ROMA, martes, 13 enero 2004 (ZENIT.org).- Las nuevas fronteras de la neurociencia y de la inteligencia artificial, ¿están acabando con el alma? A esta pregunta responde el cardenal Camillo Ruini, obispo vicario del Papa para la diócesis de Roma y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana.
El purpurado afronta la cuestión en una entrevista concedida al «Anuario de Filosofía 2004. Segunda navegación» que será publicado el 15 de enero en Italia por la editorial Mondadori. Estas son algunas de sus respuestas.
–El problema de los antiguos parecía ser el alma; el de los modernos el cuerpo. Si es así, ¿se podrían indicar las causas de un cambio tan profundo?
–Cardenal Ruini: Dudaría mucho antes de aceptar una alternativa tan tajante y global. Limitándonos a la civilización occidental, en cada una de sus grandes fases parece que está claramente presente el interés por cada uno de estos dos polos, a los que podríamos referirnos simplificando con las palabras «alma» y «cuerpo». La negación de la realidad propia del alma, es decir, su reducción al cuerpo, ya era teorizada explícitamente por importantes escuelas filosóficas de la antigüedad. Del mismo modo, entre los científicos de nuestra época, no faltan quienes se muestran abiertamente escépticos ante la idea de reducir la mente al cerebro.
La debilitación del interés por el alma está ligado, sin duda, con el así llamado «final de la metafísica», especialmente en las formas que este final asumió con Nietzsche y después de él. Puede leerse como la expresión y la legitimación última de la cerrazón en lo relativo, en lo que se puede experimentar. Más allá de intentos filosóficos y teológicos de negociar con el «final de la metafísica» (recorriendo en la mayoría de los casos las sendas de la hermenéutica), su significado, o al menos su interpretación prevaleciente ha sido y sigue siendo el de la negación de la existencia de una realidad que no sea la «naturaleza», es decir, el universo de todo lo que es cuerpo. En este sentido, el «final de la metafísica» no parece diferenciarse substancialmente de las precedentes posiciones filosóficas materialistas y, como ellas, no deja espacio ni para el alma espiritual ni para la existencia de Dios.
–Por más variadas que hayan sido las respuestas, la pregunta sobre la inmortalidad y sobre la esperanza han estado presentes en las culturas humanas durante largas épocas. Desde hace tiempo, al menos en Occidente, esta sensibilidad parece haber quedado anestesiada. ¿Considera que el llamamiento a la inmortalidad se ha decolorado o cansado en Occidente? ¿Por qué?
–Cardenal Ruini: Antes de hablar de la inmortalidad, vale la pena interrogarse sobre la muerte, pues la muerte misma, a pesar de que sigue siendo obviamente un dato absolutamente seguro, ha sido sumamente marginada de nuestra experiencia concreta. No es difícil indicar los motivos y el sentido de esta marginación. Los progresos de la medicina y la mejoría de las condiciones económicas y sociales han llevado, de hecho, en los últimos cincuenta años, a elevar de manera extraordinaria la duración media de la vida.
Paralelamente han cambiado también las costumbres sociales que afectan a las relaciones con el difunto y se han atenuado las consecuencias socioeconómicas de su fallecimiento. La duración del luto, de hecho, a nivel público, se limita casi al día de los funerales. Es verdad que la muerte de las personas queridas, especialmente cuando tiene lugar en edad joven, sigue siendo hoy –aún más que en el pasado– una experiencia que golpea profundamente y con frecuencia hace que desfallezcan las razones y el gusto por la propia existencia. Esta agudización de la dimensión trágica de la muerte puede ponerse en relación con el crecimiento y la profundización de los aspectos personales e íntimos de los lazos afectivos que ha tenido lugar en la época moderna. Al final se debilita la esperanza en la inmortalidad presente en la cultura y en la visión de la vida que hoy día prevalecen.
El sentido y los motivos de la debilitación de esta esperanza se comprenden mejor a la luz de un fenómeno que desde hace tiempo ha llamado la atención de algunos pensadores, como por ejemplo Habermas. Me refiero a la pérdida de confianza en la salvación que viene de Dios, en la redención y en la gracia, fenómeno que por primera vez parece darse en los países europeos, si bien con diferente intensidad y, claro está, con grandes excepciones entre los creyentes.
–Algunos afirman que ante nosotros se abren dos caminos. El primero lleva a renunciar al alma a causa del cientificismo naturalista que reduce el alma a la mente y ésta al cerebro. La otra, desea retomar el camino del redescubrimiento del alma y de sus moradas, superando la objeción que la antropología y la psicología son dos ramas de la ciencia natural. Según usted, ¿cuál es el camino que prevalece?
–Cardenal Ruini: Efectivamente, en las últimas décadas se ha impuesto a la atención con nuevo vigor y nuevas motivaciones la así llamada «cuestión antropológica»: se coloca junto a grandes cuestiones clásicas, como la «política institucional» y «social», que han influenciado las vicisitudes históricas de Occidente desde hace más de dos siglos y que han asumido últimamente una dimensión planetaria.
La «cuestión antropológica» presenta características todavía más radicales que las otras y parece estar destinada a hacerse cada vez más aguda y presente en el siglo que acaba de comenzar. Parafraseando la célebre tesis de Marx sobre Feuerbach, podríamos decir que no se trata sólo de interpretar al hombre, sino sobre todo de transformarlo. En concreto, las tecnologías están apropiándose del conjunto de nuestro cuerpo, incluido el cerebro, y de la generación de nuestro ser, es decir, la procreación humana. Las modificaciones de nuestros estados mentales inducidas por la farmacología y las extraordinarias posibilidades de la «inteligencia artificial» parecen ofrecer un nuevo y eficaz apoyo y casi una confirmación definitiva, aparentemente «científica», a «filosofías de la mente» que, retomando antiguas hipótesis, creen que pueden reducir nuestra inteligencia y nuestra libertad al funcionamiento del cerebro, que a su vez puede ser igualado o superado a través del desarrollo de las ciencias artificiales.
Esta situación, sin embargo, no debe ser considerada como irreversible. Un análisis riguroso de las características de nuestra inteligencia y de nuestra libertad, de sus maneras de actuar y de los resultados que alcanza, puede mostrar los problemas que implica su reducción al cerebro. Por otro lado, un análisis más específico de la así llamada inteligencia artificial parece indicar que ésta, al final, no es realmente «pensamiento», sino simplemente una simulación de nuestra inteligencia, realizada en virtud de lo que sabemos de nosotros mismos, como ha observado Alberto Oliverio.
–Las cuestiones del alma, de la inmortalidad, de la resurrección parecen causar menos atracción desde hace tiempo a la teología cristiana. ¿A qué se debe este fenómeno, según su parecer? ¿Podría la teología cristiana asumir de nuevo por sí sola estos temas o es necesario que dialogue con las demás disciplinas científicas y filosóficas?
–Cardenal Ruini: A decir verdad, la teología del siglo XX –en primer lugar la protestante y después la católica– ha insistido mucho en la escatología, recuperando ante todo esa tensión escatológica que se encuentra presente el Nuevo Testamento: la escatología no se limita a la cuestión de la muerte y a las realidades que están después de la muerte, sino que es considerada como una dimensión fundamental y característica de toda la reflexión teológica. Algunas corrientes, que fueron especialmente fuertes en los años sesenta y setenta, como la «teología de la
esperanza» y la «teología política», y más claramente las «teologías de la liberación», sin lugar a dudas han subrayado más el futuro que hay que construir en la historia y no tanto el futuro que hay que esperar como don tras la muerte.
Precisamente, el surgimiento de la actual «cuestión antropológica» exige ahora un nuevo esfuerzo al pensamiento teológico para demostrar que es creíble la vida después de la muerte y también para afrontar de manera global los problemas antropológicos, de manera que la promesa de la vida eterna no parezca algo ajeno y al final incompatible con nuestra realidad concreta.