CIUDAD DEL VATICANO, 23 noviembre 2003 (ZENIT.org).- Publicamos la síntesis de la intervención pronunciada por el cardenal Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud, en la XVIII Conferencia Internacional sobre «La depresión», que convocó dicho organismo vaticano del 13 al 14 de noviembre. Este resumen ha sido distribuido por la organización del Congreso.
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Reflexionando sobre la historia del pensamiento occidental me llaman la atención los ciclos que se presentan: se inician con la presentación de problemas vitales que se pudieran sintetizar en tres grandes polos: Dios, el hombre y el mundo. Varios pensadores empiezan a tratar de dar respuestas pertinentes, estas respuestas van subiendo de tono hasta llegar a soluciones geniales donde parece que la humanidad ha llegado a su ápice, y da la impresión de que precisamente en ese momento, que no necesariamente es una culminación temporal de la época, pues puede tener simultaneidad con los momentos fuertes, el pensamiento decae y se debilita de una manera casi total.
En la antigüedad griega, después de esos grandes maestros que fueron Sócrates, Platón y Aristóteles, se perfila la decadencia en las corrientes del Escepticismo, el Epicureismo y el Estoicismo. En la Edad Media, después de los grandes pensadores que culminan la Escolástica, Abelardo, San Anselmo, Duns Scoto, Santo Alberto Magno, Santo Tomás, San Buenaventura, etc., viene el Nominalismo con Occam a la cabeza. En el pensamiento moderno, a los grandes pensadores: el Racionalismo de Descartes, El Empirismo de Hobbes, Locke y Hume, el Idealismo de Kant, Fichte, Schelling y Hegel, sucede el cansancio de la Ilustración, el Deísmo, el Pietismo, la Aufkkirung y la Enciclopedia, que aún en su no originalidad todavía pudieron ser en cierta forma ensayos de respuesta universal a los problemas fundamentales Dios, Hombre, Mundo. Este declive del pensamiento ahora se agrava en el siglo XX y comienzos del XXI por influjo en especial de pensadores como Nietsche, Heidegger, Wittgenstein, Lyotard y Vattimo, hasta caer, de nuevo como en la antigüedad griega, en el Escepticismo, el Epicureismo y Estoicismo.
Este pensamiento, al menos en gran parte del Occidente, está motivando un cambio cultural que puede ser un marco importante para movernos en el campo que nos ocupa en esta Conferencia Internacional sobre «La depresión». Como inicio de nuestras labores y pequeña introducción sobre la Depresión, permítaseme aludir muy sintéticamente a lo que me parece más significativo de este pensamiento que configura la así llamada cultura de la Postmodemidad.
Comienzo con una alusión sintética a las líneas básicas de las posiciones de autores que me parece están en la base de la Postmodernidad; ellos son Nietzche, Heiddeger, Wittgenstein, Lyotard y Vatimo (Cf. I Sanna, «L’Antropologia cristiana tra modernità e postmodernità», Brescia, 2001, 160-161).
Parece que llegamos a conectar así a Santo Tomás con la Postmodernidad: La acedia es en último término la tristeza por el bien divino que se goza por la caridad. Este bien divino no es otro que la misma vida divina. Entristecerse por ella es entenderla como mala, como inconveniente, negarla. Negar la vida es la muerte. Todo el pensamiento de la postmodemidad desemboca en la muerte, en la llamada anticultura radical del cuarto hombre. La acedia confluye así en el «homo pavidus» postmoderno, en el hombre deprimido. El único remedio es la afirmación de la vida frente a la anticultura de la muerte. La única afirmación incontestable de la vida es la resurrección. Sólo la resurrección de Cristo y nuestra resurrección en él, fuera de cualquier invención genial religiosa sino como un hecho acaecido y que acaece, aleja de cualquier paliativo a la depresión y va a sus últimas raíces destruyéndolas por completo, pues destruye a la muerte.