Mensaje de Juan Pablo II para la Jornada Misionera Mundial 2004

CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 29 abril 2004 (ZENIT.org).- Este jueves, la Sala de Prensa de la Santa Sede presentó el mensaje de Juan Pablo II sobre el tema «Eucaristía y Misión» con ocasión de la 78ª Jornada Misionera Mundial (DOMUND), cuya celebración será el domingo 24 de octubre próximo.

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Publicamos a continuación el texto íntegro del mensaje del Papa.

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MENSAJE DEL SANTO PADRE PARA LA JORNADA MISIONERA MUNDIAL 2004

Queridos Hermanos y Hermanas:

1. El compromiso misionero de la Iglesia constituye, también en este comienzo del tercer milenio, una urgencia que en varias ocasiones he querido recordar. La misión, como he recordado en la Encíclica Redemptoris Missio, está aún lejos de cumplirse y por eso debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio (cfr. n.1). Todo el Pueblo de Dios, en cada momento de su peregrinar en la historia, está llamado a compartir la «sed» del Redentor (cfr Jn 19, 28). Los santos han advertido siempre con mucha fuerza esta sed de almas que hay que salvar: baste pensar, por ejemplo, a santa Teresa de Lisieux, patrona de las misiones, y a monseñor Comboni, gran apóstol de África, que he tenido la alegría de elevar recientemente al honor de los altares.

Los desafíos sociales y religiosos a los que la humanidad hace frente en estos tiempos nuestros motiva a los creyentes a renovarse en el fervor misionero. ¡Sí! Es necesario promover con valentía la misión «ad gentes», partiendo del anuncio de Cristo, Redentor de cada criatura humana. El Congreso Eucarístico internacional, que será celebrado en Guadalajara, en México, el próximo mes de octubre, mes misionero, será una ocasión extraordinaria para esta unánime toma de conciencia misionera alrededor de la Mesa del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Reunida alrededor del altar, la Iglesia comprende mejor su origen y su mandato misionero. «Eucaristía y Misión», como bien subraya el tema de la Jornada Misionera Mundial de este año, forman un binomio inseparable. A la reflexión sobre los lazos que existen entre el misterio eucarístico y el misterio de la Iglesia, se une este año una elocuente referencia a la Virgen Santa, gracias a la celebración del 150 aniversario de la definición de la Inmaculada Concepción (1854-2004). Contemplamos la Eucaristía con los ojos de María. Contando con la intercesión de la Virgen, la Iglesia ofrece a Cristo, pan de la salvación, a todas las gentes, para que le reconozcan y le acojan como único salvador.

2. Volviendo idealmente al Cenáculo, el año pasado, precisamente el Jueves Santo, he firmado la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, de la que quisiera tomar algunos pasajes que nos pueden ayudar, queridos Hermanos y Hermanas, a vivir con espíritu eucarístico la próxima Jornada Misionera Mundial.

«La Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía» (n. 26): así escribía observando cómo la misión de la Iglesia se encuentra en continuidad con la de Cristo (Cfr Jn 20, 21), y obtiene fuerza espiritual de la comunión con su Cuerpo y con su Sangre. Fin de la Eucaristía es precisamente «la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo» (Ecclesia de Eucharistia, 22). Cuando se participa en el Sacrificio Eucarístico se percibe más a fondo la universalidad de la redención, y consecuentemente, la urgencia de la misión de la Iglesia, cuyo programa «se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (Ibíd., 60).

Alrededor de Cristo eucarístico la Iglesia crece como pueblo, templo y familia de Dios: una, santa católica y apostólica. Al mismo tiempo, comprende mejor su carácter de sacramento universal de salvación y de realidad visible jerárquicamente estructurada. Ciertamente «no se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la sagrada Eucaristía» (Ibíd.., 33; cfr Presbyterorum Ordinis, 6). Al término de cada santa Misa, cuando el celebrante despide la asamblea con las palabras «Ite, misa est», todos deben sentirse enviados como «misioneros de la Eucaristía» a difundir en todos los ambientes el gran don recibido. De hecho, quien encuentra a Cristo en la Eucaristía no puede no proclamar con la vida el amor misericordioso del Redentor.

3. Para vivir de la Eucaristía es necesario, además, demorarse largo tiempo en oración ante el Santísimo Sacramento, experiencia que yo mismo hago cada día encontrando en ello fuerza, consuelo y apoyo (cfr Ecclesia de Eucharistia, 25). La Eucaristía, subraya el Concilio Vaticano II, «es fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, 11), «fuente y culminación de toda la predicación evangélica» (Presbyterorum Ordinis, 5).

El pan y el vino, fruto del trabajo del hombre, transformados por la fuerza del Espíritu Santo en el cuerpo y sangre de Cristo, son la prueba de «un nuevo cielo y una nueva tierra» (Ap 21, 1), que la Iglesia anuncia en su misión cotidiana. En Cristo, que adoramos presente en el misterio eucarístico, el Padre ha pronunciado la palabra definitiva sobre el hombre y sobre su historia.

¿Podría realizar la Iglesia su propia vocación sin cultivar una constante relación con la Eucaristía, sin nutrirse de este alimento que santifica, sin posarse sobre este apoyo indispensable para su acción misionera? Para evangelizar el mundo son necesarios apóstoles «expertos» en la celebración, adoración y contemplación de la Eucaristía.

4. En la Eucaristía volvemos a vivir el misterio de la Redención culminante en el sacrificio del Señor, como lo señalan las palabras de la consagración: «mi cuerpo que es entregado por vosotros… mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22, 19-20). Cristo ha muerto por todos; el don de la salvación es para todos, don que la Eucaristía hace presente sacramentalmente a lo largo de la historia: «haced esto en recuerdo mío» (Lc 22, 19). Este mandato está confiado a los ministros ordenados mediante el sacramento del Orden. A este banquete y sacrificio están invitados todos los hombres, para poder, así, participar de la misma vida de Cristo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 56-57). Alimentados de Él, los creyentes comprenden que la tarea misionera consiste en el ser «una oblación agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15, 16), para formar cada vez más «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32) y ser así testigos de su amor hasta los extremos confines de la tierra.

La Iglesia, Pueblo de Dios en camino a lo largo de los siglos, renovando cada día el sacrificio del altar, espera la vuelta gloriosa de Cristo. Es cuanto proclama, después de la consagración, la asamblea eucarística reunida alrededor del altar. Con fe cada vez renovada, confirma el deseo del encuentro final con Aquél que vendrá a llevar a cumplimiento su designio de salvación universal.

El Espíritu Santo, con su acción invisible, pero eficaz, conduce al pueblo cristiano en este su diario camino espiritual, que conoce inevitables momentos de dificultad y experimenta el misterio de la Cruz. La Eucaristía es el consuelo y la prueba de la victoria definitiva para quien lucha contra el mal y el pecado; es el «pan de vida» que sostiene a todos cuantos, a su vez, se hacen «pan partido» para los hermanos, pagando a veces incluso con el martirio su fidelidad al Evangelio.

5. Se conmemora este año, como he recordado, el 150 aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. María fue «redimida» de modo eminente en previsión de los méritos de su Hijo» (Lumen gentium, 53). Consideraba en la Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia: «Mirándola a ella conocemos la fuerza trasformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo renovado por el amor» (n. 62).

María, «el primer tabernáculo de la historia» (Ibíd., 55), nos muestra y nos ofrece a Cristo, nuestro Camino, Verdad y Vida (cfr Jn 14, 6). «Así como Iglesia y Eucaristí
a son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía» (Ecclesia de Eucharistia, 57).

Es mi deseo que la feliz coincidencia del Congreso Internacional Eucarístico con el 150 aniversario de la definición de la Inmaculada ofrezca a los fieles, a las parroquias y a los Institutos misioneros la oportunidad de afianzarse en el ardor misionero, para que se mantenga viva en cada comunidad «una verdadera hambre de la Eucaristía» (Ibíd., n. 33). La ocasión es igualmente propicia para recordar la contribución que las beneméritas Obras Misionales Pontificias ofrecen a la acción apostólica de la Iglesia. Éstas cuentan con todo mi aprecio y les doy las gracias, en nombre de todos, por el precioso servicio que ofrecen a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Invito a apoyarlas espiritual y materialmente, para que también gracias a su aportación el anuncio evangélico pueda llegar a todos los pueblos de la tierra.

Con tales sentimientos, invocando la materna intercesión de María, «Mujer eucarística», os bendigo de corazón a todos.

En el Vaticano, 19 de abril de 2004

IOANNES PAULUS II

[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede]

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ZENIT Staff

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