CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 14 octubre 2004 (ZENIT.org).- Para Juan Pablo II, el mensaje y la vida de San Serafín de Montegranaro (1540-1604) mantienen su actualidad, pues el humilde capuchino es un «elocuente testimonio de la vocación universal a la santidad».
Así lo reconoce en un mensaje enviado al obispo de Ascoli Piceno –monseñor Silvano Montevecchi— en el que se une espiritualmente a las celebraciones del IV centenario –el pasado 12 de octubre– de la muerte del religioso franciscano de origen italiano.
«Con el paso del tiempo, la santidad no pierde su fuerza de atracción, es más, resplandece con mayor luminosidad. Es cuanto se hace evidente en la persona del hermano Serafín, hombre sencillo y analfabeto a quien todos, humildes y poderosos, sentían como auténtico “hermano”», escribe el Santo Padre.
«Precisamente por esto» el «humilde hijo de San Francisco» «constituye un elocuente testimonio de aquella vocación universal a la santidad, sobre la que ha insistido» el Concilio Vaticano II; «es en esta perspectiva –añade– que, al término del gran Jubileo del Año 2000 quise volver a proponer a toda la Iglesia la santidad como “alto grado de la vida cristiana”» (Cf. Novo millennio ineunte, 31).
Religioso de la Primera Orden franciscana, Serafín nació en 1540 en Montegranaro, en las Marcas, hijo de Jerónimo Rapagnano y Teodora Giovannuzzi, de humilde condición y fervorosos cristianos.
A causa de la pobreza familiar trabajó como mozo en casa de un campesino para cuidar el ganado como los hermanos de comunidad contemporáneos San Pascual Bailón y San Félix de Cantalicio.
A los 18 años, después de algunas dificultades, fue aceptado como religioso no clérigo en la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos
San Serafín «había asimilado tan profundamente la exhortación evangélica “orad sin desfallecer” que su mente permanecía habitualmente inmersa en las cosas del espíritu», contemplaba «la presencia divina en la creación y en las personas» y «su oración se prolongaba por horas» «ante el Tabernáculo», recuerda el Papa.
También «movido por intenso amor por la Pasión de Cristo, se detenía en meditar los dolores del Señor y de la Virgen Santísima», y el «espíritu de convencida minoridad, que se hizo connatural en el curso de los años, dejaba transparentar la verdadera grandeza de su alma», continúa.
Y es que San Serafín de Montegranaro –dice Juan Pablo II– «bien había comprendido la página evangélica que proclama: “El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será el siervo de todos” (Mc 10,43-44)».
En los oficios que ejerció como portero y limosnero, en contacto con las más diferentes personas, el hermano Serafín sabía encontrar palabras oportunas y una exquisita delicadeza de sentimientos para conducir las almas a Dios.
Este santo de las Marcas «amaba frecuentar los sectores menos favorecidos y más marginados de la población para percibir en ellos las exigencias también ocultas, para aliviar las penas físicas y espirituales», expresa el Papa.
Además –subraya– «fue gran pacificador de las familias, modulando sabiamente, según las circunstancias, fuertes reprensiones, gestos de amorosa solidaridad y palabras de alentador consuelo».
Desde 1590 permaneció en Ascoli Piceno. La ciudad se aficionó de tal manera al religioso que en 1602, al difundirse la noticia de un traslado suyo, las autoridades escribieron a los superiores para evitarlo. Allí murió con fama de santidad dos años después a la edad de 64 años. Fue canonizado por Clemente XIII el 16 de julio de 1767.
En su mensaje, Juan Pablo II expresa su deseo «de corazón» de que las celebraciones por el centenario de la muerte de San Serafín constituyan «una ocasión propicia para tender cada vez más decididamente a la santidad, valorando plenamente los distintos dones y carismas que Dios no deja de dispensar a su pueblo fiel».
«Que la intercesión y la protección de San Serafín sean para cada uno consuelo e incentivo para seguir a Cristo con generosidad», y que «gracias a las celebraciones por el centenario, crezcan en todos el ardor hacia la perfección evangélica y la valentía de testimoniar los valores del espíritu, que caracterizaron toda la existencia de este Santo», concluye Juan Pablo II.