CIUDAD DEL VATICANO, 17 noviembre 2003 (ZENIT.org).- Juan Pablo II recordó este lunes que la Iglesia tiene el deber de promover la conversión de corazones para superar toda discriminación racial, sexual o religiosa.
«La indiferencia y la lucha de clases debe ser sustituida por la hermandad y el servicio comprometido –afirmó–. La discriminación, basada en la raza, el color de la piel, el credo, el sexo o el origen étnico debe ser rechazado como totalmente incompatible con la dignidad humana».
El Santo Pare pronunció al mismo tiempo una firme condena del sistema de castas al encontrarse con los obispos de las provincias eclesiásticas de Madras-Mylapore, Madurai y Pondicherry-Cuddalore, que concluyeron la serie de visitas «ad limina apostolorum» de los prelados de la India.
«No es suficiente que la comunidad cristiana asuma el principio de solidaridad como un ideal etéreo; más bien debe ser tenido en cuenta como la norma de la interacción humana», afirmó.
«Al igual que en otros muchos lugares del mundo, en la India se dan numerosos problemas sociales, en cierto sentido, estos desafíos están exacerbados por un sistema injusto de división de castas que niega la dignidad humana a grupos enteros de personas», explicó recogiendo los informes que le han entregado los obispos indios en estas semanas.
«La ignorancia y el prejuicio deben ser sustituidos por la tolerancia y la comprensión», exigió repitiendo las palabras que pronunció en el estadio Indira Gandhi de Nueva Delhi, el 2 de febrero de 1986.
«En todo momento –pidió el Papa a los católicos indios–, tenéis que demostrar una atención especial a los que pertenecen a las castas más bajas, especialmente a los «dalits»», conocidos también como «parias».
«Nunca deberían ser segregados de otros miembros de la sociedad. Cualquier parecido con prejuicios de castas en las relaciones entre cristianos constituye una contradicción de la auténtica solidaridad humana, una amenaza para la espiritualidad genuina, y un serio obstáculo para la misión de evangelización de la Iglesia», insistió.
«Por este motivo, las costumbres o tradiciones que perpetúan o refuerzan la división de castas deberían ser abiertamente reformadas», pidió.
«La Iglesia tiene la obligación de trabajar sin descanso para cambiar los corazones, ayudando a la gente a ver en cada ser humano a un hijo de Dios, un hermano o una hermana de Cristo, y por tanto, un miembro de su propia familia», concluyó.