CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 14 febrero 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del profesor de Teología de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma), monseñor Antonio Miralles, pronunciada en la última videoconferencia mundial sobre el tema «Fides et Ratio» («Fe y Razón») organizada por la Congregación vaticana para el Clero (www.clerus.org).
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El discernimiento del Magisterio como diaconía de la verdad
Prof. Mons. Antonio Miralles, Pontificia Università della Santa Croce
El título de la ponencia que se me ha pedido ha sido tomado de la encíclica Fides et ratio, en la que figura como una subdivisión del capítulo sobre las «Intervenciones del Magisterio en materias filosóficas». Es por eso que desarrollaré el discernimiento del Magisterio dentro de este ámbito.
El Magisterio de la Iglesia tiene interés por la filosofía debido al estrecho lazo que existe entre la fe y la razón, lazo que, a su vez, implica la distinción entre el ejercicio de la fe y el ejercicio de la razón filosófica. El individuo creyente empeña su razón en el acto mismo de fe, como enseña el Concilio Vaticano II: «Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe. Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece «el homenaje total de su entendimiento y voluntad», asintiendo libremente a lo que Dios revela» (Dei Verbum, 5/1). No habría, pues, un obsequio pleno del intelecto si el hombre prefiriera la inactividad de un pensamiento pasivo, omitiendo comprender el sentido de los enunciados de la fe. El asentimiento de la fe no es en absoluto un movimiento ciego del espíritu humano (cfr. Concilio Vaticano I: DH 3010), sino que, como afirma santo Tomás de Aquino: «Creer es un acto del intelecto que, bajo el impulso de la voluntad movida por Dios por medio de la gracia, da su asentimiento a la verdad divina» (S. Th. II-II, q. 2, a. 9 c).
Sin embargo, el ejercicio de la fe es muy distinto del ejercicio de la razón filosófica. Ésta busca lo evidente y no se detiene hasta haberlo alcanzado, mientras que la fe se sostiene en la autoridad de Dios que revela y no pretende llegar a la evidencia de lo que conoce, porque los misterios ocultos en Dios no pueden ser conocidos si no han sido revelados por él y, «aunque hayan sido transmitidos por la revelación y recibidos por medio de la fe, permanecen envueltos en el velo de la fe y como rodeados por la neblina» (Concilio Vaticano I: DH 3016) durante el tiempo en que sigamos en esta vida mortal.
La ausencia de una pretensión de evidencia no significa que la fe permanezca inactiva intelectualmente. Al contrario, «la fe trata de comprender», como decía San Anselmo (Proslogion). «Es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquél en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor» (CIC 158). No se trata de algo reservado a los teólogos, sino de una gracia que San Pablo le pedía a Dios para todos los fieles: «espíritu de sabiduría y revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál es la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos» (Ef 1, 17-19).
El crecimiento del conocimiento de la fe recibe una ayuda inestimable de la filosofía, a pesar de que ésta proceda de manera exclusivamente racional (y está bien que así sea). «De poca ayuda sería una filosofía que no procediese a la luz de la razón según sus propios principios y metodologías específicas» (Fides et ratio [= FR], 49/1). De lo contrario, fracasaría en la búsqueda de la verdad.
El Papa agrega: «En el fondo, la raíz de la autonomía de la que goza la filosofía radica en el hecho de que la razón está por naturaleza orientada a la verdad y cuenta en sí misma con los medios necesarios para alcanzarla» (FR 49/1). Esta afirmación expresa su confianza en la razón, precisamente en el actual momento cultural, caracterizado, según las palabras de la misma encíclica, por «la desconfianza radical en la razón que manifiestan las exposiciones más recientes de muchos estudios filosóficos. Al respecto, desde varios sectores se ha hablado del «final de la metafísica»: se pretende que la filosofía se contente con objetivos más modestos, como la simple interpretación del hecho o la mera investigación sobre determinados campos del saber humano o sobre sus estructuras» (FR 55/1).
Compete, precisamente, a la fe el impedir que nos dejemos arrastrar por esa desconfianza. La filosofía es una actividad humana; es más, es la actividad más elevada de la razón natural, en la que el hombre revela sus cualidades intelectuales mejores y, por ello, su misma humanidad. De esta manera, la fe nos permite conocer más profundamente qué es el hombre y cuáles son sus mejores capacidades. Como enseña el Concilio Vaticano II: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. (…) Cristo (…) manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación. Así pues, no es nada extraño que las verdades ya indicadas encuentren en él su fuente y alcancen su culminación» (GS 22/1). Y una de estas verdades se refiere a la capacidad de la razón: «Juzga rectamente el hombre, participando de la luz de la inteligencia divina, que él, con su inteligencia, es superior a todas las cosas. (…) En nuestros tiempos ha obtenido éxitos extraordinarios en la investigación y en el dominio del mundo material. Sin embargo, ha buscado y encontrado siempre una verdad más profunda. Pues la inteligencia no se limita sólo a los fenómenos, sino que es capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible, aunque a consecuencia del pecado se encuentre parcialmente oscurecida y debilitada» (GS 15/1).
Esta labor de discernimiento por parte del Magisterio respecto de la capacidad de la razón humana de conocer las realidades inteligibles con certidumbre verdadera constituye por sí misma un gran servicio a la verdad. Como recuerda el Papa en Fides et ratio, el Magisterio ha intervenido sobre el tema no sólo recientemente sino que, ya en el siglo XIX, la Iglesia tuvo que censurar «el fideísmo y el tradicionalismo radical, por su desconfianza en las capacidades naturales de la razón» (FR 52/1); pero también tuvo que rechazar la pretensión de reducir la fe a la razón, censurando «el racionalismo y el ontologismo, porque atribuían a la razón natural lo que es cognoscible sólo a la luz de la fe» (FR 52/1).
El conocimiento racional y el discurso filosófico son importantes para la inteligencia de la fe. Pues, como enseña el Concilio Vaticano I, «la razón recta demuestra los fundamentos de la fe» (DH 3019) y, desde este punto de vista, el Magisterio ha declarado que «el razonamiento puede demostrar con certidumbre la existencia de Dios, la espiritualidad del alma, la libertad del hombre» (DH 2812). El mismo Concilio enseña que «la razón, iluminada por la fe (…) gracias al don de Dios llega a cierto conocimiento muy fecundo de los misterios gracias a la analogía de lo que conoce naturalmente» (DH 3016). Cuanto mayor sea el progreso de la filosofía en el conocimiento natural, en mayor medida se facilita la profundización de los misterios por medio de la analogía.
Por todas estas razones, bien puede comprenderse que el Magisterio no puede ser indiferente a la filosofía. «En efecto, muchos contenidos filosóficos, como los temas de Dios, del hombre, de su libertad y su obrar ético, la emplazan directamente (a la Iglesia) porque afectan a la verdad revelada que ella custodia» (FR 50/2). De hecho, «La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la
palabra de Dios, confiado a la Iglesia. (…) El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al magisterio vivo de la Iglesia (…) Pero el Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino, y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente» (Dei Verbum, 10).
El Magisterio alienta la actividad filosófica, pero no propone una filosofía propia: «Sus intervenciones se dirigen en primer lugar a estimular, promover y animar el pensamiento filosófico» (FR 51/1). Una historia de la filosofía, desarrollada con rigor metodológico y objetividad auténtica no puede dejar de reconocer que una parte notable de los más elevados y urgentes interrogantes filosóficos han sido provocados por la fe. Cuando Juan Pablo II alienta a los filósofos en su actividad, no está pronunciando un mero discurso de circunstancia, sino que realiza una exhortación sincera de parte de alguien que, a la fe viva, une la pasión por la filosofía que anida en él aún antes de su elevación al episcopado y la cátedra de Pedro: «Es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón» (FR 56).
El discernimiento del Magisterio se extiende también a la enseñanza de la filosofía con vistas a los estudios posteriores de teología, en particular de quienes se preparan al ministerio sacerdotal. Al respecto, el criterio prudencial se suma al criterio de verdad. En esta labor de discernimiento, se distinguió León XIII en la encíclica Aeterni Patris, en la que exhorta encarecidamente a que se difunda la excelente sabiduría filosófica de santo Tomás de Aquino y advierte especialmente a los docentes sobre la exigencia de que logren hacer penetrar su doctrina en el ánimo de sus discípulos. En el decreto sobre la formación sacerdotal, el Concilio Vaticano II ha establecido también un criterio preciso: «Las asignaturas filosóficas deben ser enseñadas de tal manera que los alumnos lleguen, ante todo, a adquirir un conocimiento fundado y coherente del hombre, del mundo y de Dios, basados en el patrimonio filosófico válido para siempre» (Optatam totius, 15/1). Y, recientemente, el Papa, en la encíclica Fides et ratio, ha confirmado la importancia de tales estudios: «Deseo reafirmar decididamente que el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental e imprescindible en la estructura de los estudios teológicos y la formación de los candidatos al sacerdocio» (FR 62/1). Al respecto, recuerda que «en diversas circunstancias ha sido necesario intervenir sobre este tema, reiterando el valor de las intuiciones del Doctor Angélico e insistiendo en el conocimiento de su pensamiento» (FR 61/1).
El discernimiento del magisterio al servicio de la verdad se realiza también a través de la denuncia de los errores incompatibles con la fe. Al respecto, Juan Pablo II establece: «No es tarea ni competencia del Magisterio intervenir para colmar las lagunas de un razonamiento filosófico incompleto» (FR 49/2). De hecho, el Magisterio no sustituye a los filósofos, quienes a través del estudio, el diálogo y también del debate deben asumir cargo de esta tarea; pero, agrega el Papa: «Por el contrario, es un deber suyo reaccionar de forma clara y firme cuando tesis filosóficas discutibles amenazan la comprensión correcta del dato revelado y cuando se difunden teorías falsas y parciales que siembran graves errores, confundiendo la simplicidad y la pureza de la fe del pueblo de Dios» (ibíd.). Ya he mencionado las censuras contra el fideísmo, el tradicionalismo radical, el racionalismo y el ontologismo. La encíclica recuerda también otras intervenciones: de San Pío X, quien subrayaba las tendencias fenomenistas, agnósticas e inmanentistas de las aserciones filosóficas que fundan el modernismo; de Pío XII, quien «llamó la atención sobre las interpretaciones erróneas relacionadas con las tesis del evolucionismo, del existencialismo y del historicismo» (FR 54/2); y, recientemente, de la Congregación de la Doctrina de la Fe, que ha vuelto a afirmar «el peligro que comporta asumir acríticamente, por parte de algunos teólogos de la liberación, tesis y metodologías derivadas del marxismo» (FR 54/3).
Con esta obra de discernimiento, el Magisterio sigue fielmente la amonestación dirigida por San Pablo a Timoteo, para que sea «fiel distribuidor de la palabra de la verdad» (2 Tm 2, 15).