja. He visto chicos normales, por lo tanto vivaces, imprevisibles y difícilmente domesticables. Si acaso puede sorprender el orden y la serenidad con que millones de personas han afrontado fatigas no livianas durante un largo encuentro bajo el sol abrasador. Esta no es una docilidad bovina sino un deseo de no hacer fracasar una experiencia única y la aplicación de principios fuertemente arraigados en cada uno de los participantes. Es una prueba de fuerza interior. En cuanto a la necesidad de autoridad, esto se encuentra en todo ser humano en el inicio de la vida. No desaparece en la adolescencia, de hecho, los chicos son cada vez más exigentes con respecto a quien se presenta como figura de autoridad. Al menos en la adolescencia no se va en busca de un amo, sino de alguien que sea capaz de iluminarnos un camino que nos aparece oscuro e inquietante. El problema no está en la necesidad de autoridad sino en el peligro de que el adulto abuse de la confianza que depositan en él los jóvenes.
–No hay duda que entre el Papa y los jóvenes hay un «feeling» extraordinario. ¿Cómo explicarlo?
–A pesar de la caída vertical del respeto hacia los ancianos, los jóvenes tienen necesidad de la guía de una persona que, en su opinión, se haya merecido con la propia vida, con el ejemplo, con la energía y fuerza de sus ideas y de sus propuestas, la calificación de «joven» incluso si está pasado de años.
–El Papa les ha invitado a «incendiar el mundo». Un llamamiento bello pero que podría parecer retórico. ¿Podemos de verdad esperarnos algo importante de esta generación?
–Parafrasear la frase de Santa Catalina de Siena ha sido un gran golpe teatral. «Incendiar el mundo» significa volver a llevar el fuego a una tierra que se está enfriando, en la que emociones, sentimientos e ideales corren el riesgo de dejar de calentar. No me parece que ninguno de los dos millones de jóvenes haya tomado a la letra la invitación, arrojando molotovs contra las sedes de las multinacionales. El incendio es de otro tipo: devolver vitalidad en un mundo que se está liofilizando.