TORONTO, 30 julio 2002 (ZENIT.org).- Hay tres imágenes que el padre Federico Lombardi, director de Programación de «Radio Vaticano», no podrá olvidar de las Jornadas Mundiales de la Juventud de Toronto (JMJ): la fuerza del Papa, la fuerza de los jóvenes y la potencia de la Cruz.
«Ante todo la fuerza de Juan Pablo II», explica. «En los últimos meses, algunos dudaban de su participación y, sin embargo, el Papa ha superado una vez más las expectativas».
«No sólo ha venido a Toronto, sino que ha sorprendido a todos con el vigor de su presencia, la claridad y la expresividad de sus palabras, con sus énfasis, sus pausas, sus comentarios, sus gestos y sonrisas», aclara.
«Los jóvenes comprendieron las ganas que el Papa tenía de encontrarse con ellos y de darles testimonio de fe y de esperanza –reconoce el padre Lombardi–. Y han recompensado una vez más sus esfuerzos con una respuesta entusiasta».
De hecho, la fuerza de los cientos de miles de jóvenes presentes en Toronto (al menos 600.000 en la eucaristía final, sin contar adultos), es la segunda imagen que queda en la memoria del directivo de «Radio Vaticano».
«Al final de una semana sumamente agotadora –subraya–, en la que habían caminado por todos los rincones de la inmensa ciudad de Toronto, peregrinaron todos durante muchos kilómetros hasta el parque en el que se celebró la vigilia. Por la noche, al aire libre, tuvieron que soportar la tormenta, la lluvia y el viento, pero ahí estaban en la misa con el Papa, cientos de miles, de pie, sobre la hierba mojada».
«Este testimonio también da esperanza –confiesa–. Estos «centinelas de la mañana» –como les llama el Papa–, empapados por la lluvia, demostraron a su manera que son capaces de pagar un precio elevado por su fe. Lo pagarán también en circunstancias más difíciles y decisivas».
Por último, el padre Lombardi, recuerda de Toronto la «potencia de la Cruz».
«La Cruz de las JMJ, dos sencillas tablas de madera clavadas, fueron las protagonistas de la preparación –evoca–. Fue llevada en peregrinación por todas las diócesis de Canadá, en los lugares más agrestes de la naturaleza y en los que la experiencia humana es más dramática. En el hielo del norte y en las cárceles y hospitales. Había suscitado por doquier un despertar de conciencia cristiana».
«Pero cuando la Cruz lanzó su humilde desafío fue el viernes por la noche en Toronto, en el corazón de la gran ciudad seducida por el tener, el poder y el placer –explica el sacerdote–. La palabra de la Cruz es tan verdadera en su mensaje de lucha entre la muerte y la vida, entre el odio y la muerte, que es capaz de atravesar la ciudad secularizada sin miedo a ser contradicha».
«Los enormes rascacielos, silenciosos y fríos, parecían quedarse sin palabras ante el drama humano y divino que tenía lugar a sus pies [el Viacrucis] –recuerda–. Esta ciudad, igual que muchas otras, tiene necesidad de volver a encontrar un alma. Ahora sabe dónde buscarla».
«La certeza en el futuro de la Iglesia y en su servicio al mundo no nace tanto de la extraordinaria energía espiritual de Juan Pablo II o del entusiasmo generoso de los jóvenes, sino de la fuerza inagotable de la Cruz de Cristo, muerto y resucitado», asegura el padre Lombardi.
«Por este motivo –recalca–, el último gesto del Papa, al concluir estas Jornadas, ha sido la entrega a cada uno de los jóvenes de una pequeña cruz de madera. Con la mirada fija en ella –dijo el Papa–, «seréis la luz del mundo»».
«Ahora los jóvenes de Toronto y todos los que se han unido a ellos en esta aventura pueden volver a emprender el camino sabiendo a dónde ir –concluye Lombardi–. Y «arrivederci», en Colonia 2005».