CIUDAD DE MÉXICO, 22 junio 2001 (ZENIT.org).- El cardenal Norberto Rivera Carrera, arzobispo de México, presidió este jueves en la Basílica de Guadalupe la primera celebración eucarística en la que los políticos del país conmemoraron a su patrono, santo Tomás Moro.
Puntuales, minutos antes de las siete de la noche llegaron al atrio de la Basílica más de cien diputados, senadores, alcaldes y funcionarios públicos de todo el espectro político mexicano que abarca desde la izquierda hasta la derecha.
Estuvieron presentes políticos como Alberto Anaya, líder nacional del Partido del Trabajo, ex maoísta, o Emilio Ulloa, del Partido de la Revolución Democrática, acompañado de su esposa e hijas. Nunca antes se había organizado una actividad religiosa de estas características en México.
Durante la homilía, el cardenal Rivera exhortó a los políticos a trabajar para el pueblo, sin demagogia, en justicia y paz.
«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», les recordó el purpurado. «No podemos mutilar la frase», pues por una parte «afirma la sana autonomía de lo temporal en relación con lo espiritual, pero por otra obliga a la conciencia del cristiano a proyectar sobre la esfera civil los valores del Evangelio».
Esta es precisamente, como recordó el cardenal primado, la herencia que dejó santo Tomás Moro, patrono de los políticos y los gobernantes desde el 5 de noviembre pasado, por decisión de Juan Pablo II. Este canciller del Reino de Inglaterra, que vivió entre 1477 y 1535, prefirió dar la vida antes que traicionar a su conciencia obedeciendo al rey Enrique VIII.
«La gran lección de santo Tomás Moro a los hombres de gobierno es la fidelidad a los principios irrenunciables, de los que depende la dignidad del hombre y la justicia del orden civil, superando así la falacia del éxito y el consenso fácil», aclaró el cardenal Rivera Carrera.
Este tipo de actos religiosos nunca tuvieron lugar durante los setenta años en los que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) dominó el escenario político mexicano (hasta el año 2000). La participación de los políticos en actos religiosos públicos era vista por algunas de sus corrientes con mucho recelo, e incluso como un «atentado» a la separación Iglesia-Estado.