NUEVA YORK, sábado, 8 mayo 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Michael Hull, profesor de teología en varios institutos universitarios de Nueva York, pronunciada en la videoconferencia mundial de teología organizada por la Congregación vaticana para el Clero el 28 de abril de 2004 sobre las vocaciones sacerdotales.
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A finales del siglo XIX y a principios del XX, el fenómeno de la reducción filosófica y, como consecuencia, reducción del discurso teológico a discurso político, una reducción expuesta sumariamente y refutada hace mucho tiempo, sigue amenazando el pensamiento correcto incluso en el siglo XXI.
Una consecuencia de esa convicción errónea es la tendencia contemporánea al igualitarismo radical, que sostiene que los principios de la teoría política, en este caso democrática, se aplican, no solo en el ámbito político, sino en todos los ámbitos, incluida la Iglesia. Esto es por supuesto, un pensamiento extraño para la eclesiología católica, que pone de manifiesto una diferencia esencial entre los sacerdotes y los laicos.
En ningún momento es esta diferencia esencial más evidente que en el Santo Sacrificio de la Misa, donde, como dice «Lumen gentium», «El sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, modela y dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo» Intentar inyectar los principios de la filosofía política moderna, incluidos los democráticos, en la sociedad perfecta de la Iglesia, inaugurada por Cristo Rey y guiada por el Espíritu Santo, es contrario a la voluntad de Dios. Especialmente problemáticas son, en primer lugar, las inclinaciones a confundir las identidades del sacerdote y del laico, y en segundo lugar, ignorar los peligros de democratización en la relación adecuada entre los sacerdotes y los laicos.
La identidad sacerdotal
La identidad sacerdotal está fundada en la configuración de Cristo Señor, que es a la vez sacerdote, profeta y rey del universo. El sacerdote está íntima y únicamente configurado con Cristo por su ordenación. La ordenación confiere «un vínculo ontológico específico que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor.» De hecho, por su ordenación al sacerdocio, el hombre se convierte en «alter Christus». Como «otro Cristo,» es deber y derecho del sacerdote santificar («munus sanctificandi»), enseñar («munus docendi»), y gobernar («munus regendi») «in persona Christi capitis», porque por la ordenación un sacerdote está configurado con Cristo de modo de «actuar en la persona de Cristo, la cabeza.» La identidad sacerdotal se forja en la triple «munera», que son inseparables en el sacerdote y en ejercicio del sacerdocio. El sacerdote es quien, al compartir el sacerdocio de Cristo, ofrece la Misa, extiende el perdón y la paz a los pecadores en la penitencia y unge el óleo de la Extrema Unción; es el sacerdote quien, al compartir la misión profética de Cristo, habla en nombre de Cristo y la Iglesia en la predicación; y es el sacerdote quien, al compartir la realeza de Cristo, ejerce el gobierno de la Iglesia, de modo que sólo un sacerdote pueda guiar las almas como párroco u obispo.
La crisis de la identidad sacerdotal en los últimos tiempo fue ya propuesta por el Sínodo de los Obispos de 1990, y de ella habló Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Post Sinodal de 1992 «Pastores dabo vobis» (Sobre la formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales), que seguía muy de cerca la Exhortación Apostólica del Sínodo de los Obispos de 1987 y la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II de 1988 «Christifideles laici» (Sobre la Vocación y la Misión de los Fieles Laicos en la iglesia y en el Mundo Moderno). La pérdida de la identidad sacerdotal ha mezclado la diferencia entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles a tal punto que muchos ya no ven la diferencia esencial entre ambos, o en caso de ver la diferencia, creen erróneamente que la diferencia es solamente de grados. «Lumen gentium» indica claramente la antigua relación entre sacerdotes y laicos: «Aunque difieren, y no solamente en cuanto al grado, el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, están sin embargo ordenados uno al otro; cada uno de forma individual, comparte el sacerdocio de Cristo.» Cuando se abandona o se malinterpreta esta distinción se produce desorientación: el clero se laiciza y los laicos se clericalizan. Debemos seguir los pasos del Sínodo de 1990 y de «Pastores dabo vobis» para entender mejor la diferencia esencial entre las vocaciones sacerdotales y laicales.
Esa diferencia, como hemos indicado, está fundada en el cambio ontológico propio del sacerdocio (ministerial), que es una gracias añadida al bautismo. San Pedro (1 Pe 2:5, 9) y San Juan de Patmos (Ap 1:6; 5:10; 20:6) nos aseguran que la promesa de Dios a Israel—»Seréis para mi un reino de sacerdotes y una nación santa»— se cumple en Cristo mediante el sacramento del bautismo. Del mismo modo, la Epístola a los Hebreos nos asegura que la diferenciación que hace Dios entre sacerdotes y pueblo en Israel—»Luego trae contigo a tu hermano Aarón, y a sus hijos de entre el pueblo de Israek, para que me sirvan como sacerdotes»—se cumple en Cristo mediante el sacramento de la ordenación, Los Evangelios, los Hechos y las Epístolas están repletos de a elección de Pedro y de los Doce, sobre su función exclusiva e irremplazable en la Iglesia y sobre su misión de hacer discípulos de todas las naciones. El propio San Pedro ilustra esto hermosamente: «A los ancianos que están entre vosotros les exhorto yo, anciano como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo, y partícipe de la gloria que está para manifestarse. Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente según Dios, no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey.»
La pérdida de la distinción entre el pastor y las ovejas lleva a una falacia teórica. O todos son los pastores o todos las ovejas. Pero desde el punto de vista práctico, dicha «reductio ad absurdum» a la equivalencia radical, conduce solamente a una falacia: nadie conoce su lugar. Si los hombres perdiesen la fe en la autoridad y estructura propia de la sociedad perfecta que es la Iglesia, intentarán reemplazar esa autoridad y estructura con otra cosa. Por desgracia, hay en nuestros días personas que se han equivocado sobre la naturaleza de la Iglesia, en particular la naturaleza del sacerdocio y del estado laical. A menudo ven a la sociedad secular, en concreto a las filosofías políticas en busca de métodos para encontrar su lugar. No como las de la caverna de Platón, quién mezcló las sombras con la realidad, intentan reemplazar la ciudad de Dios con una ciudad del hombre. Es de lamentar que cuando los hombres son así de ignorantes intentan aprehender lo que está de moda o es expedito. En nuestros días, dominados por el igualitarismo radical y la noción de que todo poder reside en el electorado, no es de sorprender que la «democratización,» que definimos aquí como «la teoría, sistema o principios de la democracia,» surge de las cenizas. Todo intento de modernidad o convencionalismo que intente reemplazar la religión con el racionalismo, toda pretensión en nombre de la democratización ha de levantar inmediatamente dos banderas rojas a los fieles.
En primer lugar, la democracia en si es una teoría de la filosofía política que no es buena «per se». La Iglesia reconoce los beneficios de la democracia por encima de cualquier otra forma de gobierno secular pero no aprueba ninguna teoría política. Cuando se trata de presiones, los católicos tienen la libertad de estar o no de acuerdo con Winston Churchill que ha dicho, «La democracia es la peor forma de gobierno a excepción de todas
aquellas formas de gobierno que han sido probadas de vez en cuando.» La adopción generalizada de las formas de gobierno democráticas de los últimos doscientos años han producido muchos bienes sociales, como la protección de los derechos humanos fundamentales, pero también han provocado males sociales, como la negación del más fundamental de los derechos humanos –el derecho a la vida– en el aborto y la eutanasia. En segundo lugar, la Iglesia es una sociedad perfecta, y no una sociedad política. Los estados seculares necesitan por naturaleza un sistema de gobierno cada vez más refinado, que siga la ley natural y proteja el bien común. Por el contrario, el gobierno de la Iglesia, la jerarquía, es querido por Dios, instituido por Cristo Rey, y guiado por el Espíritu Santo. La Iglesia no necesita mirar más allá de si misma, de su Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura, para obtener un sistema de organización sin igual que le es propio. La democracia y sus aspectos derivados y correlativos no tienen mayor cabida en la Iglesia que cualquier otro sistema político secular.
El peligro de la democratización
Como hemos mencionado anteriormente, la democracia es una forma de gobierno secular viable, aunque de ninguna manera es la única. En boga en la actualidad, con el apoyo de muchos movimientos modernos y posmodernos, la democracia es alabada como el gran sistema de liberación de una presunto pasado de opresión. En esta forma general de pensamiento, la democratización se tiene que poner en marcha en cualquier forma de asociación humana porque toda potestad y autoridad reside en los hombres. El pluralismo, también muy mentado como otra posibilidad de libertad y por tanto de moda, parece la otra cara de la moneda democrática en nuestros días, por la que la reflexión política parece concentrarse cada vez más en opinión, en lugar de hacerlo en la razón, en estadísticas más que en la ley natural, y en las personas más que en las comunidades. Este desarrollo en el orden mundial de las naciones es bastante turbador en sí mismo considerado, pero es mas peligros aún si se adentra en la Iglesia. Porque la creencia de la Iglesia, explicada en las palabras de Poncio Pilatos (Juan 19:11) y de San Pablo a los romanos, dice que ninguna autoridad emana de los hombres; por lo tanto, toda filosofía—política, religiosa, o de otro estilo—que tenga autoridad que provenga de la comunidad en vez de Dios es falaz.
En la Iglesia en si, el mayor peligro de la democratización es ignorar o anular la diferencia entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio de los fieles. Como afirma claramente la Congregación para el Clero en el «Directorio para la vida y el ministerios de los sacerdotes»: «la mentalidad que confunde los deberes del sacerdotes con los de los laicos no se puede permitir en la Iglesia. En algunas organizaciones eclesiales de manifestación se manifiesta claramente. De esta manera, no se distingue la autoridad propia de los obispos de la de los sacerdotes como colaboradores de los obispos, o incluso niega la primacía de Pedro en el colegio de obispos.»
«Una forma de evitar caer en la mentalidad de la ‘democratización’ es evitar también el llamado ‘clericalismo’ de los laicos que tiende a disminuir el sacerdocio ministerial de los sacerdotes.» Otro punto es evitar la laicización del clero. Tanto sacerdotes como laicos tienen una vocación clara en la Iglesia y el mundo, pero estas vocaciones no se incluyen mutuamente. En relación con las unidades más básicas de la Iglesia (además del núcleo familiar), el párroco (pastor) es responsable de la santificación, enseñanza y gobierno de su parroquia, de la parte del «mystici corporis Christi» que le ha sido confiada. Sin embargo, el peligro de democratización puede surgir a nivel parroquial cuando los consejos parroquiales, u otras organizaciones parroquiales, exceden su papel propio.
Con «Gaudium et spes» (números 73–76) del Concilio Vaticano II, la Iglesia ha enfatizado mucho el papel de los laicos en el mundo como bautizados de Cristo. El Concilio también enfatiza la importancia de los laicos como ayuda a los sacerdotes en el ministerio sagrado, como se ve en «Christus Dominus» (número 27). El resultado ha sido un poco desilusionador en relación con la distinción entre sacerdote y laicos y sus propios roles en la Iglesia y en el mundo. No solo Juan Pablo II en «Christifideles laici» y «Pastores dabo vobis», sino también en la «Instrucción sobre ciertas cuestiones relacionadas con la colaboración de los fieles no ordenados en los sagrados ministerios de los sacerdotes« de 1997, y en la nota doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 2003 sobre «La participación de los católicos en la vida política», ha establecido como objetivo no solo aclararnos las diferencias y distinciones entre sacerdotes y laicos. La lectura de estos documentos demuestra que la democratización desempeña un papel nada despreciable en la inadecuada participación y mezcla de los sacerdotes en la vida laical.
La democratización solo puede disturbar la relación entre sacerdotes y obispos o incluso obispos y el Papa. «Christus Dominus» (números 25–35) y «Presbyterorum ordinis» (números 7–9) expresan claramente la relación entre los sacerdotes y los obispos y los matices de la vocación; explican cómo los sacerdotes y los obispos colaboran en el cuidado del pueblo de Dios. Pese al hecho de que «todos los sacerdotes comparten con los obispos el mismo sacerdocios y ministerio de Cristo,» su relación es jerárquica. Si no se entiende esta relación, de modo que se piense que el obispo es más el presidente de un organismo que un padre de familia, habrá problemas, con certeza. «Se ha de recordar que el presbiterado y los consejos de sacerdotes no son una expresión del derecho de asociación del clero, y mucho menos se entiende según la opinión que reclama la naturaliza sindical de estas partes en la comunidad eclesial..» Del mismo modo, una comprensión parcial de lo que significa el colegio de obispos puede llevar a la herejía de que el Obispo de Roma es «primus inter pares» y no un elemento constitutivo del colegio. Como indica claramente la nota previa de «Lumen gentium», «no hay colegio episcopal sin su cabeza … la idea del colegio implica siempre una cabeza y en el colegio, la cabeza preserva intacta la función de Vicario de Cristo y pastor de la Iglesia Universal.» Sólo una concepción errónea de la democratización lleva a pensar en la Iglesia como una sociedad que necesita liberarse y libertad de expresión. Lo verdadero es lo contrario: la Iglesia es ordenada y jerárquica, una sociedad perfecta, y el modelo de todas las sociedades humanas.
En la iglesia existe una llamada universal a la santidad, y al mismo tiempo hay distinciones de origen divino entre sus miembros. Estas distinciones reconocen algunas formas de igualitarismo radial, por ejemplo, el amor de Dios por cada uno de sus hijos. Sin embargo, en el seno de la Iglesia no hay espacio para las teoría sociopolíticas que rebajen las vocaciones particulares y peculiares de los sacerdotes y los laicos y todo lo que les compete a ambos estados. Desconocer o anular las vocaciones universales lleva al desastre. Las repercusiones son muchas entre las que se encuentran el desdén por la vocación individual, falta de respeto por los sacramentos de la ordenación y el sacerdocio, una eclesiología parlamentaria y la muerte de las vocaciones al sacerdocio. A medida que nos adentramos en el tercer milenio de cristianismo, debemos mantener la antigua distinción de la iglesia entre sacerdotes y estado laical. La identidad sacerdotal es mucho más importante para la salvación del mundo que la construcción política, incluida la democracia. De hecho, no deberíamos centrarnos en buscar o ver qué es lo que está de moda pasajero sino las verdades perennes de la revelación de Dios y las buenas razones que han guiado a la Iglesia dos mil años. Nosotros, miembros de la Iglesia, sacerdote
s y laicos, debemos respetar y promover nuestras vocaciones diferentes pero relacionadas por medio de Dios nuestro Padre, «que nos ha salvado, que nos ha llamado con una llamada santa, no en virtud de su propio objetivo, y por la gracia que nos ha dado en Cristo Jesús.»