CIUDAD DEL VATICANO, 2 julio 2002 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso de Juan Pablo II a los obispos de la Conferencia Episcopal de Perú a quienes recibió este martes al concluir su visita «ad limina Apostolorum».
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Queridos Hermanos en el Episcopado:
1. Me es grato daros la bienvenida a este encuentro con vosotros, Pastores de la Iglesia de Cristo en el Perú, que realizáis la visita ad limina a la sede de Pedro, el Apóstol que recibió el mandato de «confirmar en la fe a sus hermanos» (cf. Lc 22, 32) y que en Roma culminó su testimonio de amor y fidelidad al Señor derramando su sangre por Él.
Agradezco las amables palabras que me ha dirigido Mons. Luis Armando Bambarén Gasteluzmendi, Obispo de Chimbote y Presidente de la Conferencia Episcopal, en las que ha destacado los «lazos de unidad, de amor y de paz» que os unen al Obispo de Roma (Lumen gentium, 22), así como los principales anhelos que animan vuestra misión apostólica en las diversas Iglesias particulares que os han sido confiadas. Movido por la solicitud de Pastor de la Iglesia universal me siento unido a vuestras preocupaciones y os animo a proseguir con generosidad y grandeza de espíritu vuestra entrega, impulsando la apasionante tarea de renovación pastoral en este comienzo del nuevo milenio.
2. Uno de los retos cruciales de nuestro tiempo, como he señalado en la Carta Apostólica Novo millenio ineunte, es precisamente el espíritu de comunión que ha de reinar en la Iglesia y presidir todos los aspectos y sectores de la acción pastoral (cf. nn. 43-45). En efecto, la comunión como espiritualidad radicada en la Trinidad, como principio educativo y actitud cristiana de la que se debe dar abierto testimonio, además de ser una exigencia imperiosa del mensaje de Cristo (cf. Ecclesia in America, 33), es también una respuesta «a las esperanzas profundas del mundo» (Novo millenio ineunte, 43).
Por vuestra amplia experiencia pastoral conocéis bien la paradoja de un momento histórico en que la capacidad casi inconmensurable de interrelación convive con un frecuente sentimiento de aislamiento, que causa fragmentación e incluso conflictos en diversos ámbitos de la familia humana. Ante ello, la Iglesia ha de recordar y revivir continuamente la incomparable experiencia de Pentecostés, cuando «todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas, al reducir el Espíritu a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones» (S. Ireneo, Adv. haer., 3,17,2). Así pues, vosotros, Hermanos en el Episcopado, estáis llamados a ser ejemplo de comunión en el afecto colegial, sin prejuicio de la responsabilidad que cada uno tiene en su propia Iglesia local, en la que, a su vez, «es principio y fundamento visible de la unidad» (Lumen gentium, 23).
3. Si la escasez de medios, las incomprensiones, la diversidad de pareceres o de origen en vuestro pueblo u otras dificultades aún, pueden inducir al desánimo, Jesús nos conforta siempre al hacernos ver que «hasta los vientos y el mar le obedecen» (Mt 8, 27). Por ello es preciso afianzarse en Él, haciendo crecer en todos los creyentes un verdadero deseo de santidad, a la que todos estamos llamados y en la que culminan las más profundas aspiraciones del ser humano.
El Perú, que ha sido bendecido por Dios con numerosos frutos de santidad, tiene sobrados ejemplos que pueden iluminar y abrir grandes perspectivas a las generaciones actuales. No se deben olvidar figuras de la talla de Santo Toribio de Mogrovejo, Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres, San Francisco Solano o San Juan Macías, entre otros. Son modelo para los Pastores, que han de identificarse con el estilo personal de Jesucristo, hecho de sencillez, pobreza, cercanía, renuncia a ventajas personales y confianza plena en la fuerza del Espíritu por encima de los medios humanos (cf. Ecclesia in America, 28). Lo son también para los demás creyentes, que en los santos tienen la prueba viviente de las maravillas de Dios en el corazón bien dispuesto, cualquiera que sea la condición social o la situación de vida en que acogen su gracia.
Vuestra Nación misma ha de sentirse privilegiada por tantos frutos de santidad, pues resaltan sobremanera la profunda raigambre cristiana de su pueblo, la cual ha contribuido decisivamente a fraguar su propia identidad y que, lejos de ignorarse, debe ser salvaguarda por ser un valor irrenunciable.
4. En este contexto, es de particular importancia suscitar, especialmente entre los jóvenes, la pasión por los grandes ideales del Evangelio, de tal manera que un creciente número de ellos se sienta atraído a consagrar por entero su vida a proclamar y dar testimonio de que «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Co 3, 17).
De este modo, la evangelización de las nuevas generaciones ha de ir acompañada, casi de manera espontánea, con una pastoral vocacional, cada día más urgente, que abra nuevos horizontes de esperanza en las Iglesias locales.
Es importante también una esmerada atención a la formación impartida en los seminarios. Además de cultivar la madurez humana de los candidatos para se pongan totalmente a disposición de Dios y de la Iglesia con plena conciencia y responsabilidad, se les ha de guiar sabiamente hacia una profunda vida espiritual que les haga idóneos para asumir efectiva y afectivamente el futuro ministerio con todas sus exigencias. Es preciso presentar y afrontar de manera clara y completa los requisitos de un seguimiento incondicional a Jesús en el ministerio o en la vida consagrada, pues quien lo ama de verdad, repetirá en su corazón ante cualquier dificultad aquellas palabras de Pedro: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).
Vuestro País necesita sacerdotes y evangelizadores, santos, doctos y fieles a su vocación, a lo que no se puede renunciar por su escaso número o por otras circunstancias sociales y culturales. Ésta es una tarea en la que el Obispo ha de mostrar una particular cercanía de padre y maestro a sus seminaristas, contando con la incondicional y transparente cooperación de los formadores. Se ha de subrayar también el espíritu de colaboración entre diversas Diócesis para proporcionar mejores medios personales y materiales a los propios candidatos al sacerdocio, que tan buenos resultados puede dar y que manifiesta una solidaridad concreta con las Iglesias particulares más precarias de recursos.
5. También habéis manifestado vuestra preocupación por los problemas que afectan al matrimonio y a la familia, bien a causa de ciertos factores culturales, bien por un determinado ambiente a veces «militante» contra el significado genuino de tales instituciones (cf. Novo millenio ineunte, 47). En este sentido, es importante que el proyecto cristiano de santidad impregne también el amor humano y la convivencia familiar, pues se ha de respetar íntegramente el designio de Dios para todo el género humano y su excelsa dignidad de ser signo del amor que une a Cristo con su Iglesia (cf. Ef 5, 32).
La complejidad de los aspectos implicados en este campo requiere también una acción pastoral multidisciplinar, en la que la iniciativa catequética de los pastores se integre con la acción educativa de otros fieles laicos, la ayuda mutua entre las mismas familias y la promoción de aquellas condiciones que favorecen el crecimiento del amor de los esposos y la estabilidad familiar. En efecto, es imprescindible que los jóvenes conozcan la verdadera belleza del amor, «ya que el amor es de Dios» (1 Jn 4, 7), que maduren en él en actitud de entrega y no de egoísmo, que se inicien en la convivencia con espíritu limpio y puro, incluyendo en ella también la riqueza de la experiencia de fe compartida, y que afronten su futuro como una verdadera vocación a la que Dios les llama para colaborar en la inefable tarea de ser dador de vida.
La pastoral familiar
ha de contemplar también aquellos aspectos que pueden condicionar el digno desarrollo de los deberes propios de esta institución fundamental, promoviendo un mejor sustento económico a los nuevos hogares que se van formando, mayores posibilidades de obtener viviendas decorosas que eviten el deterioro familiar y facilidad efectiva de ejercer el derecho de educar a los hijos según la propia fe y sentido ético de la vida. Por eso, los Pastores han de hacer oír su voz para resaltar la importancia de la familia como célula primigenia y fundamental de la sociedad, y su insustituible contribución al bien común de todos los ciudadanos. Esto es particularmente urgente cuando, por razones más o menos oportunistas, se plantean proyectos políticos antinatalistas, se sofocan los deseos de fidelidad matrimonial o se dificulta de otros modos el normal desarrollo de la vida familiar.
6. Compruebo con satisfacción el vigor y la creatividad de la acción que la Iglesia en el Perú desarrolla en favor de los más desfavorecidos, más necesaria aún en unos momentos en que la difícil situación económica en la región hace emerger con mayor virulencia las múltiples formas, antiguas y nuevas, de pobreza. Cuando son tantos los hijos de Dios que viven en condiciones infrahumanas, hay que impulsar una pastoral social concreta, tangible y organizada, que socorra con prontitud las necesidades más perentorias y ponga los fundamentos de un desarrollo armónico y duradero basado en el espíritu de solidaridad fraterna.
En este sentido, expreso mi más sincero agradecimiento a las numerosas instituciones eclesiales que, con gran dinamismo y entrega, hacen llegar la luz del Evangelio y la ayuda fraterna a los lugares más recónditos de las tierras peruanas, tanto de la selva amazónica, de las alturas andinas o de los llanos de la costa. Es hermoso contemplar cómo en este campo se aúnan los esfuerzos, se disipan las diferencias y se traspasan las fronteras. En ello se distinguen los Institutos de vida consagrada, que pueden ser considerados «como una exégesis viviente de la palabra de Jesús: ‘Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis’ (Mt 25, 40)» (Vita consecrata, 82). Corresponde a los Pastores hacer de tantas iniciativas un signo claro de la solicitud de la Iglesia, pues ninguno de sus miembros, Pastores o fieles, ha de permanecer indiferente ante la necesidad espiritual y material, sea ésta el sustento cotidiano, la dignidad personal o la oportunidad efectiva de participar en el bien común de su pueblo.
7. Al término de este encuentro fraterno, os reitero mi aliento a proseguir la labor de dirigir e iluminar la vida de vuestras Iglesias particulares, encomendándola a la dulce protección de la Santísima Virgen María, Estrella de la Nueva Evangelización. Os ruego que llevéis el saludo y el afecto del Papa a vuestros sacerdotes y seminaristas, a los misioneros, comunidades religiosas, catequistas, educadores y laicos comprometidos, así como a los ancianos y enfermos, que os acompañan y ayudan en la apasionante tarea de sembrar el Evangelio en el corazón de los peruanos, que es fuente de esperanza y de paz.
Mientras os acompaño siempre con mis plegarias y afecto, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.
[Texto original en español distribuido por la Sala de Prensa de la Santa Sede]