CIUDAD DEL VATICANO, 6 agosto 2001 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación el testimonio del entonces arzobispo de Cracovia, ofrecido a los micrófonos «Radio Vaticano» en lengua polaca el 21 de agosto de 1978, pocos días después de la muerte del Papa Montini.
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Respondiendo a la petición de «Radio Vaticano», quisiera basar este recuerdo del difunto Santo Padre Pablo VI en los encuentros que tuve la dicha de vivir desde el año 1962, a lo largo de mi episcopado, y en lo sucesivo durante el cardenalato. Considero cada uno de aquellos encuentros como una fecha importante en mi vida; de cada uno salí enriquecido y fortalecido, y todos permanecerán impresos para siempre en mi memoria.
El primero tuvo lugar durante la primera sesión del Concilio, cuando el Santo Padre Pablo VI era todavía el cardenal Giovanni Battista Montini, arzobispo de Milán. Me dirigí a él para una cuestión muy particular. En calidad de Vicario capitular de la Diócesis de Cracovia, llevaba conmigo una petición, realizada por la parroquia de San Florián de Cracovia y por su párroco, para conseguir unas campanas. Esto no significaba que los parroquianos de San Florián no pudieran procurarse campanas nuevas para la iglesia, ya que se les habían arrebatado durante la guerra y la ocupación alemana. Se trataba más bien de un símbolo, de un signo de unidad entre las iglesias.
El cardenal Montini lo comprendió enseguida y evocó los recuerdos personales que tenía de Polonia, donde había vivido cuando trabajaba en la nunciatura de Varsovia, y donde en una ocasión fue testigo de la puesta en funcionamiento de unas campanas que se habían quitado con anterioridad, durante la guerra mundial, y abandonado después en un prado. Intervinieron entonces los representantes de las parroquias interesadas, y cada uno recobró sus campanas.
Seregno – Cracovia
Aquel recuerdo ilustraba la petición que la parroquia de San Florián dirigía a Milán. En efecto, la parroquia de Seregno, en la archidiócesis de Milán, donó las campanas y en abril de 1965 pudimos consagrarlas en Cracovia.
Los encuentros con Pablo VI se hicieron más frecuentes y regulares desde que me llamó a formar parte del Colegio cardenalicio. Casi todas las veces que iba a Roma –una media de dos veces al año–, tenía la alegría de ser recibido en audiencia y hablar con el Santo Padre. Pero recuerdo particularmente el encuentro que se produjo antes de la llamada para formar parte del Colegio de los Cardenales. Estábamos en abril de 1967. No olvidaré jamás lo que me dijo entonces el Papa hablando de la preparación del documento que sería, un año después, la encíclica «Humanae Vitae». Como formaba parte de una comisión de especialistas en cuya sesión, celebrada en junio de 1966, desgraciadamente no había podido participar había enviado por escrito mi parecer al Santo Padre. Pablo VI encaminó rápidamente la conversación hacia ese tema, y después añadió: «ojalá haya en Polonia, en Cracovia, alguna persona que quiera ofrecer sus plegarias a Dios, y sobre todo sus sufrimientos, por esta difícil cuestión. Es algo en lo que tengo mucho interés». Hubo muchas personas que hicieron esto. Pero yo comprendí entonces cuál era el peso del problema ante el que se encontraba Pablo VI, como supremo Maestro y Pastor de la Iglesia.
Audiencias y visitas
Las audiencias tenían un carácter distinto. En su mayoría eran audiencias privadas, donde podía conversar a solas con el Santo Padre, pero había también audiencias colectivas. Participé en varias ocasiones en las audiencias que Pablo VI concedía al Consejo de Laicos – Consilium de Laicis: formaba parte de él en calidad de consultor; IUNE, es decir la audiencia al Consejo de la secretaría general del Sínodo de los Obispos. Finalmente, la audiencia colectiva a los Obispos polacos. Recuerdo con particular conmoción la audiencia de noviembre de 1973, durante la cual, junto al Cardenal Primado y al nuevo Metropolita de Wroclaw, a los obispos residentes de Opole, Gorzów, Szczecin, Koszalin, Gdansk y Warmia, expresamos nuestro agradecimiento por la institución definitiva de una organización eclesial regular en los territorios polacos occidentales y septentrionales.
Otra audiencia colectiva del Episcopado polaco en que participé tuvo lugar en noviembre del año pasado, con ocasión de la visita de los Obispos de toda Polonia ad limina apostolorum. Pablo VI había cumplido ochenta años a finales de septiembre. Le habíamos hecho entrega de algunos presentes, por los que siempre se mostraba agradecido. Eran presentes que daban testimonio de la vitalidad de la cultura católica en Polonia. Recuerdo con qué atención observó los manuscritos de Karol Hubert Rostworowski y del Metropolita de Cracovia, Adam Stefan Sapieha, que le ofrecimos en aquella ocasión.
Las visitas «ad limina» durante sus quince años de pontificado fueron tres: 1967/68, 1972 y 1977. Siempre me impresionaba cómo se preparaba el Papa de forma escrupulosa para las audiencias, cómo deseaba que fueran fructíferas: entrar en los problemas que le eran expuestos, responder a las expectativas, instaurar un contacto personal. El momento más conmovedor era cuando él mismo empezaba a hablar de los problemas de la Iglesia – a menudo incluso de la Iglesia en Italia, en la misma Roma -, cuando lo que decía tomaba la forma de un coloquio confidencial, cuando se desahogaba contando las cosas que le pesaban, que le dolían. El interlocutor se sentía entonces particularmente comprometido, participando de este modo en la «sollicitudo omnium Ecclesiarum» realmente paulina, en las preocupaciones por toda la Iglesia, por los problemas más urgentes de la Iglesia.
Ejercicios «papales»
Naturalmente, la mayoría de las veces el tema de las conversaciones era la situación y la tarea de la Iglesia en Polonia, en Cracovia, en la Archidiócesis; el Santo Padre hablaba con gusto de sus propios recuerdos: recordaba personalmente al cardenal Sapieha, el encuentro con él en Polonia y en Roma. Sin embargo, lo primero de todo era afrontar los problemas. Era cordial; a menudo repartía gustosamente regalos: rosarios, imágenes. «Esto siempre puede alegrar a alguien», decía. Nunca se negaba a recibir a los sacerdotes que me acompañaban, aunque yo trataba de no abusar de su disponibilidad.
Naturalmente, el recuerdo más fuerte está ligado a aquel encuentro excepcional con Pablo VI al que me invitó él mismo en la Cuaresma de 1976. Se trataba de predicar los ejercicios espirituales de ese año para el Santo Padre, los Cardenales y otros colaboradores suyos en la capilla de Santa Matilde, en el Palacio Apostólico. Durante las charlas, el Papa, con su secretario, estaba siempre en una pequeña capilla lateral, visible para el que predicaba, pero no para los participantes en el retiro. Estaba con una actitud de gran recogimiento, bajo las reliquias de san Sebastián. El último día me dio las gracias, recibiéndome en audiencia privada apenas terminados los ejercicios. Recordé más tarde que había tomado apuntes de las charlas.
El hielo de Nowa Huta
Mucho se podría decir de los regalos que he recibido de él con ocasión de los distintos encuentros. Pero, de todos ellos, recordaré sólo uno, especialmente significativo: fue también durante el Concilio. El Santo Padre se interesó mucho por el problema de la iglesia de Nowa Huta. Recuerdo que, cuando le conté cómo participaban los parroquianos en la Santa Misa, a cielo abierto, a menudo bajo la lluvia o el hielo, mi interlocutor, escuchando lo que le estaba contando en italiano, me interrumpió hablando en polaco: «El hielo, sí, es una palabra que recuerdo de los tiempos en que conocía mejor vuestra lengua». La conclusión de estas conversaciones fue que el mismo Pablo VI bendijo la primera piedra de la iglesia de Nowa Huta –la piedra provenía de la antigua basílica constantiniana de
San Pedro– e hizo llegar un generoso donativo para la construcción de aquella iglesia.
El último encuentro
La última vez que vi a Pablo VI fue el 19 de mayo de este año, en la audiencia del Consejo del secretariado general del Sínodo de los Obispos. Como es sabido, el secretario general era el obispo Rubin. Como yo ostentaba la presidencia de aquella sesión, tuve también el honor de pronunciar ante el Papa el discurso informativo sobre la problemática de nuestra reunión. No imaginaba que aquella sería la última vez que me encontrara con el Papa y le hablara. Sabía que estaba débil de salud, que las piernas no le sostenían y caminaba con mucha dificultad. Pero al mismo tiempo me asombraba siempre su lucidez y agilidad mentales, la precisión, la concisión de sus discursos y su inagotable fuerza de voluntad. Aquella vez tuve la impresión de que Pablo VI, a pesar de todas sus enfermedades, viviría todavía bastante y continuaría ejerciendo su misión pastoral. Aunque por todas partes se escuchaban rumores sobre su muerte, y él mismo hablaba de ello – tenía ochenta años -, la noticia, que me dieron la tarde del 7 de agosto, me llegó por sorpresa y fue un duro golpe.
Y este fue el último encuentro. Directamente desde el aeropuerto, el 11 de agosto, el obispo Andrzej Deskur me condujo a la Basílica. Arrodillado, recé y contemplé aquel rostro con el que tantas veces había dialogado. Los ojos, siempre tan vivos, estaban cerrados. Reposaba en medio de la Basílica, frente a la Confessio de San Pedro, sponsus in sponsae gremio. Ahora ya no conversaré más con él, no comentaré más con él ninguno de los problemas de los que a menudo habíamos hablado. Él contempla ahora otro Rostro. La muerte fue el lugar del último recogimiento en el cual le he visto sobre esta tierra.
(Conferencia pronunciada en la Radio Vaticana el 21 de agosto de 1978, publicada en: Karol Wojtyla, «Przemówienia i wyklady w Radio Watykanskim», Roma 1987. Traducción al español realizada por la revista Huellas, Octubre de 1998).