MADRID, sábado, 8 mayo 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del profesor Alfonso Carrasco Rouco, decano de la Facultad de Teología de San Dámaso (Madrid), pronunciada en la videoconferencia mundial de teología organizada por la Congregación vaticana para el Clero el 28 de abril de 2004 sobre las vocaciones sacerdotales.
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«La primera responsabilidad de la pastoral orientada a las vocaciones sacerdotales es la del Obispo» (PDV 41c), que ha de suscitar y coordinar la colaboración de toda la Iglesia que tiene encomendada, presbíteros y laicos, familias, comunidades religiosas y movimientos o asociaciones de fieles.
Su preocupación primera, a este respecto, es que la dimensión vocacional esté plenamente integrada en la vida de la Iglesia, pues en ella surgen y maduran las vocaciones sacerdotales.
Ciertamente, la historia de toda vocación, también la sacerdotal, es la de «un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde» (PDV 36). Debido a esta prioridad absoluta de la iniciativa divina, la responsabilidad primera del Obispo se encuentra en la oración al Padre –para que envíe operarios a su mies–, suya y de toda su Iglesia (PG 48c). Oración que, según su naturaleza cristiana, irá acompañada de la ofrenda, de la oblación de sí; ésta, realizada en el secreto del corazón –particularmente en los momentos de sufrimiento–, se manifiesta, en medio de la Iglesia, como testimonio de vida en el amor al Señor y alcanza una expresión de valor único en la celebración de la Eucaristía.
La celebración personal del Obispo –y de sus sacerdotes– y la vida en plenitud de la Eucaristía por la comunidad cristiana han de ser consideradas elementos fundantes del cuidado y la educación de las vocaciones sacerdotales. «No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin Eucaristía».
De esta manera se pondrá de manifiesto del mejor modo cómo la vida de la Iglesia es hecha posible por el amor del Redentor, que sigue sanando, iluminando y colmando de esperanza y de caridad la vida de los que lo siguen y creen en Él. La vocación sacerdotal necesita percibir en la existencia y en el testimonio de los creyentes esta presencia de Cristo como la fuente –escondida en la Eucaristía– de verdad y de salvación, que congrega y alimenta permanentemente a la comunidad eclesial, y hace de ella sal de la tierra y luz del mundo.
La interpelación, la llamada del amor del Señor, que, en medio de su Iglesia, invita a algunos a un seguimiento particular en el sacerdocio, pide una respuesta también de amor y entrega, ciertamente personal y libre, pero que necesita el humus de la vida eclesial para su germinación y crecimiento.
Esto conlleva una responsabilidad particular del Obispo, que no puede dar por descontada la dimensión educativa propia de la comunidad cristiana y ha de promover y coordinar su varias manifestaciones. Entre ellas, en primer lugar, que la persona encuentre en ella un acompañamiento real, en el que sea ayudada a discernir y a madurar la propia vocación en la relación con personas que tengan la madurez espiritual necesaria. Será igualmente de gran ayuda todo cuanto eduque a la persona a un ejercicio efectivo de la caridad en su vida y a un testimonio confiado de su fe como cristiano en medio de la Iglesia y del mundo. Es propio también del Obispo, en fin, cuidar la vida de sus sacerdotes, para que aparezca en medio de la Iglesia como «un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana» (PDV 39), y disipar dudas, prejuicios e ideas equivocadas que la cultura ambiente puede inocular en la mente de los fieles a este respecto.
Por todas estas vías, el Obispo intentará, implorando la gracia del Espíritu del Señor, llevar a cabo la tarea imprescindible e irremplazable de dar testimonio de su propia vocación y de la misión a la que ha entregado su existencia: hacer presente el amor del Redentor, sirviendo a la memoria viva de su Evangelio y de la entrega de su Cuerpo y de su Sangre, para el verdadero bien de los hombres, para que conformen una comunión de vida, de caridad y de unidad, que sea germen firmísimo de paz y de salvación en medio del mundo (cf. LG 9b).