ROMA, jueves, 16 septiembre 2004 (ZENIT.org).- El anuncio de la aplicación de la eutanasia a niños en Holanda a pone los intereses económicos por encima de la persona, denuncia el vicepresidente de la Academia Pontificia para la Vida, el obispo Elio Sgreccia.
El pasado 30 de agosto saltó a los medios el acuerdo entre las autoridades judiciales holandesas y la clínica universitaria de Groningen, que autoriza un protocolo de experimentación orientado a extender a los niños de menos de 12 años –incluidos los neonatos– la práctica de la eutanasia –ya regulada por la ley de abril de 2002– a fin de «liberar del dolor a los niños».
La «ayuda a morir» o «suicidio asistido», apunta monseñor Sgreccia en un artículo publicado en «L’Osservatore Romano» el pasado 3 de septiembre, ya se preveía en la citada ley para adultos que la pidan, jóvenes de 16 a 18 años que lo requieran por escrito y adolescentes de 12 a 16 años capaces de consentimiento sumando a éste el de los padres o tutores.
«Ahora, con este último acuerdo médico-judicial, en Holanda se traspasa un límite hasta el momento prohibido aún para la experimentación clínica, según los Códigos de Helsinki», que prevé la experimentación clínica en niños de edad inferior a los 12 años.
En el caso de los pequeños «no se puede hablar ciertamente de consentimiento válido», afirma el obispo al explicar el motivo de esos Códigos, y la experimentación «puede siempre conllevar un cierto riesgo, aunque sea mínimo, para el sujeto en cuestión».
«Ni siquiera se puede derogar tal norma con el consentimiento de los padres o tutores –añade–, salvo el caso en que tal experimentación fuera para utilidad de la vida o de la salud del propio sujeto sobre el que se lleva a cabo».
Pero «las normas éticas relativas a la experimentación clínica, inspiradas en los principios proclamados tras el juicio de Nuremberg, han sido sobradamente sobrepasadas por los últimos acontecimientos holandeses», denuncia.
Para el obispo Sgreccia, estamos ante la verificación de la ley del «plano inclinado»: «una vez admitida la legitimidad de la muerte infligida por piedad en el adulto consciente que la haya pedido de forma explícita, repetida y documentada, después se pasa también a ampliar su aplicación a los jóvenes, a los adolescentes con el consentimiento de los padres o tutores y finalmente a los niños y a los neonatos –obviamente sin su consentimiento–».
Por ello «es fácil también prever –alerta– que el deslizamiento sobre el «plano inclinado» de la eutanasia continuará en los próximos años hasta incluir a los pacientes adultos considerados incapaces de demandar el consentimiento, como por ejemplo los enfermos mentales o los sujetos en coma persistente o en estado vegetativo».
De hecho, el argumento del «plano inclinado» «funciona en su perversa eficacia» «porque supone que no hay valores absolutos que deben ser respetados», lo que implica «un evidente relativismo moral».
Si a ello se suma «el interés económico, entonces el deslizamiento se hace fatal e incontenible», subraya.
Según constata monseñor Sgreccia, se ha querido justificar la eutanasia, ya desde hace tres décadas, haciendo referencia al «principio de autonomía», pero con el último protocolo holandés «directamente se prescinde de la voluntad del sujeto que, por su edad, es obviamente incapaz de expresar una elección propia y se la sustituye con la voluntad de otros, parientes o tutores, y con el juicio interpretativo del médico».
«Estamos ante un tipo de libertad de los adultos considerada legítima aún cuando es ejercitada sobre quien no tiene autonomía», puntualiza.
También se ha buscado justificar la eutanasia apelando «a la liberación del dolor “inútil” y del sufrimiento».
Pero «el sujeto niño o neonato que, como dicen los pediatras, sufre menos que el adulto, no tiene capacidad de valorar o definir como insoportable su sufrimiento».
«Quien valora, según las normas holandesas, es el médico, y aquellos que consienten y deciden son los parientes. ¿No se trata por casualidad del sufrimiento de ellos?», interroga el prelado.
Además «nuestra época ha hecho casi del todo «curable» el dolor» con «los tratamientos paliativos y los analgésicos». Entonces «¿es que el dolor y el sufrimiento se curan con la violencia de la muerte anticipada?», cuestiona.
Por todo ello, el obispo Sgreccia alerta de la posible aparición de un «darwinismo social que intenta facilitar la eliminación de los seres humanos oprimidos por sufrimiento y defectos para “anestesiar” a toda la sociedad».
En su opinión tampoco es desproporcionado ver en todo esto una «mentalidad utilitarista que está penetrando progresivamente en la sociedad occidental, con la ideología de la maximización del placer y la minimización del dolor».
Unido «al balance económico» y a la cuestión de la «asignación de recursos en el campo de la medicina definida como “imposible” –precisamente porque es demasiado onerosa para la comunidad–» este utilitarismo da prioridad al «incremento de la riqueza y de la productividad» «respecto a los deberes del alivio del sufrimiento y al mantenimiento del enfermo», observa.
Con ello nos alejamos «no sólo de la ética de la libertad –constata–, sino también de la ética de la solidaridad» y «estaríamos bajo el dominio de la sociedad de los fuertes y sanos dentro de la lógica del primado de la economía».
Pero es que, de acuerdo con monseñor Sgreccia, nos encontramos también ante un extravío en nuestra cultura del «principio de humanidad», evidenciada por «un tipo de esquizofrenia» que por un lado proclama los «derechos del hombre» y por otro muestra su «incapacidad de definir quién es el hombre» y «qué acción hay que considerar humana o no humana».
«Ésta es la cuestión –exhorta–: volver a encontrar la dignidad del hombre, de todo hombre en cuanto portador del valor de persona, valor trascendente sobre la realidad terrena, fuente y fin de la vida social, bien sobre el que converge el universo, bien que no puede ser instrumentalizado por ningún otro interés de quien sea».
«Europa, que está proponiéndose al mundo como una unidad de pueblos solidarios en nombre de los “derechos del hombre”», poseedora de «un patrimonio de civilización humanista» y «caracterizada por el respeto de la persona y la práctica de la solidaridad, debería rechazar desde sí toda infiltración cultural inspirada en el cinismo utilitarista o en el primado de la economía sobre el hombre para seguir proponiendo modelos legislativos en apoyo del hombre y de su dignidad en una sociedad solidaria», invita finalmente el prelado.