CIUDAD DEL VATICANO, 12 noviembre 2003 (ZENIT.org).- Dios es «la suprema esperanza» del ser humano, pues no es indiferente ante el sufrimiento; recordó Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles.
Al encontrarse con unos 12.000 peregrinos, congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano, el Santo Padre comentó el Salmo 141, que como recordó, fue la última oración que pronunció san Francisco de Asís antes de morir, en la noche del 3 de octubre de 1226.
Se trata de una composición bíblica que comienza con tonos dramáticos: «A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor; desahogo ante Él mis afanes, expongo ante Él mi angustia, mientras me va faltando el aliento».
El que eleva la súplica está viviendo una auténtica «pesadilla», explicó el obispo de Roma, envuelto en una capa roja para defenderse de la fresca y nublada mañana: «Está solo y abandonado, «nadie me hace caso»».
En esta «cárcel de la soledad y de la hostilidad», «la única protección y la única cercanía eficaz es la de Dios», aseguró.
«El Señor se convierte en el último y único fundamento sobre el que se puede apoyar, la única posibilidad de vida, la suprema esperanza», siguió constatando.
De esta cercanía de Dios, añadió, surge la acción de gracias, de la que debe participar también la comunidad cristiana, particularmente en la liturgia, donde «el dolor de cada uno debe encontrar eco en el corazón de todos; y al mismo tiempo, la alegría de cada uno debe ser vivida por toda la comunidad en oración».
La tradición cristiana ha aplicado este Salmo a Cristo, concluyó. «En esta perspectiva, la meta luminosa de la súplica del Salmo se transfigura en un signo pascual, que se basa en el final glorioso de la vida de Cristo y de nuestro destino de resurrección con él».