CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 8 mayo 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Antonio Miralles, profesor de Teología en la Universidad de la Santa Cruz (Roma), pronunciada en la videoconferencia mundial de teología organizada por la Congregación vaticana para el Clero el 28 de abril de 2004 sobre las vocaciones sacerdotales.
* * *
La vocación al sacerdocio, don y misterio
El testimonio de Juan Pablo II sobre su propia vocación, al cumplir 50 años de sacerdocio, publicado en el libro Dono e Mistero [Don y Misterio], nos brinda indicaciones inestimables, cargadas de matices personales, sobre su celo para con las vocaciones sacerdotales. «¡Cuántas veces -dice- un obispo vuelve con el pensamiento y el corazón al seminario! Es el primer objeto de sus preocupaciones. Suele decirse que el seminario es para un obispo la «niña del ojo» (…) De alguna manera, el obispo ve a su Iglesia a través del seminario, puesto que de las vocaciones sacerdotales depende una parte muy grande de la vida eclesial» (págs. 109-110). Una parte muy grande y también esencial, porque la presencia del sacerdocio ministerial asegura la Eucaristía y los demás sacramentos que los fieles necesitan, asimismo, garantiza la predicación del evangelio y la guía de la comunidad cristiana. De ello nos ha dado un testimonio personal el Santo Padre: «Fui consagrado obispo doce años después de mi Ordenación sacerdotal: gran parte de estos cincuenta años estuvo signada precisamente por la preocupación por las vocaciones» (pág. 110).
Ante esta preocupación el obispo no está solo: es un compromiso de todos los fieles, pero de manera especial, como afirma el Papa en la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis: «Todos los sacerdotes son solidarios y comparten con él [el obispo] la responsabilidad de la búsqueda y la promoción de las vocaciones presbiterales» (PDV 41/4). No se trata de un compromiso que podamos enfrentrar despreocupadamente, con la seguridad de que vayamos a encontrar un campo en el que la cosecha sea abundante. De hecho, en las últimas décadas ha habido una verdadera crisis. Sin embargo, Juan Pablo II, dirigiendo una mirada de fe sobre toda la Iglesia, halla motivos para optimismo: «Gracias a Dios, comienza a ser superada la crisis de las vocaciones sacerdotales en la Iglesia. Cada nuevo sacerdote trae consigo una bendición especial» (pág. 111). Con todo, a nadie se le escapa que la situación no es uniforme en la Iglesia y que en no pocos lugares la falta de un número suficiente de sacerdotes resulta verdaderamente dramática. Y es un motivo más para oír con mayor atención el testimonio del Papa.
Es bueno reflexionar sobre el don de la vocación sacerdotal. Se trata de «un misterio. Es el misterio de un «intercambio maravilloso» («admirabile commercium») entre Dios y el hombre. Éste entrega a Cristo su humanidad para que Él pueda servirse de ella como instrumento de salvación, casi haciendo de ese hombre otro sí mismo» (pág. 84). Es decir, el hombre percibe un llamado divino a brindarse a sí mismo, un llamado que se le presenta como un don inestimable que antecede a su respuesta. Por ello el Papa advierte: «Si no se percibe el misterio de este «intercambio», no se puede comprender cómo, al oír la palabra «¡Sígueme!», un joven pueda llegar a renunciar a todo por Cristo, con la certeza de que en ese camino su personalidad humana se realice plenamente» (p. 84).
La vocación sacerdotal, al igual que la vocación de todo cristiano, arraiga en el designio eterno de Dios Padre, que se realiza en la vocación bautismal, y adquiere así una mayor determinación hasta llegar a ser concreta en relación a cada bautizado. Es el plan proclamado por el himno inicial de la carta a los Efesios: «Nos ha elegido en él [Cristo] antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad» (Ef 1,4-6). Es éste el fundamento de la radicalidad de la vocación cristiana: el designio de Dios no se conforma con una meta menor que la de ser santos e inmaculados en su presencia. Es un designio eterno, escondido en la intimidad de la vida trinitaria, que luego repercute en la vida personal del hombre y en lo íntimo de su corazón, cuando percibe que para él es un camino concreto que recorrer, en la identificación con Cristo y con la fuerza del Espíritu Santo, hasta la meta a que su Padre, Dios, lo llama.
El Santo Padre cuenta cómo ocurrió su percepción del llamado divino al sacerdocio: «Se mostraba a mi conciencia (…) cada vez más, una luz: el Señor quiere que yo sea sacerdote. Un día lo percibí con mucha claridad: era una suerte de iluminación interior, que llevaba consigo la alegría y la seguridad de otra vocación [se refiere a sus proyectos anteriores]. Y esta conciencia me llenó de una gran paz interior» (pág. 44).
La respuesta libre al llamado de Cristo y la fiel confirmación sucesiva, a lo largo del camino formativo de preparación al sacerdocio, van dando mayor firmeza, sea a la persuasión de haber sido llamados al sacerdocio, sea a la decisión de responder con el don decidido de sí mismos. Se llega así al momento de la Ordenación, en el cual la persuasión iluminada por la fe se vuelve certeza. A ese momento se refiere el Santo Padre, con evidente referencia a sí mismo: «Quien se dispone a recibir la Ordenación sagrada se postra con todo su cuerpo y apoya su frente en el suelo del templo, expresando así su disponibilidad completa a emprender el ministerio que se le confía. Ese rito ha marcado profundamente mi existencia sacerdotal» (pág. 53). No alcanza sólo la disponibilidad para desempeñar una serie de funciones que se podrían enumerar en un cuadro normativo, porque el sacerdote está llamado a servir a Cristo, Sacerdote eterno, con toda su existencia. Dice el Papa: «El sacerdocio de todos los presbíteros se inscribe en el misterio de la Redención. Esta verdad sobre la Redención y el Redentor se ha enraizado en el centro mismo de mi conciencia, me ha acompañado en todos estos años, ha impregnado mis experiencias pastorales, me ha revelado contenidos siempre nuevos» (pág. 92).
A pesar de haberles ofrecido sólo breves fragmentos, dada la brevedad del tiempo de que dispongo, este testimonio del Papa constituye un marco muy adecuado de experiencias y doctrina para comprender mejor su enseñanza, que aparece más sistemática y completa en «Pastores dabo vobis», como vengo a exponer en la segunda parte de mi intervención.
La vocación sacerdotal en la pastoral de la Iglesia
El Sínodo de los Obispos de 1990 y la exhortación apostólica posterior, «Pastores dabo vobis», sobre la formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, constituyen un claro signo de la acción de Juan Pablo II por las vocaciones al sacerdocio, como puede verse en el capítulo 4° de la exhortación, que trata de la vocación sacerdotal en la pastoral de la Iglesia y el capítulo 5°, sobre la formación de los candidatos al sacerdocio. Concentraré mis observaciones en el capítulo 4°, para respetar el tiempo que me ha sido asignado.
De gran importancia es la afirmación central del primer número del capítulo: «La pastoral vocacional (…) no es un elemento secundario ni accesorio, tampoco un momento aislado o sectorial, como si fuera una parte, aunque muy importante, de la pastoral global de la Iglesia: es más bien (…) una actividad íntimamente insertada en la pastoral general de cada Iglesia, una atención que debe integrarse e identificarse plenamente con la «cura de almas» llamada ordinaria» (PDV 34/4). Esto es que, en ninguna Iglesia particular, los pastores y los demás fieles pueden considerarse dispensados del compromiso constante para que un número adecuado de jóvenes pueda acoger la gracia de la vocación al sacerdocio.
Para preparar mejor la acción pastoral en este campo, es ne
cesario tener en cuenta plenamente los aspectos esenciales de la vocación sacerdotal mencionados en la primera parte; es necesario considerar que, entre estos aspectos, se encuentra también la dimensión eclesial: «[la vocación] no deriva sólo «de» la Iglesia y su mediación, y tampoco se da a conocer y se cumple sólo «en» la Iglesia, sino que se configura, en el servicio fundamental a Dios, necesariamente también como servicio «para» la Iglesia» (PDV 35/5). Por ello, «la Iglesia está realmente presente y activa también en la vocación de cada sacerdote» (PDV 38/1); y es así, de manera especial, en el llamado del obispo.
En el diálogo vocacional entre Dios y el hombre, la libertad de éste es insuprimible, pero es menester reconocer la prioridad de la intervención libre y gratuita de Dios que llama. «La vocación es un don de la gracia divina y nunca un derecho del hombre y, por eso no es posible considerar la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni tampoco la misión del ministro como un simple proyecto personal» (PDV 36/4). El Papa deduce de ello una consecuencia importante: «Aquellos que han llamados saben que se basan no en sus propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de Dios que llama» (PDV 36/4). La misma gracia de Dios anima y alienta la libertad humana para que responda a la vocación, «una libertad que en la respuesta positiva se expresa como adhesión personal profunda, como donación de amor o, mejor dicho, como nueva donación al Donante que es Dios que llama, como oblación» (PDV 36/7).
Reconocer el gran valor positivo de la respuesta libre al llamado divino no impide tener conciencia de los obstáculos que se le oponen. El Papa hace referencia explícita a los obstáculos identificados por los Padres sinodales al reconocer «que la crisis de las vocaciones al presbiterado tiene raíces profundas en el ambiente cultural, la mentalidad y la praxis de los cristianos» (PDV 37/5). Para contrastar esa crisis, subraya «la urgencia de que la pastoral vocacional de la Iglesia apunte prioritariamente y con decisión a la reconstrucción de la «mentalidad cristiana», tal como es engendrada y sostenida por la fe. Se hace más que nunca necesaria una evangelización que no cese de presentar el verdadero rostro de Dios, el Padre que en Jesucristo nos llama, uno a uno, y el sentido genuino de la libertad humana como principio y fuerza del don responsable de sí mismos» (PDV 37/6).
Come he dicho antes, la vocación sacerdotal tiene una dimensión eclesial esencial, que lleva a la siguiente consecuencia importante: «La Iglesia, como pueblo sacerdotal, profético y real, está comprometida en la promoción y el servicio del nacimiento y la maduración de las vocaciones sacerdotales por medio de la oración y la vida sacramental, a través del anuncio de la Palabra y la educación a la fe, con la guía y el testimonio de la caridad» (PDV 38/3). En esta breve síntesis, no es difícil divisar los puntos sobresalientes de un verdadero programa de pastoral vocacional: la oración, los sacramentos de la vida ordinaria (Eucaristía y Penitencia), la catequesis orgánica, la dirección espiritual y el testimonio de una vida cristiana auténtica. Ordenado todo ello para obtener de Dios gracias abundantes de hombres llamados al sacerdocio y de respuestas generosas por parte de los llamados. El espíritu con el que se ha de promover este programa está claramente descrito por las palabras del Papa: «Los educadores y, en particular, los sacerdotes, no deben vacilar en proponer, de manera explícita y vigorosa, la vocación al presbiterado como una posibilidad real para aquellos jóvenes que den muestra de poseer los dones y las dotes que le corresponden. No debe temerse que se los condicione o se limite su libertad; al contrario, una propuesta precisa, hecha en el momento justo, puede ser decisiva para provocar en los jóvenes una respuesta libre y auténtica» (PDV 39/2).
La pastoral vocacional es un deber de toda la Iglesia. Juan Pablo II es muy explícito: «Es por demás urgente, hoy en especial, que se difunda y eche raíces la convicción de que todos los miembros de la Iglesia, sin exclusión alguna, tienen la gracia y la responsabilidad de ocuparse de las vocaciones» (PDV 41/2). La primera responsabilidad corresponde al obispo, coadyuvado por los sacerdotes; pero también «ha sido confiada una responsabilidad muy especial a la familia cristiana» (PDV 41/5). La pastoral vocacional y la pastoral familiar se desarrollan al unísono.