ROMA, 15 sep (ZENIT.org).- Combatir la pobreza eliminando a los pobres. Esta
parecería ser la estrategia que desde hace algunos años siguen algunas
agencias de las Naciones Unidas, el organismo que debería garantizar la
justicia y equidad en el Nuevo Orden Mundial. Ante esta situación, el cardenal
Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, publica
hoy un artículo en el diario italiano «Avvenire» en el que denuncia la filosofía
que se encuentra detrás de estos planteamientos e invita a los cristianos a
provocar un nuevo despertar de las conciencias.
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En el siglo XIX, la fe en el progreso consistía todavía en un optimismo genérico
que esperaba de la marcha triunfal de las ciencias una progresiva mejoría de
la condición del mundo y el aproximarse, de manera cada vez más apremiante,
de una especie de paraíso; en el siglo XX, esta misma fe ha asumido una
connotación política.
Por una parte, se han dado los sistemas de orientación marxista que prometían
al hombre alcanzar el reino deseado a través de la política propuesta por su
ideología: un intento que ha fracasado de manera clamorosa. Por otra, ha
habido intentos de construir el futuro bebiendo, de manera más o menos profunda,
en las fuentes de las tradiciones liberales.
Estos intentos están asumiendo una configuración cada vez más definida, que
toma el nombre de Nuevo Orden Mundial; encuentran expresión cada vez más
evidente en la ONU y en sus Conferencias internacionales, en especial en las
de El Cairo y Pekín, en sus propuestas de vías para llegar a condiciones de
vida diversas, dejar transparentar una verdadera y propia filosofía del
hombre nuevo y del mundo nuevo.
Una filosofía de este tipo no tiene ya la carga utópica que caracterizaba el
sueño marxista; por el contrario es muy realista, en cuanto que fija los límites
de los medios disponibles para alcanzarlo y recomienda, por ejemplo, sin por
esto tratar de justificarse, que no hace falta preocuparse por el cuidado de
aquellos que ya no son productivos o que no pueden ya esperar una determinada
calidad de vida.
Esta filosofía, además, no espera ya que los hombres, habituados a la riqueza
y al bienestar, estén dispuestos a hacer los sacrificios necesarios para alcanzar
un bienestar general, sino que propone estrategias para reducir el número de los
comensales en la mesa de la humanidad, para que no se vea afectada la
pretendida felicidad que estos han alcanzado.
La peculiaridad de esta nueva antropología, que debería constituir la base
del Nuevo Orden Mundial, resulta evidente sobre todo en la imagen de la mujer,
en la ideología del «Women´s empowerment» (la autorrealización de las mujeres),
nacida de la Conferencia de Pekín. Objetivo de esta ideología es la autorrealización
de la mujer: sin embargo, los principales obstáculos que se interponen entre ella
y su autorrealización son la familia y la maternidad.
Por esto, la mujer debe ser liberada, de modo especial, de lo que la caracteriza,
es decir, de su especificidad femenina. Esta última está llamada a anularse
ante una «Gender equity» (equidad de género) y «equality» (igualdad), ante
un ser humano indistinto y uniforme, en la vida del cual la sexualidad no
tiene otro sentido si no el de una droga voluptuosa, de la que se puede
hacer uso sin ningún criterio.
En el miedo a la maternidad que se ha apoderado de una gran parte de
nuestros contemporáneos entra seguramente en juego también algo
todavía más profundo: el otro es siempre, a fin de cuentas, un antagonista
que nos priva de una parte de vida, una amenaza para nuestro yo y para
nuestro libre desarrollo.
Al día de hoy no existe ya una «filosofía del amor», sino solamente una
«filosofía del egoísmo». Es justamente en esto donde el hombre es engañado.
En efecto, en el momento en el que se le desaconseja amar, se le desaconseja,
en último análisis, ser hombre. Por este motivo, a este punto del desarrollo
de la nueva imagen de un mundo nuevo, el cristiano –no sólo él, pero de
todos modos él antes que los otros– tiene el deber de protestar.