CIUDAD DEL VATICANO, 24 sep (ZENIT.org).- En estos momentos en los que la Unión Europea está redactando la Carta Europea de Derechos Fundamentales, que debería ser sometida a la aprobación del Consejo de Europa a finales de año, Juan Pablo II quiso ofrecer el punto de vista de la Iglesia sobre esta iniciativa ante los presidentes de los parlamentos de la Unión Europea e hizo un balance sobre el avance de la integración en el viejo continente.
Los presidentes de las Cámaras legislativas europeas se encontraron con el Papa el sábado pasado en Roma, pues participaban, junto a la presidenta del Parlamento europeo, Nicole Fontaine, en una conferencia para debatir su papel en el proceso de reforma comunitario.
Juan Pablo II reconoció que la iniciativa de redactar esta Carta, que en cierto sentido pretende ser la piedra angular de la construcción europea, constituye una «dura tarea», que se realiza en «un espíritu de apertura y atención a las sugerencias de las asociaciones y de los ciudadanos».
La contribución del cristianismo
Al adoptar esta nueva Carta, aclaró el Papa, «la Unión Europea no tendrá que olvidar que es la cuna de las ideas de persona y de libertad, y que estas ideas le han venido por el hecho de haber estado impregnada durante mucho tiempo por el cristianismo. Según el pensamiento de la Iglesia, la persona es inseparable de la sociedad humana, en la que se desarrolla».
Por eso, el pontífice dejó claro que «los derechos del hombre no pueden ser reivindicaciones contra la naturaleza misma del hombre».
Al servicio de la persona
«Las declaraciones de derechos delimitan en cierto sentido el dominio intocable que, según la conciencia de la sociedad, no debe ser sometido a los juegos de los poderes humano –continuó diciendo el Santo Padre a los representantes legislativos europeos–. Es más, el poder reconoce que está constituido para salvaguardar este dominio, que tiene por centro de gravedad la persona humana. De este modo, la sociedad reconoce que está al servicio de la persona en sus aspiraciones naturales para que pueda realizarse como ser personal y social al mismo tiempo. Estas aspiraciones, inscritas en su naturaleza, constituyen al mismo tiempo derechos inherentes a la persona, como el derecho a la vida, a la integridad física y psíquica, a la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión».
El pasado 18 de septiembre, el presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, el cardenal Camillo Ruini había expresado la preocupación por la manera en que se está redactando este texto fundamental (Cf. Zenit, 19 de septiembre, ZS00091911). El cardenal italiano constató una grave contradicción: por una parte la Carta quiere servir de base sobre los valores comunes que sostienen la Unión Europea; por otra, el documento no los define. El Preámbulo llama a los pueblos europeos a «compartir un porvenir pacífico» fundado sencillamente «en los valores comunes». Pero no dice cuáles son.
El texto, como constató Ruini, no menciona la raíces histórico-culturales que han dado vida a Europa (y mucho menos las cristianas). Estas raíces han constituido su «alma» y «pueden inspirar también hoy su identidad y misión», añadió.
Apoyo papal a la integración europea
En su discurso, Juan Pablo II alabó también el proceso de unión europea y se congratuló por la decisión europea de abrirse a la incorporación de nuevos Estados del continente que desean colaborar con ella, de modo que llegue a ser lo más amplia posible. Se trata de una senda que va en armonía con la visión del Papa del viejo continente que como ha repetido en muchas ocasiones deber respirar con sus dos pulmones, el oriental y el occidental.
Por lo que se refiere a la reforma de las estructuras de decisión europeas, afirmó: «Ha llegado probablemente la hora –añadió– de hacer un balance de lo conseguido en una estructura conjunta simplificada y más vigorosa, capaz de encontrar la fórmula justa para satisfacer las aspiraciones de sus ciudadanos y asegurar el servicio al bien común».
Un «nuevo empuje de humanismo» para Europa
El Santo Padre no quiso despedirse de los representantes de los parlamentos europeos sin pedir un «nuevo empuje de humanidad» para Europa. «¡Que sepa alcanzar el consenso necesario para inscribir entre sus ideales más elevados la protección de la vida, el respeto del otro, el servicio mutuo y una fraternidad sin exclusión! –deseó–. Cada vez que Europa encuentra en sus raíces cristianas los grandes principios de su visión del mundo, sabe que puede afrontar su futuro con serenidad»