CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 2 julio 2004 (ZENIT.org).- El padre Raniero Cantalamessa, religioso capuchino, ha festejado sus veinticinco años de predicación en el Vaticano, u na actividad que le ha permitido estar particularmente cerca de Juan Pablo II.

Este compromiso, revela el predicador de la Casa Pontificia «me ha estimulado a renovar mi predicación, mis intereses, tratando siempre de captar los signos de los tiempos, los desafíos y los grandes problemas de la Iglesia, para poder reflexionar sobre ellos».

En una entrevista concedida a Radio Vaticano, el padre Cantalamessa ha evocado también las «anécdotas» a las que ha asistido en el curso de los años.

«Es un ejemplo de extraordinaria humildad --reconoce-- el hecho de que el Papa encuentre el tiempo de ir a escuchar la predicación de un simple sacerdote de la Iglesia. Recuerdo que una vez faltó dos viernes, porque estaba de viaje en América Central. Cuando volvió, al terminar la predicación se apartó de los secretarios y me vino a pedir disculpas porque había faltado a dos predicaciones».

«No me olvidaré nunca la primera vez que prediqué en San Pedro, y me di cuenta que tenía que hablar muy lentamente porque la voz retumbaba y había un eco muy fuerte. Pero al hablar lentamente mi predicación duró diez minutos más de lo previsto. El prefecto de la Casa Pontificia estaba preocupado, con razón, y de tanto en tanto miraba el reloj», recuerda.

«Al día siguiente, como él mismo contó, el Papa lo llamó después de la función, y le dijo afablemente que cuando uno nos habla en nombre de Dios no hay que mirar el reloj», sigue explicando.

«Éste es un aspecto que me ha impresionado mucho del Papa --confiesa--: pareciera que nunca estuviera apurado. A pesar de todo lo que el Papa tiene que hacer y de todos los problemas que ha de afrontar, cuando está con una persona no existe más que para ella».

«Una vez me quedé bloqueado en medio del tráfico de Roma y, no obstante la premura del conductor, llegamos un cuarto de hora tarde para la predicación. A decir verdad, algunos cardenales estaban un poco impacientes y esperando en la puerta. El Papa, en cambio, estaba tranquilo en su capilla, rezando el Rosario. Ninguna señal de impaciencia por mi retraso», revela.