ROMA, 7 julio 2001 (ZENIT.org).- La tecnología conforma nuestro entorno humano. Es nuestro medio ambiente. En cuanto medio ambiente escapa a nuestra percepción, y debemos deliberadamente dirigir nuestra atención hacia ella para poder ver de qué manera nos afecta. La tecnofobia es la actitud de quien desea el regreso a un estado mítico anterior a la tecnología, el regreso a un estado natural. La tecnofilia es la actitud de quien ve en el progreso técnico y científico la única esperanza para la futura felicidad de la humanidad.
El tecnófobo es a menudo llamado Ludita («Luddite»), en alusión a la revuelta de trabajadores textiles en Inglaterra que destruyeron las maquinarias de las fábricas textiles que estaban haciendo obsoleto su trabajo[1]. El tecnófilo es a menudo el tecnócrata, alguien que cree que la industria y el gobierno deberían invertir fuertemente en soluciones técnicas a problemas humanos. En particular en el campo de la educación, el tecnófilo exige que el hombre aprenda a adecuarse a las exigencias de la nueva tecnología.
La tecnología en general y los medios de comunicación electrónica (incluyendo todos los tipos de tecnología de la información) representan grandes bienes, pero, como cualquier bien, pueden ser ocasión de grandes males. Es necesario reconocer los efectos de los medios en nosotros como individuos así como también en la sociedad. Como cualquier otro objeto que ofrece grandes atracciones, es necesario desarrollar un ascetismo que nos preserve del abuso de la tecnología.
Naturaleza y espíritu
Es imposible el regreso a un estado de naturaleza pura, porque, como nos enseña Aristóteles, el hombre se distingue de los otros animales en que vive por medio del arte y el razonamiento[2]. Nuestro uso humano de la tecnología es, en efecto, un signo de que somos más que simples animales. La tecnología en tanto habilidad humana puesta en obra nos remite al espíritu del hombre. El hombre transforma el mundo material, elevándolo por medio de su espíritu. La transformación de la materia en trabajo humano tiene su inicio en el espíritu humano. Empieza en el entendimiento humano, al concebir el plan y la finalidad del trabajo de transformación del mundo material. El hombre, en tanto posee un entendimiento, es un espíritu. El hombre es el animal más elevado y el espíritu más inferior, la única creatura en la frontera entre los dos mundos de la materia y del espíritu[3]. El hombre constituye un punto de intersección entre el orden material y el espiritual y por ello tiene las capacidades y las potencias tanto de las cosas en el orden material como de los seres en el orden espiritual. Así pues, hay en el hombre una notable diversidad de potencias, mayor que la de los animales o la de los ángeles[4].
Si por naturaleza entendemos el orden meramente material, el orden de las cosas que actúan sin entendimiento o voluntad, entonces el hombre no puede retornar a un estado de naturaleza pura porque jamás se ha encontrado en tal estado. Juan Jacobo Rousseau influyó en la difusión de la idea del «buen salvaje», como si pudiese existir un hombre en una condición en la que no fuese necesario formar sociedades organizadas, o en la que el hombre no se valiese de herramientas fabricadas por sí mismo para transformar y explotar el mundo natural. La masacre de inmensas poblaciones en Camboya en el «Año Cero» del Khmer Rouge es quizás el mejor ejemplo del razonamiento de Rousseau llevado a su lógica conclusión[5]. El Khmer Rouge creía que la cultura y la civilización occidental corrompieron al hombre, y que sólo se podría alcanzar una sociedad feliz borrando todos los efectos de la civilización.
Por otro lado, no nos es posible ir más allá de la naturaleza. El hombre no es un espíritu puro. El espíritu que es el hombre es un espíritu que obra por medio del cuerpo. El espíritu es lo que da forma al cuerpo humano y le da vida. El libro del Génesis nos enseña que el hombre y la mujer fueron creados a imagen y semejanza de Dios. La imagen de Dios en el hombre se encuentra ante todo en su entendimiento, que es lo que específicamente lo distingue de los otros animales, y que es la cualidad que lo hace miembro del mundo espiritual[6]. En este sentido, los ángeles son imágenes de Dios en mayor grado que el hombre, pues sus entendimientos no son estorbados por la posesión de un cuerpo. En otro sentido, la posición del hombre en el mundo material le permite compartir y representar la actividad creadora de Dios de una manera inaccesible a los ángeles. La reproducción humana, que un ser humano pueda ser la causa de otro ser humano (junto con Dios), es un reflejo de la procesión de las Personas en la Santísima Trinidad. El dominio del alma sobre el cuerpo, ya que el alma está en cada una de las partes del cuerpo, es un reflejo del dominio de Dios sobre el mundo natural[7]. El trabajo humano, por medio del cual transforma el mundo material, es también una participación en la obra creadora de Dios[8]. Todo trabajo humano empieza con una idea en el entendimiento humano, la existencia de una forma según el modo de la causalidad ejemplar, y luego esta idea irrumpe en actividad, y el hombre da a la forma una existencia actual en el mundo material. Así, el trabajo humano transforma el mundo material, y en cierto sentido también lo espiritualiza. Las formas introducidas en la materia por obra de las manos del hombre se inician en el campo espiritual, pues se inician en el entendimiento humano. La peculiar relación del hombre con el mundo material en cuanto espíritu corpóreo lo hace imagen de Dios en un modo que los ángeles no lo son.
El hombre desencarnado y el angelismo
Pese a que la comprensión intelectual no es el acto de ningún órgano físico, el entendimiento del hombre debe madurar a través del proceso de conocimiento sensorial. Sin una vida sensorial el hombre no tiene contacto con la realidad, y el entendimiento permanece vacío. Un peligro de la tecnología es la ilusión de que podemos trascender los límites de nuestros cuerpos. En este sentido, Marshall McLuchan y Bruce Powers advierten del peligro del «hombre desencarnado», cuando el hombre pierde contacto con su cuerpo, lo que también se llama «angelismo»[9].
Toda tecnología tiene efectos específicos y predecibles en quien la usa. En tanto instrumento extenderá y amplificará alguna potencia u órgano humano preexistente. Cuando una potencia humana es amplificada, esto afecta el orden y el equilibrio que existe al interior del hombre. Un hombre que pierde la vista se hará más consciente de sus otros sentidos. En efecto, partes del cerebro que procesan la información visual en una persona vidente, son usadas para procesar la información de los otros sentidos en un invidente. Cuando un hombre recupera la vista, los otros sentidos retroceden. Cada tecnología necesita de la atención humana en una nueva forma, pues acelera y extiende una particular facultad humana. Esta necesidad de atención significa que el hombre no es tan sólo el amo y el creador de la tecnología, sino que se da asimismo un proceso inverso, por el que el hombre se hace dependiente de la tecnología y es configurado por ella.
El usuario de la tecnología de la información encuentra que la distancia física y las limitaciones físicas se hacen irrelevantes. Esta tecnología cambia la manera de relacionarnos con nuestra propia unidad psico-somática, y nuestra manera de relacionarnos con los demás. El telégrafo fue la primera tecnología eléctrica de la información, e hizo a la gente tomar conciencia de acontecimientos en otros continentes más rápidamente que lo que tomaban conciencia de los acontecimientos realizados en las aldeas vecinas. Empezando con el telégrafo, nuestra imagen del mundo ha cambiado. La eliminación de la barrera de la distancia en las comunicaciones ha creado lo que McLuhan llamó la «aldea global» (Global Village). En inglés, la palabra village sign
ifica una pequeña comunidad, pero tiene también una agradable resonancia emocional, de un lugar de amables vecinos. McLuhan, sin embargo, advirtió que la aldea global no es necesariamente un lugar amigable. La eliminación de las barreras de la distancia puede también agravar los conflictos. La superación de las limitaciones físicas, y la apariencia de que el mismo cuerpo humano es obsoleto, es un efecto de tecnologías tales como la realidad virtual y muchos modos de comunicación por computadoras. Parte de la vida moderna es la posibilidad de hacer amistades y asociarse con gente a través de la Internet sin haberlos visto nunca, e incluso sin jamás haber hablado con nuestro más cercano vecino.
La tentación de la tecnología ha existido siempre. El libro de la Sabiduría describe los efectos de la idolatría, por la que el hombre adora los trabajos de sus propias manos[10]. La obra de las manos del hombre es algo dependiente del hombre tanto en su existencia como en su significado, y cuando el hombre pone su propia obra en el lugar de un ser superior, o como el Ser Supremo, entonces empieza a imitar a su propia obra y pierde su sentido. Los hacedores de ídolos serán como ellos, con ojos que no ven, con oídos que no oyen. La tergiversación del orden propio del hombre hacia sus productos conduce a su vez al desorden en todos los campos de la vida del hombre.
La tecnología de las comunicaciones electrónicas va más allá que cualquiera de los productos previos de la habilidad del hombre. Las primeras tecnologías extendían el poder de los miembros del hombre, y con la invención de la escritura, en un sentido, se logró poner la memoria del hombre fuera de sí mismo. Las actuales tecnologías de la comunicación reemplazan los sentidos exteriores del hombre y, más recientemente, los sentidos interiores y el más importante, el sentido central o común, aquél que se encarga de reunir los diversos datos provistos por los sentidos exteriores en una cohesiva unidad. El mundo de la información, comoquiera que sea concebido, puede dar la apariencia de existir independientemente por medio de la electrónica, y el usuario humano se convierte en un mero participante de ese mundo. Esto implica un proceso que Marshall McLuhan llamó auto-amputación[11]. En un nivel biológico, el organismo humano busca mantener un estado de homeostasis o equilibrio. Cualquier cosa que perturbe ese equilibrio es un trastorno para el sistema, y el sistema reaccionará buscando restablecer el equilibrio. Esto sintetiza las observaciones clínicas de Hans Selye, quien formuló una teoría general de las enfermedades basada en la tensión nerviosa[12]. Las observaciones de Hans Selye se refieren a la dimensión somática del hombre, pero es consciente de la unidad psico-somática del hombre. La percepción de una amenaza puede dar lugar a una reacción física que podría convertirse en un verdadero daño físico. Cuando nuestra capacidad de reunir información es potenciada por la tecnología, nos encontramos con un nivel mayor de tensión, y para mantener el equilibrio tendremos que encontrar estrategias que nos permitan lidiar con ella. Una estrategia es huir del caudal de información. Otra estrategia es intentar absorberlo, lo que trae consigo dos efectos. Un efecto es el de entumecimiento o anestesia. Si no podemos controlar la velocidad con que la información llega a nosotros, entonces nos hacemos menos sensibles ante ella. El efecto de entumecimiento es una auto-amputación, en la que tratamos de separar de nosotros la facultad que nos perturba. El otro efecto es el del reconocimiento por medio de patrones. A la vez que perdemos sensibilidad ante el creciente número de detalles individuales, podemos empezar a ser conscientes de ciertos patrones de mayor dimensión. Otra estrategia es tratar de combatir lo que amenaza al equilibrio, en este caso, el creciente flujo de información.
Para dar un ejemplo concreto, si vemos televisión o viajamos en automóvil, somos capaces de ver en un período corto de tiempo, incluso en menos de una hora, más rostros individuales que los que nuestros antepasados, que viajaban a pie, hubieran podido ver en toda su vida. Nuestra capacidad de absorber nuevos rostros es limitada. El conductor reacciona adecuadamente concentrándose en dirigir el vehículo, y alejando su atención del creciente flujo de detalles tales como los rostros de los peatones. El que ve televisión puede reaccionar entumeciéndose a sí mismo. Los rostros que aparecen en la televisión no producen ya un efecto emocional en él. Puede sentirse amenazado y esto, creo yo, es la raíz de la sensación de que hay demasiada gente en el planeta. Un viajero que atraviesa la China y la India a pie no tiene la impresión de que hay demasiada gente. Una persona en una gran muchedumbre ve tal vez veinte personas a su alrededor, pero una cámara por encima de la muchedumbre revela una muchedumbre incomprensible para la imaginación humana. La difundida ansiedad entre las personas del primer mundo por ser demasiados es efecto de ver miles de rostros en la televisión, mientras que alguien podría caminar por horas a través de calles y barrios sin ver a nadie.
Santo Tomás de Aquino era consciente de los efectos de los sentidos en el entendimiento. Los sentidos son necesarios para la vida del entendimiento, pero los sentidos han de estar ordenados adecuadamente hacia el entendimiento y deberán someterse al intelecto. Un desorden o desequilibrio en el campo sensorial puede conducir a un desorden en el entendimiento. Dado que las nuevas tecnologías plantean mayores exigencias a nuestros sentidos al extender su capacidad, esta misma tecnología exige asimismo nuevas formas de ascetismo.
El hombre como «animale technicum»
El hombre, en tanto compuesto de alma y materia, es a la vez un animal y un espíritu, pero no es ni un animal ni un espíritu en un sentido propio. Los otros animales poseen un tipo de conocimiento, teniendo sentidos exteriores e interiores tales como el sentido común, discerniendo las relaciones entre los objetos en el espacio y el tiempo, y el sentido de la estimativa, que enseñan al animal a buscar algunas cosas y huir de otras. La estimativa consiste en todo un repertorio de conductas, y es diferente en cada animal. Podemos llamar a la estimativa instinto. El instinto implica el apetito, no sólo que el animal sepa que algo es comestible, sino que también lo desee y busque comerlo.
En un sentido propio, el hombre también conoce algunas cosas por instinto. En el nivel puramente biológico, hay un pequeño conocimiento práctico innato al igual que en los otros animales. Tal vez sólo para sobrevivir durante los primeros días de vida, un niño sabe cómo respirar y dónde buscar alimento. Pero incluso el conocimiento innato de la respiración pasa, y el niño debe aprender cómo respirar en una etapa posterior.
En otro sentido, podemos afirmar que el hombre se encuentra determinado por su naturaleza. No somos libres respecto a nuestro deseo de ser felices[13]. Ésta no es sin embargo una determinación material, pues somos libres con respecto a los medios para alcanzar la felicidad. El deseo de ser felices puede ser llamado un instinto natural, pero es un instinto tal que indica muy claramente la naturaleza espiritual del hombre. El deseo o el apetito requieren simplemente de un conocimiento previo, y la felicidad que el hombre busca no puede ser encontrada en ningún bien limitado. Dado que los sentidos sólo pueden conocer bienes limitados, el deseo humano de felicidad es un signo del conocimiento intelectual, y por lo tanto un signo de la espiritualidad del hombre.
El hombre en tanto animal, sin embargo, debe actuar en el mundo material. Los otros animales están determinados por sus instintos. En tanto un animal dado se encuentra en su entorno ecológico natural, sus instintos funcionan infaliblemente. Cuando un animal bruto se encuentra en su entorno natural, su conocimiento opera rápida y consistentemente, y encuentra placentero obrar de
acuerdo a sus instintos. Esto pone al hombre en desventaja, pues si un hombre tuviese que deliberar conscientemente antes de cada acción, moriría. Por ello, en lugar de instintos, el hombre adquiere hábitos, que le permiten actuar en una determinada dirección rápidamente, consistentemente y sin resistencia psicológica. Daría lugar a equívocos decir que un hábito es un modo pre-consciente de conducta. La formación de los hábitos requiere de cierta participación del razonamiento consciente. En el caso de la formación de los hábitos en los niños, son los padres los que hacen el razonamiento. Una vez que un hombre adquiere un hábito, el hábito es como una segunda naturaleza, y a veces es difícil e incluso imposible resistirse.
Los hábitos morales son de naturaleza general y son esenciales a un hombre bueno, independientemente de su cultura. Las cuatro virtudes cardinales de prudencia, justicia, fortaleza y templanza son comunes a todas las culturas. Ninguna sociedad honra a los hombres tontos por ser tontos, a los ladrones por ser ladrones, a los cobardes por serlo, o a lo glotones. Si un héroe fuese un glotón, o un genio fuese un cobarde, es honrado a pesar de sus vicios, no a causa de ellos. Otros hábitos se refieren sólo a ambientes particulares. Los hábitos técnicos particulares incluyen habilidades lingüísticas, habilidades profesionales, y habilidades técnicas. No es necesario hablar de una forma particular, con un lenguaje y acento particulares para ser un buen hombre en un sentido general, ni tampoco se da que una habilidad técnica conduzca a la perfección moral más que otra. Aún así, todo ser humano empieza como una «tabula rasa» y es completado por la formación de hábitos, no sólo morales sino también técnicos.
Dado que un hábito es una disposición fija, individualiza al hombre. Aparte del género, la mayor diferencia entre los seres humanos no viene dada por las características biológicas sino por sus hábitos adquiridos. En los sesentas los críticos culturales hablaban de una brecha generacional, una diferencia cultural que hacía imposible que la gente menor de 30 años entendiese a los mayores de esa edad. La diferencia no se basaba meramente en la edad, sino en los hábitos formados por un nuevo ambiente tecnológico. Ese ambiente tecnológico era principalmente el formado por la televisión. De la misma manera, hay una gran diferencia cultural entre aquellos que han adquirido los hábitos de usar la tecnología de las computadoras y aquellos que no. El aporte de Marshall McLuhan fue mostrar cómo podíamos entender los efectos culturales de la nueva tecnología examinando el impacto que el desarrollo de la imprenta tuvo en la cultura[14].
Es más fácil examinar los efectos de la tecnología en la cultura si se los mira retrospectivamente. Los efectos de una nueva tecnología en quien la usa permanecen ocultos. Por ejemplo, manejar un automóvil exige una manera habitual y específica de concentrar la atención, que es diferente a la de un peatón. El operador de un vehículo motorizado tiene que hacerse más consciente de las señales de tráfico, las condiciones del camino, y las intenciones de los otros conductores. Asimismo, tiene que hacerse menos consciente de otras cosas. A menos que haga un esfuerzo consciente por contrarrestar sus hábitos cognoscitivos, el conductor verá el mundo de una manera distinta cuando no está manejando.
El medio es el mensaje
Todo lo que actúa, actúa con un fin. Es fácil reducir todas las acciones del hombre al deseo de felicidad. El motivo último de nuestras acciones da sentido a todos los motivos intermedios. Para entender el significado de la frase de McLuhan «el medio es el mensaje», tenemos que recurrir a la filosofía de Aristóteles y Santo Tomás. Marshall McLuhan escribió lo siguiente en una carta a J.M. Davey, asesor del Primer Ministro canadiense Trudeau:
«Se ve entonces que mi teoría de la comunicación es tomista hasta lo más profundo. Tiene adicionalmente la ventaja de ser capaz de explicar a Santo Tomás y a Aristóteles en términos modernos. Estamos contentos con cualquier cosa que usemos, tan sólo porque estas cosas son extensiones de nosotros mismos».[15]
El acto del conocimiento humano está ante todo y objetivamente dirigido a conocer las formas de las cosas materiales. Éste es el realismo fundamental del conocimiento humano. El conocimiento de los conceptos no es el motivo primero del acto de conocer, sino que es a través de los conceptos que conocemos las cosas. Sólo después que conocemos las cosas, podemos reflexionar y preguntarnos cómo conocemos. Es entonces que tomamos conciencia del rol intermediario del concepto. El concepto es algo que necesariamente se encuentra entre el objeto de conocimiento y el juicio del entendimiento. ´Encontrarse entre´ es ser un medio. Hay más de un medio entre el objeto mismo y el acto de juicio que es la meta final del conocimiento o «mensaje». En la visión corporal, la luz misma hace de intermediaria, luego la impresión sensorial en el ojo, y finalmente un acto de percibir conscientemente lo que el sentido físico está proveyendo. En la visión mental, la luz de la mente haciendo conocer las cosas es un medio, como lo es el concepto o la especie en el entendimiento, y luego la mente entabla una relación entre la especie o concepto y la realidad en un acto de juicio. En este proceso la mente actúa como espejo de la realidad, lo que constituye otro sentido en el que se da un medio en el acto de conocer[16]. Es común que estos medios permanezcan ocultos durante el acto objetivo de conocer. Si alguien dice «Hay fuego en el edificio», no dirigimos nuestra atención al rol intermediario de las palabras y los conceptos, sino al peligro real e inminente, y actuamos consecuentemente.
Sin embargo, cuando conocemos algo, simultáneamente sabemos que sabemos. Esto es lo que se denomina reflexión concomitante, lo que significa que es un acto de reflexión que siempre y necesariamente acompaña el acto objetivo de conocer. Es el elemento esencial de la conciencia. Normalmente esta reflexión forma el trasfondo del acto de conocer. Normalmente no nos recordamos a nosotros mismo o a otros lo implícito, como al decir «Sé que hay fuego» en vez de «Hay fuego». La mente o el alma no está siempre consciente de sí misma como separada o distinta de las otras cosas[17]. El conocimiento de uno mismo no existe siempre en acto (con la atención dirigida al alma), sino que, a través de la reflexión concomitante, existe siempre en potencia. Cuando el alma ve su acto, se ve a sí misma. Cuando me veo a mí mismo pensando, me veo a mí mismo. De esta manera, el medio se convierte en el mensaje. Esto nos lleva más lejos al movernos, desde el conocimiento de uno mismo como imagen, hacia el conocimiento de Dios como Aquel a cuya imagen somos creados. A través del acto de reflexión los medios mismos se convierten en el mensaje, y así tenemos las semillas de la teoría de McLuhan sobre la comunicación y sus efectos en las enseñanzas de Santo Tomás.
Marshall McLuhan fue más lejos al afirmar que sin un acto de reflexión no somos conscientes de los diversos medios artificiales de comunicación. La palabra impresa «bandera estadounidense» y la bandera en sí son ambos medios de comunicación. La palabra impresa, sin embargo, no evoca una reacción emocional en un estadounidense, mientras que la bandera real, o una imagen de ella, sí lo hace. Los medios de comunicación afectan la manera en que recibimos la comunicación, y así los medios mismos portan un mensaje. Podemos encontrar algunos precedentes de esta observación de McLuhan en la tradición filosófica.
Platón cuenta una fábula acerca de la invención de la escritura[18]. Cuando el dios egipcio Thot inventó la escritura, presentó su invento al rey de Tebas, esperando ser alabado por un invento que ampliaría el poder de la memoria. El rey de Tebas, por el contrario, dijo que esta invención provocaría que los hombres pierda
n su memoria, pues simplemente escribirían las cosas y se las olvidarían. Asimismo, las palabras impresas pueden caer en poder de cualquiera, quien puede luego repetirlas y aparentar sabiduría sin saber lo que significan. La palabra hablada viene de la mente del maestro, y cuando el mensaje del maestro no está claro, el discípulo puede preguntarle.
Las palabras escritas, sin embargo, no hablan cuando les hacemos preguntas. Santo Tomás se pregunta si acaso las realidades divinas deban estar veladas por medio de palabras oscuras y nuevas[19]. Al enseñar, el maestro debe procurar que el discípulo no aprenda cosas antes de estar listo para ello. Sus palabras deben ser medidas más bien para ayudar que para estorbar a sus estudiantes. Él tiene además la responsabilidad de evitar que gente de malas intenciones reciba el conocimiento de materias difíciles de entender. Como dice el Señor: «No deis a los perros lo que es santo» (Mt 7,6). Se puede ser discretos al hablar. Podemos decir cosas al entendido que no le mencionaríamos a las muchedumbres. Un libro escrito, sin embargo, puede caer en manos de cualquiera, y por eso no es posible evitar por medio del silencio que la verdad sea distorsionada o mal usada. Se pueden expresar realidades difíciles por medio de palabras nuevas, para que incluso si la persona equivocada lee el libro, no haga ningún progreso.
Santo Tomás aborda también la pregunta de por qué Nuestro Señor no puso su doctrina por escrito[20]. Dos de los más grandes maestros entre los gentiles, Pitágoras y Sócrates, no escribieron nada. Lo que se escucha queda grabado en el alma del oyente, y lo que se escribe está para ser leído. Nuestro Señor enseñó como quien tiene autoridad (ver Mt 7,29), no como los escribas y fariseos. Asimismo, la excelencia de la doctrina de Cristo no podía ser contenida en meras palabras escritas, como recuerda San Juan Apóstol cuando dice que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran para contar lo que Cristo hizo (ver Jn 21,25). Si Cristo hubiese puesto por escrito algo, muchos habrían pensado que no habría más en su doctrina que lo que está contenido en lo escrito. Podría hacerse notar también que no es meramente el número de cosas que Cristo hizo y enseñó lo que no puede ser contenido en meras palabras escritas, sino además la calidad. Cuando ocurre algo totalmente distinto a cualquier cosa anterior, descubrimos que las palabras que usamos son inadecuadas, pues las palabras evocan imágenes tomadas de la experiencia común.
Con una argumentación similar, Santo Tomás nos enseña que la Nueva Ley no es una ley escrita[21]. La Ley de Moisés fue escrita en tablas, pero la Ley de Cristo está escrita en los corazones de los hombres. La Nueva ley es principalmente la gracia del Espíritu Santo que es dada al fiel de Cristo. Esta ley no es otra cosa que la presencia misma del Espíritu Santo. Las cosas que están escritas en la Sagrada Escritura no son la Nueva Ley en sí, sino que nos disponen a creer en la Nueva Ley, o que nos dan indicaciones específicas acerca de cómo aprovechar la gracia que constituye la Nueva Ley.
McLuhan conjetura que la idea protestante de la sola Scriptura fue el resultado de los nuevos medios de la imprenta. Cuando las Escrituras eran transmitidas en documentos escritos a mano, era fácil entender que el documento es un medio. Cuando miles de libros podían ser impresos exactamente de la misma manera, este poder técnico impresionó tanto a la gente que idolatraron la tecnología, de modo que el poder de la imprenta parecía tener más autoridad que la autoridad viviente del Magisterio.
Finalmente, Santo Tomás consideró el rol de la música en la comunicación[22]. Unas mismas palabras tienen un efecto diferente cuando son habladas que cuando son cantadas. La música tiene un efecto emocional, tanto para el cantor como para el oyente, y por eso por medio de la música nuestros corazones son remitidos a Dios. Diversas melodías tienen efectos diferentes en las emociones de los que cantan y de los que escuchan, un hecho conocido ya por Pitágoras. La melodía y el modo de cantar es meramente un medio, pero el medio mismo porta un mensaje.
«Habetudo sensus» y la necesidad de ascetismo
Mientras más necesario sea para la vida humana el objeto de un apetito, más fuerte será tal apetito. Mientras más fuerte sea el apetito, más necesitará el control de la razón. El ascetismo apunta a restaurar la armonía interna del hombre, la que se conoce como la virtud de la templanza. A su vez, la virtud de la templanza preserva en buen estado la virtud de la prudencia, que es la capacidad de tomar decisiones correctamente. La prudencia requiere de un conocimiento verdadero de cómo son las cosas, y por ello requiere de la memoria, y a partir de la memoria la prudencia llega a una comprensión correcta de cómo son las cosas. Estos son elementos cognoscitivos de la prudencia. La prudencia tiene también un elemento volitivo, que es la capacidad de tomar una decisión ni muy precipitadamente, ni muy dubitativamente. La interferencia de apetitos descontrolados puede opacar la memoria y el entendimiento, y puede influenciar indebidamente la acción de la voluntad[23].
Tradicionalmente el énfasis en el ascetismo ha estado en los dos apetitos más íntimamente relacionados con la existencia humana, el apetito por la auto-preservación, que tiene su exceso en la gula, y el apetito por la preservación de la especie, que es deformado en el exceso de la lujuria. El apetito por el conocimiento puede también exceder sus límites racionales y adecuados.
Esto encierra una paradoja. El apetito por el conocimiento parecería ser la razón misma. ¿Cómo podría alguien actuar en contra de la razón al tratar de ser más razonable? La primera consideración que hay que hacer es que el deseo de conocimiento es en un sentido el más fuerte de los deseos humanos. Analicemos la filosofía eudemonista de Aristóteles, su doctrina de que toda acción humana tiene a la felicidad por causa final. La felicidad no puede ser la mera posesión de algo, pero implica que conozcamos con plena conciencia que poseemos lo que nos hace felices[24]. Aristóteles hace notar también que todos los hombres por naturaleza desean el conocimiento. No tenemos un deseo de conocer simplemente como medio para un fin que no es el conocimiento, sino que la sensación misma nos es placentera. De entre todos los sentidos, dice Aristóteles, la vista es el que nos brinda mayor placer en tanto nos provee de los mayores detalles acerca de las cosas[25].
¿Pero cómo puede el deseo de conocimiento llevarnos por mal camino? San Agustín cuenta la historia de cómo su amigo Alipio asistió a los juegos de gladiadores en Roma, y estaba decidido a cerrar sus ojos en el momento de la muerte del perdedor[26]. Había decidido que incluso si sus amigos habían traído su cuerpo a los juegos, no podrían forzar su mente a disfrutarlo. Cuando la muchedumbre aclamó con voz potente, no pudo resistir, y abrió los ojos, diciéndose a sí mismo que aunque viese el espectáculo, aún así estaría por encima de él y lo despreciaría en su corazón. Sin embargo, en contra de lo que se había propuesto, terminó disfrutando en su corazón del espectáculo.
La verdad es un bien en sí misma. Incluso la verdad acerca de un mal es un bien. La mente busca conocer la verdad, y la relación de la mente con la realidad que se denomina verdad es también el primer y más esencial elemento del conocimiento moral. Como escribió Karol Wojtyla en 1958, cuando era profesor de filosofía:
«El principio de que uno debe permanecer en armonía o de acuerdo con la realidad, tanto la realidad objetiva como la subjetiva, en la propia actividad, es la medida del realismo en el conjunto de la filosofía práctica, y en particular en la ética. Las normas éticas se basan en la realidad. La misma facultad de la razón, que a través del conoc