ROMA, lunes, 24 mayo 2004 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que Juan Pablo II dirigió este domingo al rabino jefe de Roma, el doctor Ricardo Di Segni, con motivo de la celebración del centenario de la sinagoga de esa ciudad.
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Al ilustre doctor Ricardo Di Segni
Rabino Jefe de Roma
«Shalom!»
«Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos»
«Hinneh ma tov u-ma na‘im, shevet akhim gam yakhad!» (Salmo 133 [132], 1).
1. Con íntima alegría me uno a la comunidad judía de Roma que está en fiesta al celebrar los cien años del Templo Mayor, símbolo y recuerdo de la milenaria presencia en esta ciudad del pueblo de la Alianza del Sinaí. Desde hace más de dos mil años, vuestra comunidad forma parte de la vida de la ciudad; puede estar orgullosa de ser la comunidad judía más antigua de Europa occidental y de haber tenido una función relevante en la difusión del judaísmo en este continente. Por tanto, la conmemoración de hoy asume un significado particular para la vida religiosa, cultural y social de la capital y ¡no puede dejar de tener una resonancia totalmente especial en el corazón del obispo de Roma! Al no poder participar personalmente, he pedido que me represente en esta celebración mi vicario general para la diócesis de Roma, el cardenal Camillo Ruini, acompañado por el presidente de la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones con el Judaísmo, el cardenal Walter Kasper. Ellos expresan concretamente mi deseo de estar con vosotros en este día.
Al dirigirle mi deferente saludo, ilustre doctor Riccardo Di Segni, hago llegar mi cordial pensamiento a todos los miembros de la comunidad, a su presidente, el ingeniero Leone Elio Paserman, y ha cuantos se han congregado para testimoniar una vez más la importancia y el vigor de la herencia religiosa que se celebra todos los sábados en el Templo Mayor. Quiero dirigir un saludo particular al gran rabino emérito, el profesor Elio Toaff, que con espíritu abierto y generoso me recibió en la sinagoga con motivo de mi visita del 13 de abril de 1986. Aquel acontecimiento ha quedado esculpido en mi memoria y en mi corazón como un símbolo de la novedad que ha caracterizado, en las últimas décadas, las relaciones entre el pueblo judío y la Iglesia católica, tras períodos en ocasiones difíciles y convulsos.
2. La fiesta de hoy, a cuya dicha nos unimos todos de corazón, recuerda el primer siglo de este majestuoso Templo Mayor que, en la armonía de sus líneas arquitectónicas, se eleva sobre las orillas del Tíber como testimonio de fe y de alabanza al Omnipotente. La comunidad cristiana de Roma, a través del sucesor de Pedro, participa con vosotros en la acción de gracias al Señor por esta dichoso aniversario. Como dije en la mencionada visita, nos dirigimos a vosotros como nuestros «hermanos predilectos» en la fe de Abraham, nuestro patriarca, de Isaac y de Jacob, de Sara y de Rebeca, de Raquel y de Lía. San Pablo, al escribir a los Romanos (Cf. Romanos 11, 16-18), ya hablaba de la raíz santa de Israel, a la que los paganos han sido injertados en Cristo, «porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Romanos 11, 29) y vosotros seguís siendo el pueblo primogénito de la Alianza (Liturgia del Viernes Santo, oración universal «Por los judíos»).
Vosotros sois ciudadanos de esta ciudad de Roma desde hace más de dos mil años, antes aún de que llegaran Pedro el pescador y Pablo encadenado, apoyados interiormente por el hálito del Espíritu. Las Escrituras sagradas, que en gran parte compartimos, la liturgia, e incluso antiquísimas expresiones artísticas testimonian el profundo lazo que une a la Iglesia con la Sinagoga, por esa herencia espiritual de la que, sin estar escindida ni repudiada, participan los creyentes en Cristo, y que constituye un vínculo que no se puede separar entre nosotros y vosotros, pueblo de la Torá de Moisés, buen olivo en el que ha sido injertado un nuevo ramo (Cf. Romanos 11, 17).
Durante la Edad Media, algunos de vuestros grandes pensadores, como Yehudà ha-Levi y Moisés Maimónides, trataron de escrutar la manera en que se podría ser posible adorar juntos al Señor y servir a la humanidad que sufre, preparando así los caminos de la paz. El gran filósofo y teólogo, bien conocido por santo Tomás de Aquino, Maimónides de Córdoba (1138-1204), del que recordamos este año el octavo centenario de su fallecimiento, expresó el auspicio de que una mejor relación entre judíos y cristianos puede llevar «al mundo entero a la adoración unánime de Dios, como está dicho: «Yo entonces volveré puro el labio de los pueblos, para que invoquen todos el nombre del Señor, y le sirvan bajo un mismo yugo» (Sofonías 3, 9)» («Mishneh Torà», Hilkhòt Melakhim XI, 4, ed. Jerusalén, Mossad Harav Kook).
3. Hemos recorrido un buen camino juntos desde aquel 13 de abril de 1986, cuando por primera vez –después del apóstol Pedro– el obispo de Roma os visitó: fue el abrazo de los hermanos que se volvían a encontrar después de un largo período en el que no han faltado incomprensiones, rechazos y sufrimientos. La Iglesia católica, con el Concilio Vaticano II, convocado por el beato Juan XXIII, en particular tras la declaración «Nostra aetate» (28 de octubre de 1965), os ha abierto sus brazos, recordando que «Jesús es judío, y siempre lo será» (Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, «Notas y sugerencias» [1985]: III, § 12).
En el Concilio Vaticano II, la Iglesia confirmó de manera clara y definitiva el rechazo del antisemitismo en todas sus expresiones. Sin embargo, no es suficiente el deber de deplorar y condenar las hostilidades contra el pueblo judío que con frecuencia han caracterizado la historia; es necesario fomentar también la amistad, la estima y las relaciones fraternas. Estas relaciones amistosas, que han sido reforzadas y que han crecido tras el Concilio del siglo pasado, nos unen en el recuerdo de todas las víctimas de la Shoá, en particular, de quienes en octubre de 1943 fueron arrancadas a sus familias y a vuestra querida comunidad judía romana para ser internadas en Auschwitz. Que su recuerdo sea una bendición y nos lleve a actuar como hermanos.
Es un deber, además, recordar a todos aquellos cristianos que, bajo el impulso de una bondad natural y rectitud de conciencia, sostenidos por la fe y la enseñanza evangélica, reaccionaron con valentía, también en esta ciudad de Roma, para ofrecer auxilio concreto a los judíos perseguidos, ofreciendo solidaridad y ayuda, en ocasiones arriesgando su misma vida. Su memoria bendita permanece viva, junto a la certeza de que para ellos, al igual que para todos los «justos entre las naciones», los «tzaddiqim», se ha preparado un lugar en el mundo futuro, en la resurrección de los muertos. Tampoco se puede olvidar, junto a los pronunciamientos oficiales, la acción con frecuencia escondida de la Sede Apostólica, que salió en ayuda de muchas maneras de judíos en peligro, como ha sido reconocido entre otros por sus autorizados representantes (Cf. «Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoá», 16 marzo 1998).
4. Al recorrer con la ayuda del cielo este camino de fraternidad, la Iglesia no ha dudado en «deplorar las faltas de sus hijos y de sus hijas de toda época», y con un acto de arrepentimiento («teshuvá») ha pedido perdón por sus responsabilidades que puedan estar de cualquier manera relacionadas con las plagas del antijudaísmo y del antisemitismo (ibídem). Durante el gran Jubileo invocamos la misericordia de Dios, en la Basílica sagrada en memoria de Pedro en Roma, y en Jerusalén, la ciudad amada por todos los judíos, corazón de esa Tierra que es s
anta para todos nosotros. El sucesor de Pedro subió como peregrino a las montañas de Galilea, rindió homenaje a las víctimas de la Shoá en Yad Vashem, rezó junto a vosotros en el monte de Sión, a los pies del lugar santo.
por desgracia, el pensar en Tierra Santa suscita en nuestros corazones preocupación y dolor por la violencia que sigue marcando a ese lugar, por la gran cantidad de sangre inocente derramada por israelíes y palestinos, que obscurece el surgimiento de una aurora de paz en la justicia. Por este motivo, queremos hoy dirigir una fervorosa oración al Eterno, en la fe y en la esperanza, al Dios de «Shalom», para que la enemistad no arrolle con el odio a quienes reconocen como padre a Abraham –judíos, cristianos y musulmanes– y deje lugar a la conciencia clara de los vínculos que los unen y a la responsabilidad que pesa sobre las espaldas de unos y otros.
Tenemos que recorrer todavía mucho camino: el Dios de la justicia y de la paz, de la misericordia y de la reconciliación, nos llama a colaborar sin reservas en nuestro mundo contemporáneo, lacerado por enfrentamientos y enemistades. Si sabemos unir nuestros corazones y nuestras manos para responder a la llamada divina, la luz del Eterno se acercará para iluminar a todos los pueblos, mostrándonos los caminos de la paz, «Shalom». Quisiéramos recorrerlos con un solo corazón.
5. Podemos hacer mucho juntos, no sólo en Jerusalén y en la Tierra de Israel, sino también aquí, en Roma: a favor de los que sufren a nuestro lado a causa de la marginación, de los inmigrantes, de los extranjeros, de los débiles e indigentes. Compartiendo los valores por la defensa de la vida y de la dignidad de toda persona humana, podremos hacer que crezca nuestra cooperación fraterna.
El encuentro de hoy es como una preparación para vuestra inminente solemnidad de Shavuot y para nuestro Pentecostés, que celebran la plenitud de las respectivas fiestas de Pascua. Que estas fiestas nos unan en la oración del «Hallel» pascual de David:
«Hallelu et Adonay kol goim
shabbehuHu kol ha-ummim
ki gavar ‘alenu khasdo
we-emet Adonay le-‘olam»
«Laudate Dominum, omnes gentes,
collaudate Eum, omnes populi.
Quoniam confirmata est super nos misericordia eius,
et veritas Domini manet in aeternum»
Hallelu-Yah (Sal. 117 [116])
Vaticano, 22 de mayo de 2004
IOANNES PAULUS II
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]